lunes, 11 de septiembre de 2023

 

  LA SUBLEVACIÓN DE JACA, LA REBELIÓN MILITAR QUE ABRIÓ LA II REPÚBLICA EN ESPAÑA.

 “(Jaca, la capital del pirineo aragonés, que tiene vocación internacional, es una ciudad densa, legendaria, poética, de paisajes variados, plena de luz y colorido, que se deja contemplar en su total armonía. Con un entorno de cumbres y bosques, ríos, caminos, piedras y estrellas, nos sumergimos en ella en el halo envolvente de la presencia del Pirineo que está rodeando la ciudad, con sus peñas, picos, laderas, areniscas, nieves eternas, pinares

Posee una de las primeras catedrales de estilo románico del país (s. XI), levantada para consolidar la ciudad como enclave estratégico del Camino de Santiago. A ello se unió su condición de primera capital del primitivo Reino de Aragón, por elección del rey Sancho Ramírez (1077). Su naturaleza fronteriza moldeó su crecimiento como espacio defensivo durante varios siglos, dejando evidentes huellas arquitectónicas entre las que destaca la Ciudadela, singular fortaleza pentagonal del siglo XVI. Su posición estratégica; en pleno Pirineo, a treinta kilómetros de la frontera francesa, le ha conferido una personalidad especial.

Ciudad de densa y trascendental historia, ha sido protagonista de episodios históricos decisivos, como el que comentamos seguidamente como antesala del advenimiento en España de la Segunda República y testigo privilegiado de importantes acontecimientos de dimensión internacional. Y es que sus calles, plazas y edificios huelen a historia. Su casco histórico es uno de los más atractivos y mejor conservados de Aragón. Su nómina de edificios singulares y de interés arquitectónico es impresionante (…)”

 

Después de esta merecida, considerada y necesaria introducción, como preámbulo del objetivo del artículo que presentamos, pasamos a analizar los hechos históricos tan relevantes que se sucedieron en esta localidad en diciembre de 1930:

 

El general Primo de Rivera dimite en enero de este año de todos sus cargos, decisión aceptada por el rey Alfonso XIII. El dictador había regido el destino de  España desde hacía más de seis años. En su lugar el rey nombró presidente del gobierno al general Dámaso Berenguer con el propósito de retornar a la "normalidad constitucional", actuando como si la Corona no hubiera estado implicada en la violación de la Constitución de 1876 que se inició con el golpe de estado de septiembre de 1923 y que la Corona apoyó. La Restauración y la monarquía pasaban por sus peores momentos.

La coyuntura política en España se diseñaba con una trayectoria proclive al final del reinado de Alfonso XIII y de la institución monárquica, lo que comenzó con el denominado Pacto de San Sabastián (17 de agosto de 1930), continuó con la Sublevación de Jaca (12 de diciembre de 1930) y culminó con las elecciones municipales del 12 de abril de 1931.

“(…) El Pacto de San Sebastián fue la reunión promovida por la Alianza Republicana que tuvo lugar en San Sebastián el 17 de agosto de 1930 a la que asistieron representantes de todos los partidos republicanos, a excepción del Partido Federal Español, y en la que (aunque no se levantó acta escrita de la misma) se acordó la estrategia para poner fin a la monarquía de Alfonso XIII y proclamar la Segunda República Española. En octubre de 1930 se sumaron al Pacto, en Madrid, las dos organizaciones socialistas, el PSOE y la UGT.(…)”. Marcó el inicio de una carrera que finalizaría ocho meses más tarde, el 14 de abril de 1931, cuando se proclamaba en España la segunda República que duraría cinco años, tres meses y cuatro días.

Entre ambos acontecimientos tuvo lugar la Sublevación de Jaca, dirigida por los capitanes Fermín Galán y García Hernández con 700 soldados que Antonio Machado plasmó en una copla de esta manera: "La primavera ha venido del brazo de un capitán. Niñas, cantad a coro: ¡Viva Fermín Galán!". Los versos del poeta andaluz sirvieron a su colega gaditano Rafael Alberti para el inicio de una obra de teatro propagandista en homenaje a los sublevados de Jaca.

Lo que es cierto es que los preparativos no se hicieron con la debida discreción. El Gobierno estaba al tanto de los movimientos de los sediciosos. Así se lo hizo saber el general Mola –entonces director de la DGS- en una carta enviada a Fermín Galán:

«Madrid, 27 de noviembre de 1930Señor don Fermín Galán – JACA:

Mi distinguido capitán y amigo: Sin otros títulos para dirigirme a usted que el de compañero y el de la amistad que me ofreció en agradecimiento por mi intervención en el violento incidente de Cudia Mahafora. le escribo. Sabe el Gobierno y sé yo sus actividades revolucionarias y sus propósitos de sublevarse con tropas de esa guarnición: el asunto es grave y puede acarrearle daños irreparables. El actual Gobierno no ha asaltado el poder, y a ninguno de sus miembros puede echársele en cara haber tomado parte en movimientos derebelión: tienen, pues, las manos libres para dejar que se aplique el Código de Justicia Militar inflexiblemente, sin remordimiento de haber sido ellos tratados con menor rigor. Eso, por un lado; por otro, recuerde que nosotros no nos debemos ni a una ni a otra forma de gobierno, sino a la Patria, y que los hombres y armas que la Nación nos ha confiado no debemos emplearlos más que en su defensa. Le ruego medite sobre lo que le digo, y, al resolver, no se deje guiar por un apasionamiento pasajero, sino por lo que le dicte su conciencia. Si hace algún viaje a Madrid, le agradecería tuviera la bondad de verme. No es el precio a la defensa que de usted hice ante el general Serrano, ni menos una orden; es simplemente el deseo de su buen amigo que le aprecia de veras y le abraza (Emilio Mola)"

Azaña señaló en su día el error del gobierno al no conceder su indulto porque influyó después en la caída del trono en la primavera. En su opinión, la insurrección montada desde Jaca "no tenía ninguna posibilidad de triunfar porque no tenía capacidad de movilización en las ciudades".

La muerte rápida por fusilamiento de los capitanes Galán y García Hernández generó "otros beneficios" para que "el cuerpo político acelerara la caída de la Monarquía en unas elecciones, en abril de 1914, que la legitimaron".

El capitán Galán muy descontento con los mandos militares que le denegaron la Laureada por su acciones en Marruecos, acudía a la Logia «Ibérica», de Madrid, donde leyó su juramento, que según narra el socialista Juan Simeón Vidarte, en sus memorias, fue el siguiente:”Juro solemnemente ante el Gran Arquitecto del Universo y ante vosotros, mis hermanos, que el día que reciba las órdenes del Comité Revolucionario, proclamaré la República en Jaca y lucharé por ella aunque me cueste la vida...”.

También entre los golpistas militarrs se encontraban . además del propio Fermín Galán, Ángel García Hernández, Salvador Sediles y Miguel Gallo. Pero los planes no salieron bien. El gobierno y la Dirección General de Seguridad, encabezada por Emilio Mola, estaban al tanto de los movimientos revolucionarios. El levantamiento antimonárquico se fue aplazando y al final Galán y su grupo decidieron sublevarse el 12 de diciembre de 1930.

Ya lo había predicho el filósofo José Ortega y Gasset un mes antes de la sublevación de Jaca en su famoso artículo “El error Berenguer” publicado en el diario 'El Sol', donde señaló que había que demoler la Monarquía ("Delenda est monarchia"). El general Dámaso Belenguer descubrió que los partidos antimonárquicos del Pacto de San Sebastián iban a provocar un levantamiento en diciembre, pero nunca supo que el militar Fermín Galán iba a remover el Ejército desde el Pirineo. En Zaragoza se provocó una huelga general durante cuatro días, pero las tropas de la Brigada de Castillejos que se desplazaron a la provincia de Huesca frenaron las dos columnas del alzamiento entre Ayerbe y la ermita de Cillas.

Terminaba 1930 con las sublevaciones republicanas de Jaca y Cuatro Vientos, verdaderas intentonas golpistas contra la monarquía y el poder legalmente constituido, promovidas por los comités revolucionarios.

“A las cinco de la madrugada Galán, Gallo y García Hernández sublevan al Regimiento nº 19 del Cuartel de la Victoria; poco después Salinas, Mendoza y Marín se dirigen a la Ciudadela a sublevar a la Batería de Artillería allí ubicada y detener al teniente coronel Alfonso Beorlegui, que estaba al mando de la Batería. Hacia las seis de la mañana se había completado el levantamiento, tras la detención del comandante militar de la plaza, el general Fernando Orruela”.

Así pues, al alba del día 12 de diciembre, la guarnición de Jaca se alzaba en armas contra el Gobierno legal tomando la ciudad con cierta violencia y algunos muertos, encerrando a los militares desafectos y proclamando la República. El bando que Galán ordenó colgar en las calles no dejaba lugar a dudas: «Artículo único: aquel que se oponga de palabra o por escrito, que conspire o haga armas contra la República naciente será fusilado sin formación de causa».

El Capitán General de la V Región Militar (Zaragoza), teniente general Fernández Heredia, envió dos columnas, una de Huesca y otra de Zaragoza, con el fin de impedir a los sublevados su entrada en la capital oscense. Al atardecer del mismo día 12 se reunían ambas, junto a la artillería, en las lomas de Cillas, a tres kilómetros de Huesca.

En el pueblo de Biscarrués, Fermin Galán y el resto de militares, se entregaron posteriormente. En la madrugada del 12 al  En realidad no se concibe  cómo un hombre como el capitán Galán, que sabía algo de guerra y de las dificultades para mover tropas, pudo lanzarse a una empresa tan descabellada. (...) En tales condiciones, la aventura sólo podía durar hasta el momento de enfrentarse con el primer destacamento de tropas regulares. Y así sucedió...».

 Las causas del fracaso de la sublevación son de variada índole. Por un lado están los errores de táctica militares, por ejemplo el no conocer con certeza los apoyos con que se contaba, sobre todo en lo que respecta a apoyos de otras guarniciones militares. También la tardanza con que la columna partió de Jaca y el lentísimo transcurrir de la misma, lo que propició que el Gobierno pudiera tomar las medidas necesarias para hacer frente a los sublevados.

            Otro detalle importante fue la total desconexión que se produce entre el Comité Revolucionario y los dirigentes del movimiento en Jaca. A este respecto cabría preguntarse si la meta de todos era la misma. Tengo dudas al respecto. Mi impresión es que la mayoría de los miembros del Comité no tenían intención de que se produjera un cambio drástico del sistema; no me refiero a que no persiguieran la proclamación de la República, sino al que modelo que pretendían de la misma difería mucho del que postulaba Fermín Galán y sus seguidores.

            A este respecto son significativas las palabras de Salvador Sediles: “Gratuitamente han afirmado muchas personas […] que aquello de Jaca fue obra de unos locos […] Se ha dicho también que fuimos impacientes. También creo haber demostrado lo contrario y seguiré demostrando que aunque teníamos suficiente razón para serlo, aunque nos habían agotado la paciencia hasta la última hora, no lo fuimos, y nuestra salida obedeció a órdenes concretas y causas aún no explicadas con la claridad y honradez debidas por las mismas personas ilustres y beneficiadas que nos censuran”.

            No menos importante fue la falta de apoyo del elemento civil, que debería ser vital con la convocatoria de huelga general en toda España, hecho, que como hemos visto anteriormente, no se llevó a afecto. En este hecho no cabe duda que la responsabilidad de parte de la UGT –con Besteiro a la cabeza- fue crucial.

           Consideramos que el capitán Galán se precipitó y que no supo llevar la dirección militar de forma adecuada; pero bajo mi punto de vista no fue él el único culpable. Gran parte de responsabilidad cae en el Comité Revolucionario que no pudo, o no quiso, dar una mayor cohesión al movimiento.

            La mayor consecuencia que tuvo la sublevación de Jaca, y su desenlace, fue que una vez más se ponía de manifiesto la falta de visión política del Gobierno de la Monarquía. La creación de dos mártires provocó que muchas personas que aún estaban indecisas sobre qué postura tomar respecto a la situación política, se decantaran por apoyar a aquellos que luchaban por el derrocamiento de Alfonso XIII y la instauración de un sistema republicano. No hay duda que las filas del republicanismo se vieron incrementadas por el desenlace final de la sublevación de Jaca.

           Incidimos en que si José Ortega y Gasset hablaba del “Error Berenguer”, los sucesos de Jaca si pueden ser considerados un error del general Berenguer, y por ende del monarca Alfonso XIII.

El domingo 14 de diciembre de 1930 se celebró el consejo de guerra presidido por el general Arturo Lezcano. Duró tan solo 40 minutos. Fermín Galán y Ángel García Hernández fueron condenados a muerte y ejecutados ese mismo día  en el polvorín de Fornillos (Huesca). El propio Galán dio la orden de fuego al pelotón de ejecución. Esa mañana, la mayoría de los integrantes del Comité revolucionario fueron detenidos e ingresaron en la Cárcel Modelo de Madrid El resto de militares, como Salvador Sediles, fue también condenado a muerte, pero con la proclamación de la República fueron indultados.

A la una de la madrugada del día 14, Fermín Galán escucha la diligencia del procesamiento.

            “ Preguntado si fue el director del movimiento iniciado en Jaca el día 12 de diciembre y en caso afirmativo causas que motivaron el hacerlo, dijo: Que en efecto, dentro de lo local que el sector de Jaca representaba dentro de la nación, fue él el director de ese movimiento, siendo las causas que lo motivaron las derivadas de un convencimiento pleno cuya raíz tenía su identidad en la esencia misma del actual estado interior de nuestro país”.

El periódico El Liberal, en su editorial del día 13, le recordaba al rey que él debe su puesto a una insurrección armada: “ En España la sublevación tiene su tradición gloriosa para monárquicos y para republicanos. Es gloriosa para la Monarquía la tradición de la sublevación, porque debe su restauración al hecho consumado en Sagunto. Y lo es para los antidinásticos porque la revolución del 68 fue un acontecimiento de igual naturaleza. Y lo es también para los más amigos del orden, para los mismos  partidarios de la dictadura, porque lo ocurrido el 13 de septiembre de 1923 fue una sublevación triunfante, sin más que la presentación de las armas”.

Desde ese momento las figuras de Galán y García Hernández pasaron al imaginario colectivo del republicanismo y de los antimonárquicos. Cuando el 14 de abril de 1931 se izó de forma oficial la bandera tricolor, ya eran conocidos como “los mártires de las República”. Quedan para la historia la idea y la acción de esos dos militares que intentaron cambiar el curso de los acontecimientos con una idea de libertad.

Por último señalar que Galán se situaba políticamente entre el anarquismo y la extrema izquierda republicana. Reiindicaba una república federal y social. Escribió Nueva Creación, la síntesis de su pensamiento

domingo, 10 de septiembre de 2023

 

EL SOLDADO DEL RIF 

Las armas tienen por objeto 

Las armas tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida.

                                                                                             (Miguel de Cervantes)

                                                      PRESENTACIÓN

Esta novela histórica es un homenaje a todos los españoles que lucharon en el Rif africano, —entonces Protectorado español de Marruecos—y fueron llevados a esa posesión colonialista, la mayoría como reclutas de leva en los años 1918 y siguientes, y también a todos sus mandos. Estos soldados reclutados eran hombres muy jóvenes cuyo interés más relevante fue salvar su vida, aunque murieron a millares.

Muchos de los que allí lucharon dejaron su vida, llenando a sus familias de luto. Gran parte de ellos no habían salido nunca de sus lugares de origen, donde nacían, vivían y morían. No les importaban las minas que algunos capitalistas españoles explotaban allí ni los intereses colonialistas del Estado pero tuvieron que ir a defender los beneficios de la oligarquía financiera muy interesada en ello. Tampoco pretendían colmar sus guerreras de medallas ni aspiraban a realizar ascensos militares. Sólo querían cumplir con sus obligaciones, sufrir lo menos posible, poder vivir y regresar sanos y salvos a sus hogares al calor de su familia.

A través del personaje principal, Mariano, un hombre real, así como otros personajes secundarios, se van detallando y plasmando en continuas descripciones—algunas imaginadas— la realidad histórica y humana que allí vivieron muchos miles de soldados.

Mostramos asimismo los orígenes familiares de nuestro protagonista, describiendo principalmente los quehaceres de su abuelo paterno, don Leopoldo Torreblanca, relacionado profesionalmente en la novela con el conde de Romanones, hombre liberal, adinerado y gran propietario que destacó por ser un gran accionista en las minas del Rif y firmaría en 1912, como Presidente del Gobierno, la constitución del Protectorado Español en Marruecos, en cuyo conflicto moriría precisamente su quinto hijo, el teniente de ingenieros José de Figueroa y Alonso Martínez, como consecuencia de las heridas sufridas el día 19 de 0ctubre de 1920.

Nos ocupamos de forma prioritaria en esta novela, de la gran importancia que tuvo el denominado Desastre de Annual, en 1921, en realidad un conjunto de  sucesos trágicos que tuvieron lugar en Abarrán, Igueriben, Annual, Monte Arruit y otros, en el que más diez mil españoles, dejaron su vida en tierras norteafricanas.

 Abd-el-Krim, un hombre sin experiencia militar, fue el líder de los rifeños que ocasionaron estos catastróficos sucesos para el ejército español que sufrió una de las mayores derrotas de su historia.

En bastantes pueblos y ciudades de nuestra geografía, muchas familias tuvieron que teñir sus prendas de negro por alguno de sus hijos o allegados, a los que un día despidieron y  nunca más volvieron a ver, caídos sobre aquellas colinas y barrancos del Rif, en la parte oriental del Protectorado.

A todos ellos nuestro más encarecido homenaje y reconocimiento desde las páginas de esta novela, basada mayoritariamente en las descripciones de los hechos históricos vividos in situ por nuestro personaje principal y también  por sus compañeros, algunos ficticios.

 La documentación histórica utilizada se ha basado en fuentes primarias documentales de los archivos General Militar de  Madrid, de Alcalá de Henares, de Guadalajara y de Segovia, así como en unas selectas fuentes secundarias, propias de una escogida bibliografía muy específica y también en la prensa del momento.

 

                                                              

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                INDICE      

CAPÍTULO 1………………………………. La familia y la sociedad (1), pág,… 

CAPÍTULO II………………………………. La familia y la sociedad (2), pág.…….

CAPÍTULO III……………………………….Camino de Melilla, pág.….

CAPÍTULO IV………………………………. Período  de instrucción y destinos, pág.…

CAPÍTULO V………………………………… El general Fernández Silvestre extiende  el control militar sobre el Protectorado oriental, pág.…………………….

CAPÍTULO VI………………………………… El comienzo del Desastre de 1921 (1). Abarrán. Pág.………

CAPÍTULO VII………………………………… El  Desastre de 1921 (2). Igueriben, pág.……..

CAPÍTULO VIII………………………………… El Desastre de 1921 (3) Entre Annual y Monte Arruit, pág.……….

CAPÍTULO IX……………………………………El soldado del Rif  gravemente herido. La vuelta a casa, pág,                   

                                           

 

 

 

 

 

 

  CAPÍTULO I

                                                 La familia y la sociedad (1) 

 

Cuando la Armada Española entró el dieciocho de mayo de 1898 en la Bahía de Santiago de Cuba, (la estadounidense lo hizo el día treinta y uno, bloqueando la ciudad), el propio almirante Cervera había comunicado a los capitanes de los buques, las escasas posibilidades que tenían de vencer a los barcos norteamericanos en un combate al que estaban abocados.

Los seis buques españoles presentaban tantas carencias que les hacían vulnerables frente a la moderna flota de acorazados norteamericana. Uno de los ejemplos más llamativos era el del barco  denominado Cristóbal Colón, el más rápido y único acorazado español, que, de forma precipitada fue enviado a Cuba sin terminar de montarse sus cañones principales.

Dicha situación fue denunciada por el almirante citado, jefe de la flota, respondiendo el Gobierno de Sagasta quienes defendían la idea de que “el valor de los marinos españoles supliría todas las carencias como ya había ocurrido en el pasado”. Le ordenaron salir con su escuadra de la Bahía

El domingo 3 de julio de 1898, se convirtió, cerca de la Bahía de Santiago de Cuba, en un infierno de fuego y calor. El Almirante Pascual Cervera y Topete, sabía que si se dirigía a mar abierto para presentar batalla, perdería a muchos de sus hombres y  de sus naves.

Se sentía atado por las órdenes que recibió ese día: fue obligado a hacerse a la mar, en cumplimiento de una orden tajante, emitida desde La Habana, en consonancia con Madrid, por el gobernador y capitán Ramón Blanco, para enfrentarse a la escuadra estadounidense, que era muy superior en porte, en alcance y calibre de su artillería y en blindaje, y ocupaba además una posición táctica muy ventajosa.

El almirante Cervera no tenía libertad de decisión para tomar posturas y poder paliar, en lo posible, aquel tormento de pesadillas que le abatían.

Le dijo a su hijo Luis, teniente de Navío y miembro de su flota, con una sonrisa inquieta y  algo blanda:

 — ¡Vamos al sacrificio tan estéril como inútil! ¡Sólo podrán tomar las astillas de nuestras naves! ¡Perderemos todo, salvo una cosa: la honra de saber que cumpliremos escrupulosamente con nuestros deberes como militares!

En el Diario que Edmundo realizaba de su vida marinera—que fue entregado a sus padres con todas las pertenencias personales tras su muerte— éstos encontraron esta nota en la que el almirante, dirigiéndose a todos los marineros les dijo entre otras arengas:

“Hijos míos, el enemigo nos aventaja en fuerzas, pero no nos iguala en valor. Clavad la bandera y ni un solo navío prisionero. ¡Viva siempre España! Zafarrancho de combate y que el Señor acoja nuestras almas".

Sin desanimarse, el almirante, decidió enfrentarse a la flota americana. A bordo de su buque insignia, el Infanta María Teresa, salió en primer lugar de la bahía enfrentándose al barco estadounidense más cercano, presumiblemente para permitir que alguno de sus naves escapase, si así lo decidían. Todas las maniobras las realizaron muy próximas a la costa, sabiendo lo que iba a suceder y buscaron simplemente el “mal menor”.

Cuatro horas después, al final del combate, la flota española quedaba totalmente destruida. Hubo cuatrocientos setenta y cuatro hombres muertos y los supervivientes fueron recogidos de la mar y hechos prisioneros.

Entre los españoles fallecidos se encontraba Edmundo Torreblanca—tío de Mariano, nuestro futuro Soldado del Rif— teniente encargado de la artillería, en el Infanta María Teresa y amigo íntimo del teniente de navío Luis Cervera, hijo del almirante.

Todo ocurrió cuando el S.XIX español estaba finalizando: una centuria cargada de guerras, revueltas populares y pronunciamientos militares. Moría este turbulento y herido siglo; presto para brindarnos su luz y amanecer comenzó dos años más tarde el S.XX. Otra centuria poco tranquila para los españoles que se vieron inmersos en acontecimientos bélicos exteriores y también fratricidas.

Con las pérdidas de las colonias americanas, los intereses colonialistas españoles comenzaron a mirar a África, donde posteriormente aparecería el Protectorado Español en Marruecos (1912-1957) que nos traería un cúmulo de guerras y pérdidas humanas muy numerosas, una aventura colonialista que repudiaba el país.

España, a comienzos de siglo, seguía siendo una nación atrasada, con una población ciertamente apartada de la modernización demográfica y donde cada día la mayoría de la gente tenía que luchar por su supervivencia. Era un país campesino y analfabeto situado en las antípodas del progreso, dirigido por unos políticos incompetentes. En esta sociedad la pobreza era acuciante y estaba muy extendida. Las bajísimas rentas de la mayor parte de la población impedían el consumo y el ahorro, dificultando el desarrollo industrial y la modernización social.

A partir de 1917 se produjo en nuestro País una gran agitación social y una contundente conflictividad laboral, tanto en las zonas urbanas como en las rurales, especialmente debido a la enorme subida de los precios de primera necesidad.

Para muchos  el espectro del hambre y de la miseria planeaba diariamente sobre sus vidas. La máxima preocupación de los hogares más modestos era la consecución de la alimentación diaria. La mayoría de los niños, desde los seis años de edad se afanaban por conseguir el pan en las recolecciones del campo o en el duro trabajo fabril.

Edmundo Torreblanca fue un hijo modélico, íntegro, con una conducta irreprochable y una carrera en la marina española fulgurante. A pesar de su juventud —veintidós años— había ascendido a teniente de navío hacía poco tiempo, en febrero de ese mismo año de1898. Era muy querido por sus mandos y compañeros.

Don Leopoldo Torreblanca y Doña Úrsula Uribe, padres del teniente fallecido, fueron informados de la muerte de su hijo en los días siguientes. El padre, repleto de sentimientos confusos  y hundidos comentó:

—Cuando los representantes del pueblo, sentados en sus escaños en las Cortes—la mayoría pertenecientes a los partidos conservador y liberal— miembros de la nobleza y de la burguesía capitalista, deciden las acciones de guerra, son los soldados profesionales y otros de leva, los que mueren en ella.

  ¡Todos los conflictos bélicos siempre traen consigo dolor  y sufrimiento! ¡Odio las guerras por su estupidez, brutalidad e inutilidad!

La aflicción les abatió y se apoderó de ellos una pena inmensa. Sus rostros reflejaban una suma de angustia, un dolor incontenible, sus ojos revelaban una ira contenida y profunda.

España había realizado grandes esfuerzos económicos y militares en las colonias y estructuralmente tenía una situación social y económica graves después del 98. No estaba la realidad para meterse en otra aventura colonialista como la del Protectorado marroquí. Comenzaba para España un eclipse colonial que no podía ser compensado con la luz que presentaba el Rif, en realidad un foco de fuego bélico que se convertiría en la plataforma de una tragedia humana.

Aquel hecho tan luctuoso, la muerte de su hijo en acto de servicio a la Patria, corrió como la pólvora entre sus allegados y conocidos. En la prensa, tertulias, mentideros y comentarios a pie de calle, se disertaba sobre el desastre de la Bahía de Santiago. Era el tema principal de conversación: España perdía definitivamente su imperio.

Don Leopoldo llevaba trabajando con don Álvaro de Figueroa y Torres Sotomayor, conde de Romanones, desde el mes de abril, quien se enteró del lamentable suceso y presto fue a mostrarle sus condolencias.

D. Álvaro sabía moverse con destreza por la vida palaciega, obteniendo una estrecha amistad y un afable servilismo con la regente María Cristina de Habsburgo-Lorena quien había enviudado del rey Alfonso XII, en 1885, unos meses antes de que naciera su hijo póstumo Alfonso. Presidía el Gobierno, Práxedes Mateo Sagasta y Escolar.

Don Álvaro de Figueroa era un hombre de luz blanca, sin tinieblas en sus conductas, cercano a la Regente, persona dúctil y condescendiente,  hasta tal punto que le concedió el 30 de enero de 1893, el título de Conde de Romanones (haciendo alusión a la localidad guadalajareña del mismo nombre). Posteriormente, el 14 de abril de 1.910, el rey Alfonso XIII le otorgó la dignidad de grande de España, la máxima dignidad de la nobleza española en la jerarquía nobiliaria. Se situaba después del Príncipe de Asturias.           

El flamante conde, en una entrevista con la Regente en palacio, analizando los sucesos de la derrota de la escuadra del almirante Cervera—quien en tiempos fue su asesor naval— le hizo sabedora de la muerte en esa batalla naval de Edmundo, hijo de una persona muy allegada a él.

— ¡Alteza! De cara a vuestra popularidad, sería muy emotivo y trascendente, para su consideración en la opinión pública, que enviarais vuestras condolencias, en este caso, a la familia del teniente  de navío Edmundo Torreblanca, muerto en el barco que mandaba el almirante Cervera, y considerado héroe de guerra. Tendría un gran eco en los círculos mediáticos y populares!

La Regente, consideraba normalmente los consejos del conde, de gran valor para sus intereses, y así lo hizo. Envió una misiva personal breve a don Leopoldo y doña Úrsula donde les decía:

Mis más profundas condolencias para vosotros, Leopoldo y Úrsula, por la muerte de vuestro hijo Edmundo Torreblanca Uribe en acto de servicio a la Patria. Se podrá haber escapado de vuestra vista, pero jamás de los corazones de todos los españoles. ¡Que Dios os de la paz que buscáis y necesitáis!

Guardaremos todos siempre un recuerdo muy especial de él, así como de la cercanía y lealtad con las que siempre se distinguió. Abrazos entrañables

                                                        María Cristina de Habsburgo

                                                                     Regente de España

 

En las afamadas tertulias del café Levante, a  las que acudía don Leopoldo siempre que podía, se debatía esta cuestión de la imagen de la Regente, con sus quehaceres y decisiones políticas.

Estanislao  Cienfuegos, acreditado periodista de El Imparcial, comentó:

—La Regente tratará de sacar adelante su acuciada situación, máxime cuando su hijo Alfonso está punto de cumplir la mayoría de edad y ser nombrado rey.

—Aníbal Lacalle, del periódico vespertino, El Heraldo de Madrid, un hombre que inquietaba por su imagen porque tenía un ojo velado y el otro brillante,  adujo que un factor fundamental que pesa sobre ella, como una losa, es su condición femenina.

El modelo de feminidad vigente todavía restringe de alguna manera la presencia y actuación de las mujeres al espacio privado, mientras que la actividad política se reservaba en exclusiva a los varones, por lo que la encarnación de la más alta magistratura del Estado en una mujer introduce una circunstancia anómala en la política del momento.

— Isaías Bermejo, crítico político, de mente algo oscura y agria, en el que, según sus colegas más cercanos cohabitaba en él la intransigencia periodística, comentó: otro elemento que hace complejo su sustento en el trono y que repercute en todos los mentideros, es el debate en torno a su imagen por su origen austriaco. Algunos, con mala fe, la llaman “la extranjera”.

            María Cristina de Habsburgo, en efecto, aparecía como una madre atenta y abnegada, sencilla, religiosa, cuyo comportamiento era modélico, como esposa y viuda fiel. Como afirmaba el liberal marqués de la Vega de Armijo su virtud era clave para su futuro político: "una Reina joven tenía que vivir como en un palacio de cristal".

Don Leopoldo, un hombre de verbo selecto y de floridas oratorias, utilizaba habitualmente, en sus intervenciones, una rígida dialéctica acompañada de una sonrisa sarcástica, haciendo uso de una voz sonora y resolutiva, expuso en la tertulia que la Regente les había enviado un comunicado personal, a él y a su esposa, dándoles el pésame por la muerte de su hijo Edmundo, considerado héroe de guerra, situación funesta que todos los allí presentes conocían. Pasó a su lectura guardando todos los presentes un silencio sepulcral.

La prensa del día siguiente se hacía eco de este comunicado con una fotografía de don Leopoldo levantado, rodeado de los tertulianos asistentes a aquella reunión del café Levante.

— ¡Un verdadero montaje mediático de Romanones! — Comentó Arsenio Ridruejo, con voz áspera e irónica, ante la quietud del silencio de los presentes en la tertulia Un comunicador tosco y ordinario, pero líder en algunos círculos diligentes de este tipo de asuntos— ¡Efectivamente así parecía ser!

            Los consejos del Conde de Romanones a la Regente, comenzaban a cobrar sus frutos.

En algunos  foros selectos  de opinión, se concebía  críticamente a María Cristina  de Habsburgo como “una mujer joven, extranjera, con escaso tiempo de permanencia en España, poco popular y con fama de escasamente inteligente, que podía poner en peligro la más alta institución del Estado”.

—Intervino asimismo en la tertulia de esa tarde, el escritor y crítico literario Arturo Espinosa, quien llegó a conocer a Edmundo en dos ocasiones:

 — ¡Su vida, en fin, ha sido un ejemplo de integridad y grandeza puestas al servicio de los demás. Sus sacrificios, sus convicciones, sus gestos y sus decisiones conforman el legado que nos deja a sus compatriotas y a todos los hombres y mujeres que en España han luchado y luchan por su grandeza!

España era un país inconexo, lleno de desigualdades y de conductas reprimidas, con odios a flor de piel, cuyas campanas anunciaban situaciones futuras de grandes enfrentamientos civiles entre los propios españoles.

La nueva esfera  política de la centuria inaugurada, comienza a flotar con el nombramiento de un nuevo rey, Alfonso XIII, reinado inaugurado el 17 de mayo de 1902, al cumplir dieciséis años, la mayoría de edad.

Nuestro país parecía una especie de erial lleno de jornaleros agrícolas. Toda una gran masa de campesinos poblaba el mundo rural, donde la productividad de los cultivos era escasa. Esta situación marcaba el paso muerto de la economía junto a una industria focalizada e incipiente. Los propietarios pobres constituían el 94% y poseían el 32% de la riqueza agrícola, el resto estaba en manos de los grandes  latifundistas. El conde de Romanones llegó a tener, 15171 hectáreas en 1931, a lo que con seguridad contribuyó en alguna medida la labor de don Leopoldo.

La miseria afloraba en muchos puntos de nuestra geografía, lo que influía notablemente en la mortalidad y en aspectos tan curiosos como la prostitución de mujeres    y en volver borrachos y gandules a sus maridos, en ese régimen de servilismo que producía el hambre  que acarreaba muchas cosas más.                          

Úrsula y Leopoldo tenían dos hijos más: José (el primogénito) y Servando. El primero lloró amargamente cuando conoció la noticia de la muerte de su hermano Edmundo. Apretó los puños y, mirando al cielo, mostrando una rabia desbordante, gritó:

 — ¿Por qué le ha tocado a él?—Sus padres seguían dando vueltas a la muerte de su hijo fallecido.

        ¡Fue un valiente del que todos nos sentimos muy orgullosos!— Le recordaremos eternamente. Siempre vivirá con nosotros.

        José mostraba una especie de chispas incandescentes en sus ojos por la ira contenida al perder a su hermano.

Edmundo y José eran dos hermanos bastante unidos. Se entendían muy bien en la diversidad de las cosas de la vida y en el pensamiento: ambos eran liberales progresistas.

Le recordaba este último a su padre, la admiración que su hermano tuvo siempre por el almirante Topete-un referente profesional y personal para él- y por sus actuaciones tan relevantes en la Revolución de 1868.

            José era  el padre de Mariano el soldado del Rif. Ingeniero agrimensor, culto y muy estudioso de todo lo que le rodeaba. Muy puesto al día  como su padre. Un hombre de ademanes inteligentes y cercanos.

Servando, el más joven, asumió también con gran dolor la muerte de su hermano. Fue un nefasto estudiante que no finalizo ningún tipo de estudios. Tenía una planta excelente, alto, guapo, muy dicharachero, envestido de una ciega pasión por las mujeres, gran conversador, ameno y con excelentes habilidades sociales. Desde  muy joven  se inclinó por las andaduras hedonistas de la vida. Visitaba poco la casa de sus padres por eso de estar de acá para allá. Tuvo un trágico final.

Comenzó a inclinarse  por el mundo del espectáculo, empezando su andadura como tramoyista y figurante e incluso de auxiliar de sala de espectáculos. Más tarde se convirtió con el tiempo en un representante muy vivaz  de artistas importantes.

Llevaba una vida bohemia e irregular.  Eso le dio pie a conocer a mucha gente, especialmente a mujeres de todo tipo de la alta sociedad que eran su objetivo: señoras de alta alcurnia poco atendidas por sus maridos, solteronas demandantes de amor, y viudas.

Haciendo permanentemente uso de su donjuanesca habilidad triunfadora, basadas en la alegría que proyectaba siempre y en la ficción, casi siempre enamoraba a las damas que elegía en su camino.

Tuvo muchas de ellas a sus pies, de las que vivió utilizando sus acostumbradas maniobras trapisondas y sus cualidades varoniles. Se llegó a decir que en una ocasión satisfizo los deseos libidinosos de la famosa Carolina Otero, conocida como “La Bella Otero”, “una gallega bailarina, cantante, actriz y cortesana española afincada en Francia: mujer destacada de la Belle Époque francesa en los círculos de élite parisinos”.

En el seno de estas vicisitudes profesionales y amorosas, Servando entabló amistad con doña Bárbara de Mequínez, marquesa de Villacortada, mujer de mediana edad, muy sensual  y de buen ver, cuyo marido, un enriquecido burgués, estaba siempre de un lado para otro custodiando y supervisando sus grandes negocios. Se sentía muy sola y se fijó en Servando, en un acontecimiento teatral, interesándose por conocerle  y con el que comenzó a tener encuentros amorosos furtivos, cada vez más cercanos, surgiendo una pasión muy acentuada entre ambos, viviendo Servando de ella muy desahogadamente.

Fueron varios los años de embrollos amorosos con la alta dignataria, hasta que su marido, don Baldomero José Ulloa se enteró del estrecho idilio de su esposa con Servando y de los tejemanejes amorosos habidos entre ambos, lo que enceló en grado máximo al susodicho marqués quien contrató los servicios de unos sicarios que acabaron con la vida del hijo menor de los Torreblanca, en los Jardines del Campo del Moro, junto al Palacio Real de Madrid, una noche solitaria fría y lluviosa.

Cuando don Leopoldo y doña Úrsula conocieron la funesta  noticia, se sintieron de nuevo inmersos en el manantial amargo de la muerte de otro hijo. Florecieron en ellos las emociones pertinentes que salen a la luz en estos casos: el dolor más triste al que puede estar expuesto un ser humano. El silencio prolongado, las reflexiones más estrechas y la patética pena que les invadió, les dejaron inmersos en los recuerdos de los dos hijos fallecidos.

José, su hijo primogénito, había contraído matrimonio el viernes 26 de junio de 1896, día de San Pelayo,  en la iglesia de San Jerónimo  el Real de Madrid, con María Amparo Iglesias, una joven muy guapa y elegante, propietaria de un céntrico e importante establecimiento de vestidos femeninos de alta costura donde acudían a vestirse las señoras de la alta sociedad madrileña. Ambos llevaban una vida económicamente muy desahogada. Su matrimonio fue corto, duró sólo tres años y no tuvieron hijos. Ella sufrió una embolia inesperada que acabó con su vida.

Habían contratado los servicios de una joven asistenta, interna, huérfana y toledana, Gregoria, muy joven, espabilada, de gran belleza y muy agradable, dulce en sus comportamientos y gestos. Se quedó prendada de José, el cual  pronto  tuvo aventuras amorosas con ella  de forma clandestina.

A doña Úrsula, aquella joven le inquietaba por todo lo que aparentaba. Se percataba a menudo que José la miraba con cierta disposición sensual. No le gustaba esa actitud y presentía qué podría haber un idilio entre ellos, como así fue. Se sentía realmente dolida, poniendo en juicio las disposiciones propias de una sociedad cerrada muy pegada a las diferencias sociales.

Don Leopoldo Torreblanca, además de ingeniero agrónomo, era un hombre muy culto, liberal, que comulgaba con las ideas krausistas introducidas en España por Julián Sanz del Río. Le gustaba participar en las tertulias,  que con más solera tenían lugar en Madrid en aquellos tiempos, como eran las de los cafés Suizo, Gijón, Varela, Levante o Fornos, donde convergían conversación, oratoria y lecturas sobre los pensamientos andantes de mayor interés en ese momento, libros y periódicos. A estas tertulias acudían los intelectuales más sobresalientes de la época, aunque en ocasiones concretas se colaba algún  “ceporro de mente paramera” e incluso algún humilde “junta letras” aspirante a erudito. Los cafés se consolidaron como instituciones fundamentales en la vida cultural de Madrid y de otras ciudades españolas por las tertulias tan notorias cultural y políticamente  que en ellos se realizaban.

Valle –Inclán, dramaturgo, poeta y novelista español, visitador con frecuencia  de estas reuniones, llego a decir en el café Levante, situado en esos momentos en la calle Arenal de Madrid, que “este café había ejercido más influencia en la literatura y el arte contemporáneo que dos o tres universidades y que muchas consagradas academias”. Por el aparecieron grandes personajes como el citado Ramón del Valle-Inclán, Azorín, Gutiérrez Solana, Santiago Rusiñol, Romero de Torres, los hermanos Baroja o Corpus Barga.

Don Leopoldo, asistía frecuentemente a muchas de estas charlas, donde conoció a todos los grandes literatos. De igual manera, por las mesas de estos significativos cafés pasaron los más ilustres y variados personajes de la vida social madrileña de las distintas épocas. En sus conocidas y concurridas tertulias se dieron cita, entre otros, celebres escritores como Pío Baroja, los hermanos Machado, León Felipe o Emilio Carrere Moreno.

Cómo no destacar también su asistencia al Café de Pombo, un antiguo establecimiento de la calle Carretas de Madrid, junto a la Puerta del Sol que a partir de 1915 fue la sede de una de las tertulias literarias más conocidas, organizada los sábados por el novelista Ramón Gómez de la Serna y frecuentada por prácticamente toda la vanguardia intelectual española. El pintor Gutiérrez Solana lo plasmó en su obra “La tertulia del café de Pombo” (1920).

En la Puerta del café Varela, un camarero, llamado Orestes, ataviado siempre con una chaquetilla blanca y una sonrisa muy hospitalaria, recibía a estos contertulios, que tenían su rincón reservado, acompañándolos con cierto protocolo hasta el lugar.

  — ¡Bienvenidos sean ustedes a su casa!— Les decía a todos.

— ¡El Café a su servicio para  lo que gusten y les sea necesario!

Según llegaban los contertulios se ubicaban en aquellas mesas rectangulares de mármol blanco y frío que originaban un eco llamativo cuando se depositaban sobre ellas los platillos y tazas de café, copas de licor o vasos de agua. Procuraban situarse cada uno al lado del compañero más afín a sus ideas y pensamientos.

Orestes les servía con exquisita prudencia y amabilidad por lo que era muy querido y solicitado por todos los tertulianos. Nunca se molestaba por nada a pesar de que entre los participantes se originaban conductas de carácter agrio y alguna que otra alzada de voz sacada de su lugar.

En una de las acostumbradas tertulias, donde a don Leopoldo se le consideraba un ilustrado hombre de ciencia, éste comentó:

—Ya han fallecido Cánovas (asesinado en 1897), el ideólogo del turnismo y de la Restauración, y Sagasta (1903) y todo sigue igual en España. El dosel que cubría nuestros últimos restos imperiales se ha desquebrajado para siempre. Ahora parece que nuestros políticos miran a África, en concreto a Marruecos para ocupar una serie de territorios de este sultanato, lo que se ha fraguado en la Conferencia de Algeciras (enero de 1906).

—Ciertamente es así—respondió Cayetano Alba, redactor del periódico Blanco y Negro—en este panorama político, el caciquismo, la oligarquía dominante, el fraude electoral, la perversión constante del principio de soberanía nacional y de la práctica del sufragio universal, siguen vigentes y creo que permanecerán por mucho tiempo todavía. Además, anclados en esa sed de poder internacional, nos quieren llevar a aventuras coloniales en el Rif marroquí.

—Asimismo estamos cada vez más inmersos en el aumento de las luchas sociales, las diferencias que van flotando poco a poco en la dualidad campo-ciudad, el analfabetismo, la cuestión religiosa, el problema militar y la cristalización del nacionalismo y el ascenso del movimiento obrero, por ejemplo—apuntaba Isidoro Castillejo, ingeniero de caminos, puertos y canales, hombre anti borbón y admirador  del fallecido general Prim.

— ¡Un general así nos haría ahora falta para que pusiera firme al joven rey Alfonso XIII y le condujera por los caminos del liberalismo progresista!—prosiguió.

—Creo que aunque no podamos cambiar el pasado, siempre lo podremos rescribir—apuntó. Hablaba con mucha elocuencia, produciendo un buen efecto de interés en aquella audiencia que le seguía atentamente, lo que le permitía transmitir eficazmente sus mensajes.

—Cuéntanos una vez más cómo asesinaron al general Prim, según tu padre que fue  comandante de infantería y ayudante suyo— le solicitaron algunos tertulianos.

Isidoro gozaba enormemente contando esta triste efeméride, que le abría la puerta  de la oratoria para que gozara con ello, especialmente en algún momento en el que la tertulia estaba algo apagada o sin ningún interés candente que les envolviera.

—Todo sucedió en la calle del Turco, de Madrid., el 27 de diciembre de 1870 sobre las ocho de la tarde. Por cierto, nevaba copiosamente en la capital de España. —apuntaba Isidoro.

— Tras despachar los asuntos del día— continuó, el general salió del Congreso de los Diputados por la puerta de la calle Floridablanca. A una señal de mi padre, el cochero acercó el carruaje hasta la puerta. Hacía bastante frío y los caballos resbalaban con la nieve, lo que producía inestabilidad a la berlina en la que se iba a montar. Pero entre todos los presentes consiguieron dominar la situación.

—Tal era el empeño que Isidoro ponía en sus expresiones que se le secaba a menudo la garganta y le brotaba espontáneamente  una especie de sonrisa bobalicona.

—Prim se despidió de Práxedes Mateo Sagasta, jefe del partido progresista, y subió al coche acompañado de dos asistentes, amigos de mi padre. El general estaba cansado. Había concluido unas jornadas de trabajo duro, la situación política era delicada y tenía que ultimar numerosos temas para marchar al día siguiente a Cartagena y recibir a Amadeo, duque de Aosta, el nuevo rey en el que había puesto todas sus esperanzas.

Aquella tarde,  el general era ajeno a cualquier posible maquinación contra él pero al llegar a la esquina con la calle de Alcalá, un frenazo brusco del carruaje que les precedía obligó al cochero a parar en seco. En ese mismo instante, dos grupos de hombres cubiertos con amplias capas se situaron en torno al coche del general.

—Estupefacto mi padre, quien le acompañaba,  advirtió que uno de ellos sacaba un trabuco y apuntaba al interior del vehículo. Solo tuvo tiempo para gritar: “¡Mi general, cuidado...!”. La descarga resonó en el interior del coche mientras una nueva ráfaga de disparos alcanzaba al general que sangraba abundantemente. Los últimos impactos le habían destrozado el hombro y un brazo. Sólo pudo decir: ¡Veo la muerte...!

— Avisados y alarmados por el  bellaco acontecimiento, un cuarto de hora más tarde llegaron el general Serrano y el almirante Topete. El general Prim murió dos días después. Nos comentaba mi padre, en casa, que el general ya había salido ileso de dos atentados anteriores tenidos en Daimiel (Ciudad Real) y Aranjuez (Madrid).

Aquellos contertulios-una vez más- aplaudieron a Isidoro Castillejo que quizás era la vigésima vez que contaba la muerte de Prim, exactamente igual, con la misma entonación, levantándose en algunos momentos de la mesa para enfatizar sus expresiones y poderse mover con libertad  en sus  gesticulaciones, atrayendo siempre la atención de los presentes y dosificando adecuadamente sus argumentos Nunca admitía preguntas  esporádicas ni interrupciones a sus narraciones.

Aludiendo a la coyuntura política nacional, Emilio Carrere, comentó:

 —Aunque es difícil adaptarse a los nuevos cambios que parecen excitarse subliminalmente, considero que la sociedad y la economía han puesto en marcha,  muy lentamente, el camino de la modernización que está naciendo en España

—Hemos heredado en el nuevo siglo problemas y conflictos tan relevantes como la insuficiente nacionalización del Estado, los límites de la representación política, el peso de instituciones como el ejército y la Iglesia o la falta de canales legales para la incorporación de las demandas de las clases populares, el fracaso de la industrialización, la inexistencia de una revolución burguesa, la ausencia de la modernización agraria, el arcaísmo del sistema caciquil y la desmovilización popular.

            — ¡Aplausos de los presentes a Emilio!

—No lo olvidemos, y me cuesta decirlo en esta tertulia tan llena de diversidades ideológicas—añadió Aparicio Méndez, profesor de literatura y escritor, uno de los mejores oradores que pasaban también  por el Ateneo— que España es hoy en día, a mi parecer, una sociedad desarticulada, donde la mayor parte de la población es rural, situada en un claro abandono y que vive, en su mayor parte, en el seno de una economía subdesarrollada y de subsistencia. Así no vamos a llegar muy lejos. Existen muy pocas iniciativas emprendedoras de los capitalistas- en su mayoría absentistas- necesarias para el desarrollo de nuestro país.

 —El periodista Nicolás Brondo Rotén, —apuntaba: somos ya un país con más de 13 millones de habitantes y, efectivamente el predominio de la vida en el campo, donde viven cerca del 70% de la población, es patente y notoria.

—El mundo rural permanece estático y atrapado en el pasado—adujo Ramón Cienfuegos, jefe de redacción del diario El Imparcial, un hombre metido siempre en el fango de las noticias, rotativos, papel y tinta.

Así, entre cafés, puros, vasos de agua, anisetes y otros  licores, aquellos hombres radiografiaban el País y lo que era mejor, desarrollaban cultura, historias y opiniones valiosas. Así entretenían muchos de sus ratos de ocio.

Al menos durante el tiempo que don Leopoldo vivió los momentos de la Restauración, extensibles más o menos hasta el final del período constitucional de Alfonso XIII, en 1920, la  sociedad estaba, prácticamente polarizada entre el campo y la ciudad, entre la riqueza y la pobreza, arraigada en las tradiciones y la incultura, con fuerte dependencia de las oligarquías y el caciquismo, y al servicio de las élites políticas que rigen los destinos de España, con un cierto auge demográfico que animaba los afluentes movimientos de población.

La economía entre 1898 y 1923, evolucionó poco a poco en España. Mimbreaba, desde una situación cerrada, tradicional, rural y agrícola, hasta una modernización donde aparecen los primeros momentos de la incipiente industrialización.

Don Leopoldo Torreblanca- gran innovador en su profesión de ingeniero agrónomo- trabajó para el Ayuntamiento de Madrid cuando D. Álvaro de Figueroa, conde de Romanones era alcalde de la capital de España, entre marzo de  1894 y el mismo mes de 1895. En ese tiempo ambos  se saludaron en dos ocasiones en las que el conde se interesó por sus conocimientos sobre el patrimonio agrícola de la capital de España.

Para don Leopoldo—quien sería el abuelo paterno de Mariano, nuestro futuro “Soldado del Rif”—la nueva monarquía de Alfonso XIII-que tenía una naturaleza liberal, aunque no democrática- iba a gobernar en una España que era en esos momentos  uno de los países más atrasados de Europa en todos los órdenes de la vida y compartía la ferviente opinión de los medios intelectuales que necesitaba de una regeneración que la impulsara.

—Le comentaba a doña Úrsula, su esposa: ¡comparto, con Joaquín Costa, uno de mis más admirados políticos y pensadores actuales, la urgente necesidad económica y cultural  que necesita España, que él resume en “despensa y escuela”.

Las circunstancias de la vida, hicieron posible que don Leopoldo, con fama de excelente profesional en  los medios de la ingeniería agrícola, entrara al servicio de don Álvaro de Figueroa, conde de Romanones.

Todo sucedió porque éste  era amigo del político conservador  don Manuel Allendesalazar,- quien fue ministro  y posteriormente jefe del Gobierno de donde dimitió tras el Desastre de 1921— también  ingeniero agrónomo y compañero de promoción de don Leopoldo.

Cuando don Manuel fue ministro de Agricultura, Industria, Comercio y Obras Públicas entre el 5 de diciembre de 1903 y el 5 de diciembre de 1904, en un gobierno de Maura, en el que desarrolló y favoreció los proyectos de transformación del secano en regadío, llamó a don Leopoldo para que colaborara con él, de cuya labor y asesoramiento quedó muy satisfecho.

El conde de Romanones, un político de  riquezas extensas, sobre todo agrícolas, con predios enormes, y propiedades mineras en el Rif Marroquí, estaba muy preocupado por el desarrollo de los votantes en sus propiedades y por la evolución de las mismas, de las que deseaba obtener siempre los máximos beneficios posibles. Por cierto, estaba siempre muy presente en la prensa por ser un hombre mediático e importante en la época, donde habitualmente se le  caricaturizaba porque estaba aquejado de cojera desde su juventud.

Entre otros muchos compromisos políticos que realizó como dirigente de las riendas del Estado publicó,  el 3 de abril de 1919, el llamado Decreto de la jornada de ocho horas, regulándola de forma oficial tras la histórica huelga de los trabajadores de "La Canadiense" de Barcelona y reconocía a los sindicatos su capacidad para la negociación y también  el 11 marzo de 1919, se había aprobado el denominado Seguro Obligatorio del Retiro Obrero que constituyó el primer seguro de jubilación de carácter obligatorio para los obreros españoles.

El conde de Romanones buscaba un buen gestor de sus grandes haciendas y predios de todo tipo. Para ello contactó con don Manuel Allendesalazar que conocía perfectamente el solar agrícola español como ministro de agricultura.

—Necesito un hombre experto y fiable en todo lo concerniente a la agricultura—le dijo ¿A quién me aconsejas de tus colaboradores en el Ministerio o conocidos tuyos?

Sin dudarlo un momento, don Manuel pensó en don Leopoldo:

—Te presentaré a un compañero de promoción, colaborador mío, muy competente culto y además liberal como tú.

—Que venga a verme y le conozco. Si me interesa le pagaré bien. Me servirá también para otros muchos quehaceres en mis posesiones de Guadalajara — apuntó el conde.

Don Leopoldo tuvo una cita con el conde en el Congreso de los Diputados donde hablaron de todas las funciones que aquél tendría, mostrándole especial preocupación porque sus gestiones no fueran contra las voluntades de sus votos. Pactaron un viaje juntos por Guadalajara, en concreto por las tierras alcarreñas, donde tenía repartidas sus mayores posesiones. Así lo hicieron.

—Le dijo a don Leopoldo: ¡siempre hay que soñar con metas muy altas para volar como las águilas!—por supuesto así lo haremos.

Simbólicamente, el conde, siempre veía al águila como un ave que representaba el instinto, la astucia, la fortaleza y el poder. “También las legiones romanas llevaban  emblemas de águilas en sus estandartes para representar equivalentes principios”.

Le comentó—reiteramos—que necesitaba un ingeniero agrónomo para que se encargara de supervisar sus tierras y propiedades, la potenciación de las cosechas, así como  el control sociológico de las personas que viven en ellas, de cara a las convocatorias electorales, convirtiéndole en el valedor de su imagen ante los alcarreños. Él siempre quiso alcanzar las cumbres de la vida española. Fue un inconformista nato y un luchador incansable.

Le dijo asimismo que, una vez realizado juntos el primer viaje, su cometido sería desplazarse lo antes posible por sus tierras alcarreñas y realizar un informe  de cómo estaban sus posesiones, sugerir las mejoras convenientes y estudiar la situación vital de jornaleros, criados y  todo tipo de gentes a su servicio.

En el fondo, éste terrateniente, empresario y magnate siempre a flote, quería igualmente contratar a  un hombre de confianza que le ayudara a tener a la gente contenta y a sostener y potenciar su amplio aparato caciquil, que cuidaba mucho, para combatir en las urnas a sus oponentes. La relación laboral entre ellos comenzó en el mes de abril de 1898. En los procesos electorales de 1901 y 1903, don Álvaro no implicó en absoluto a don Leopoldo pero sí en las siguientes de1905.

Ese año se celebraron  elecciones generales el 10 de septiembre. Serían las segundas convocadas en la mayoría de edad de Alfonso XIII, bajo la base legal de la Constitución española de 1876. El Conde quería volver a salir diputado a Cortes por Guadalajara y comenzó a allanar el camino porque estaba algo preocupado por su escaño. Nunca se fiaba de nada ni de casi nadie.

D. Álvaro le volvió a reiterar:

            — Como usted sabe, acaba de caer -hace una semana-el pasado 23 de junio, el gobierno de mi contrincante el conservador Raimundo Fernández Villaverde, resultando elegido presidente del Consejo de Ministros de España, mi compañero de partido, el liberal Eugenio Montero Ríos, quien  Inmediatamente ha convocado las Elecciones Generales a Cortes señaladas.

 — Necesito que en su inminente viaje por Guadalajara analice usted cómo está situada mi imagen entre los electores con respecto a mis oponentes.

 —Éste le comentó: puedo constatar que es usted muy querido por las gentes más sencillas y mal comprendido por las élites. Pastores, herreros, jornaleros y campesinos, que viven entre el sudor y la penuria, le estiman y le seguirán votando.

 —Es posible— adujo don Álvaro, pero lo importante es triunfar  en la realidad y salir diputado.

Don Leopoldo sabía que este noble era muy previsor, trabajador y cauto. Estaba en posesión los ingredientes necesarios para triunfar. Contaba con el apoyo de las personas más activas de la vida local, ampliaba sus fortuna y heredades casi de forma constante, lo que llevaba consigo también un aumento de su influencia, había creado y controlaba una amplia red caciquil que le permitía, sin duda, resistir el envite de las fuerzas más poderosas, potenciando y protegiendo el fraude electoral y la compra de votos.

El Congreso resultante de estas elecciones reeligió presidente del Consejo de Ministros de España al liberal Eugenio Montero Ríos (1905), aunque tendrá que dimitir a los pocos meses por el escándalo del ¡Cu-Cut!

En esas elecciones venció el Partido de don Álvaro, el  Partido Liberal, obteniendo la necesaria mayoría para el ejercicio del gobierno: 229 escaños del total de 406, seguido a distancia por los Conservadores con 96 diputados. Él logró sobradamente su escaño por Guadalajara.

D. Álvaro le explicó que sus victorias electorales estaban basadas en su imagen y la potencia de sus amparos a todos los que se lo solicitaban, procurando ensanchar al mismo tiempo  el círculo selectivo de sus amistades. Cuidaba mucho lo que decía y dónde lo decía.

 Solía visitar, cada cierto tiempo, un pueblo tras otro y asistir, si era pertinente y conveniente para sus intereses, a bodas, entierros o bautizos. Iba continuamente buscando sus adeptos entre todas las clases sociales.

Quería tener contentos, en todo o posible, a sus “paniaguados alcarreños” quienes le recibían en las plazas de los pueblos como si estuvieran en época de fiestas.

 Llegaba en sus visitas incluso hasta la apartada Sierra del Ducado, cuyos pueblos siempre estuvieron poco poblados, amenazados por la despoblación, enclavados entre sinuosas carreteras que cruzaban los verdes trigales y que  fueron en su día frontera entre Castilla y Aragón.

Don Álvaro de Figueroa fue elegido diputado por Guadalajara desde 1888 hasta 1936, ininterrumpidamente, para alcanzar este éxito se apoyó especialmente en las prácticas caciquiles que controlaba con gran esmero.

Solía enviar circulares a sus electores, de vez en cuando, ofreciéndose para cuanto pudiera interesar su apoyo y servirles de utilidad. Lógicamente le llovían multitudes de peticiones referentes, sobre todo, a favores, influencias, o demandas de trabajo. “Su imagen caciquil era la del amigo abnegado”. Ahí estaba él para ayudar a sus allegados y colaboradores. Era “el aliado agradecido” que actuaba en consecuencia con quienes le apoyaban.

—Hay que tener muy en cuenta lo que hable usted con las gentes que se va a encontrar, porque “¡la frase es el alma del pensamiento. Con ella se hiere y hasta se mata durante largo tiempo!”—solía afirmar.

Valle-Inclán le mencionó en su obra “Luces de Bohemia” como  paradigma del millonario. Un hombre que no se inclinó por el hedonismo sino por el fuego del poder. Le gustaba ser político y gobernar.

Muy partidario de ayudar a los demás,  le consideraran como un referente a quien tenían que votar ciegamente y trabajar disciplinadamente para él porque les merecía la pena para obtener su pan, trabajo, ayudas, recomendaciones..., que eran las monedas de cambio. Todo aquello era posible en una sociedad diseñada de arriba abajo por clientelas y la compra de votos.

Por motivos profesionales, don Leopoldo conoció a Calixto Rodríguez, diputado también por Guadalajara, ingeniero de montes, perteneciente políticamente a Unión Republicana, quien tenía una fábrica de resinas en el distrito serrano de Molina de Aragón y era Presidente  de la Unión Resinera Española, fundada en1898. Solía hacer grandes campañas de prensa que alzaban su importancia política en la comarca. Acudió a él para pedirle asesoramiento con respecto a don Álvaro  a quien  Calixto conocía muy bien.

Éste, junto a Adalberto Gabaldón, director y redactor importante del periódico La Crónica, quien era contertulio de don Leopoldo  en los cafés Levante y Varela, le pusieron al día sobre el conde, sus maniobras  e incluso  de sus peripecias políticas y electorales. Calixto le expuso de forma reservada:

—Vas a trabajar para el mayor cacique de España. Un hombre del que conviene ser amigo, nunca enemigo. Por ello toma conciencia de que si te pones a su servicio es para colaborar estrechamente con él evitando futuras confrontaciones.

—Me dijo en cierta ocasión:” ¡en momentos de peligro, los amigos te abandonan, pero los enemigos te persiguen hasta la muerte!”. Una frase paradigmática que siempre tiene muy presente.

Adalberto Gabaldón ilustró una anécdota que corría por las tierras alcarreñas sobre las actuaciones de don Álvaro, a quien todos asociaban como hombre de grandes habilidades para maniobrar en las turbulentas aguas de la política, un hombre de abolengo (descendía de la familia Mendoza  y llegaba hasta el mismo marqués de Santillana), a lo que unía su inmensa fortuna.

—En el siguiente proceso electoral, se presentaba Maura, político conservador, ha diputado también por Guadalajara. Como se decía que  el conde pagaba los votos a dos pesetas- suficiente incentivo para los jornaleros de los pequeños pueblos- el político mallorquín comenzó a pagar a los alcarreños tres pesetas por cada voto.

Cuando se enteró Romanones se marchó a Guadalajara y anunció que tendría un duro cada uno que le diera su voto. Así los electores se llevarían cinco pesetas cada uno, el pago de las dos que solía dar y las tres de Maura (un fervoroso católico miembro del núcleo de la élite política nacidos en la clase media) quien quedó sin escaño y sin dinero. De aquella maniobra quedó la expresión: “dar duros a tres pesetas” que permaneció en España a lo largo de los tiempos. Eran las peripecias de las clases dominantes- en este caso el terrateniente conde de Romanones- que unían el capital financiero y el latifundismo.                                                                                                

Después de diversas andaduras y contactos por las tierras de Guadalajara, don Leopoldo le envió al conde el informe que éste le había mandado hacer, cuya síntesis exponemos seguidamente:

                                                          

INFORME A FAVOR DEL EXCELENTÍSIMO CONDE DE ROMANONES, DON ÁLVARO FIGUEROA Y TORRES MONDEJAR.

EXCMO SR:

Por mandato suyo paso a exponerle la situación observada en sus tierras de la provincia de Guadalajara:

“(…) Entre mis gestiones más relevantes he puesto en funcionamiento productivo tierras de rastrojo, jarales, matorrales, páramos, baldías y estériles, yermas e incluso algún sotobosque aislado e inservible para el ganado. Así como zonas despobladas e inhóspitas, en barbecho.

He introducido la oveja merinera en las zonas apropiadas sin juntarlas con las autóctonas. Los pastores merineros se han contratado, en los alrededores, entre personas con experiencia en esta raza ovina.

Entre sus criados, jornaleros y braceros, fijos y temporales que trabajan en sus tierras, aunque su poder adquisitivo es bajo, no están inmersos en los umbrales de la pobreza extrema ni del hambre. Sus jornadas de trabajo son amplias, prácticamente definidas como “de sol a sol”. Procuro que no haya desigualdades salariales ni de trato entre ellos. Una cuadrilla suficiente de azacanes surtirán de agua con sus búcaros a los trabajadores de las tierras de pan llevar.

Las familias suelen ser amplias y a veces azotadas por las enfermedades, sobre todo a los niños más pequeños. Su capacidad de consumo es débil con dietas alimenticias pobres, aunque suficientes para la subsistencia.

He ampliado sus propiedades, con algunas colindantes de pequeños propietarios que se han  arruinado por las inclemencias del tiempo, plagas o  falta de roturaciones adecuadas, obteniendo las malas cosechas, y estando condenados a vender, situaciones que hemos aprovechado para su compra.

Todos los favores y solicitudes de recomendaciones que podemos conceder, se hacen en su nombre para que surtan así los agradecimientos a su persona, sobre todo en épocas electorales (…)”

Excmo. Sr., me gustaría que este informe fuera de su satisfacción plena. Siempre a su servicio con mi máxima consideración hacia su persona.

                              Firmado: LEOPOLDO TORREBLANCA ALBA

                                          Ingeniero agrónomo.

 

 

 

 

  CAPÍTULO II

                                               La familia y la sociedad (2)

 

Entre estos avatares, José (“Pepe”) Torreblanca, comunica a sus padres que se iba a casar con Gregoria, la sirvienta, una chica  joven, muy guapa y con mucho menos edad que él,  de  quien se había enamorado.

—Doña Úrsula,  manifestando una cierta angustia en sus ojos dijo a su marido: ¡le ha pillado, lo sabía! Esta bruja huérfana, atea, voluptuosa ha enredado a nuestro hijo. ¡No lo podemos permitir! Encolerizada advirtió la gravedad de la situación, apabullada por ese gran error personal de su hijo. Era una decisión paradójica, imposible.

             — ¡Su origen es demasiado humilde. Desconocemos su verdadera procedencia familiar y su única herencia es la orfandad en la que siempre ha vivido—señaló con aire torvo: ¡Esta arpía nunca será aceptada en nuestro entorno más cercano! Mañana mismo que coja su maleta y se marche de esta casa.

La decisión firme de José fue tajantemente censurada, por sus padres hasta el infinito, impregnada de un arrebato turbador. Las diferencias de clase y de edad entre ellos, no era bien visto en la sociedad del momento, constreñida por una moral tradicional.

Ella, joven doncella de aspecto exótico de baja condición social, veinte años más joven que Pepe, no la consideraban demasiado virtuosa ni idónea como mujer de su hijo. Para ellos era simplemente la sirvienta de la casa. Consideraban que le había hipnotizado.

—José, si decides caminar por la voluntad de esa decisión, nos tendrás enfrente y desde luego sin ningún apoyo por nuestra parte—le comentó don Leopoldo con la anuencia de doña Úrsula. — ¿Qué van a decir nuestros allegados? ¡Estaremos en boca de todos!—apuntaba doña Úrsula, mujer de misa diaria y muy apegada a la moral católica más ortodoxa.

—Creo que vamos a perder para siempre a nuestro único hijo—- aludió seguidamente.

—Doña Úrsula le dijo en intimidad, a su hijo, con un ímpetu algo cargado de vehemencia, llena de gemidos y ademanes poco halagadores: ¡como dijo Horacio: “Odi profanum vulgus, et arceo”. (“odio al vulgo ignorante, y me alejo de él”)!

— ¡Hijo mío, esta joven nos va a crear el mayor conflicto de nuestra vida! Te separará  definitivamente de nosotros. Siento que te vamos a perder como hijo, el único que nos queda. Manifestaba con sublime congoja— Tu padre y yo, veníamos advirtiendo la gravedad de esta situación ¡Tú eres un hombre de cuna mucho más ilustre que ella!—Socialmente te vas a deslizar por un precipicio.

Esa familia, que llevaban una vida fácil, acomodada, privilegiada, no podía soportar que una sirvienta, procedente  de la plebe más humilde alcanzara, en su seno, el mismo sitio que ellos ocupaban por razón social. Mostraron una actitud infranqueable a todo razonamiento.

        ¡Sois unos clasistas—manifestaba Pepe— que menospreciáis y tratáis de humillar a cualquiera que desde sus orígenes modestos puedan alcanzar o insertarse en ambientes o familias que consideráis reservados a los de vuestra estirpe.

        Gregoria sintió un gran dolor en su corazón por ese desprecio clasista de los padres de José. Se sintió muy humillada y apretó la boca llena de ira y se insufló de silencio. Recogió sus enseres y se marchó al pueblo al lado de su tía Pascuala quien la había criado.

 Así fue. Pepe llevó adelante su decisión. Gregoria y él se marcharon de Madrid y se casaron en la más absoluta intimidad en la Iglesia de San Isidro, en el Real Cortijo del mismo nombre de Aranjuez, localidad donde se instalaron.  

 El amor triunfó entre ellos. Llegaron a tener cinco hijos varones.  El primero de ellos, Mariano (“nuestro soldado del Rif”), nació el  domingo 7 de octubre de 1899, en Aranjuez- como todos los demás- un pueblo de la provincia de Madrid.

Las relaciones entre Pepe y sus padres se acabaron para siempre. Éstos estaban llenos de vergüenza y resentimiento por la decisión de su hijo. La dureza de las relaciones sociales clasistas y tradicionales no permitía esas posturas ni admitían ese tipo de matrimonios.

Fue contratado para gestionar todo lo referente a su profesión en tierras del mencionado Cortijo de San Isidro y en fincas de  pueblos como Colmenar de Oreja, Chinchón y muchas otras situadas en las riberas del río Tajo (entre Madrid y Toledo) y del río Jarama. Proyectaba, dirigía e implementaba los servicios de información parcelaria, identificando, y evaluando las propiedades rurales de las que se ocupaba, así como proponía las mejoras oportunas   de su desarrollo. Actuaba también como perito de partes en los juicios y como asesor de problemas de confusión de límites y parcelaciones, entre otras tareas.

            Mariano Torreblanca tuvo una infancia alegre, jovial, como cualquier niño sano  de su localidad. Asistió al colegio y aprendió los conocimientos propios de la escuela elemental de aquellos tiempos. Sus hermanos de hecho también lo hicieron.

Mientras tanto, en 1909, durante el denominado Gobierno Largo de Antonio Maura, ocurrieron unos sucesos que conmovieron al país. Fue el conflicto bélico en el norte de Marruecos: “la trascendente guerra de Melilla.”, precedente bélico, en tierras del indómito Rif, de los acontecimientos del Desastre de 1921.

En el denominado Desastre del Barranco del Lobo, los rifeños, tras atacar a objetivos económicos y civiles, lo hicieron también a otros militares. Se trataba de afirmar la seguridad de la plaza de Melilla contra los continuos ataques de los marroquíes. Las tropas coloniales españolas reaccionaron y conquistaron Nador, Zeluán y el Gurugú.

Esta guerra dejó marcadas a muchas familias, mutiladas de amor y cariño para siempre, por la pérdida de esos seres queridos, soldados de varias levas anteriores, que reclutó el ejército y que allí, en esas tierras indómitas, dejaron sus vidas.

Célebre es la famosa canción que sobre estos hechos se compuso y que cantaba la gente del pueblo:

 

 

 En el Barranco del Lobo

hay una fuente que mana

sangre de los españoles

que murieron por España.

¡Pobrecitas madres,

cuánto llorarán,

 al ver que sus hijos

a la guerra van!

 

 

Ni me lavo ni me peino

ni me pongo la mantilla,

hasta que venga mi novio

de la guerra de Melilla.

Melilla ya no es Melilla,

Melilla es un matadero

donde van los españoles

a morir como corderos.

 

 

Lo que había pasado en el Barranco del Lobo (1909) era la consecuencia lógica de una autosuficiencia frívola por parte de sujetos desbordados de autocomplacencia (militares y políticos) sin ninguna empatía hacia los hijos del pueblo  que, a su vez, se creían amparados por una bandera que creaba muchos huérfanos, viudas y madres desamparadas.

Comenzaron a enlutarse muchas localidades encerradas en el dolor por la muerte de los seres más queridos. Los más privilegiados, los que no fueron reclutados por la leva, les exoneraron de luchar contra las díscolas y levantiscas  cabilas y harkas rifeñas. Los pudientes no  fueron a morir a esas tierras lejanas del Rif por la denominada “redención en metálico” (pagando 6000 reales se libraban de vestir la ropa militar) o por “la sustitución de otra persona” a la que pagaban o llegaban a un acuerdo. A los más pobres les fue imposible alcanzar estas actuaciones, constituyendo el grupo conocido como soldados de leva.

Pepe comentaba con Gregoria-porque afectó el tema a algunos de sus  familiares - que se decretó la obligación de la incorporación a filas de  20.000 reservistas de 1903-05, que comienzan a salir de la Península para África el 11 de julio de 1909.

Eran hombres maduros, la mayor parte perteneciente a la clase trabajadora,  que no tenían el caudal necesario para liberarse de la guerra pagando el dinero correspondiente.

—Los hijos de la poderosa derecha conservadora y adinerada compran la exclusión del servicio militar”— comentaba Pepe. Pero los pobres , jornaleros agrícolas e industriales van a derramar su sangre, dejando muchos de ellos viudas y huérfanos para defender las minas del Rif en Marruecos y los intereses de capitalistas como el conde de Romanones o los Güell. Estos soldados reclutados ya habían cumplido su servicio militar, se habían licenciado y la mayoría tenían obligaciones laborales y familiares.

Por la  Ley de 1.878 se generalizó para toda España el alistamiento obligatorio, aunque subsistieron los privilegios reseñados, a los que tan solo podían acogerse aquellos que poseían medios de fortuna e influencias caciquiles o políticas, situación que perduró hasta 1.912.

El rechazo popular a este conflicto ocasionó la convocatoria de una huelga general, promovida por anarquistas, socialistas y republicanos, produciéndose un conjunto de grandes  disturbios anticlericales, sin precedentes desde 1835, que estallaron en Barcelona, en la conocida como la Semana Trágica, que tuvo lugar desde el 26 al 31 de julio de 1909.

Gritos como “¡Abajo la guerra! ¡Que vayan los ricos! ¡Todos o ninguno!  Hacían clara referencia a las existentes desigualdades del reclutamiento para ir al conflicto.

Debido a estas desavenencias, se desencadenó una violencia sacrofóbica, especialmente en Barcelona, que pagaron de un modo directo iglesias, conventos y otras instituciones y símbolos religiosos., muchos de ellos incendiados.  El gobierno de Maura declaró el estado de guerra en la ciudad y ordenó al ejército sofocar las revueltas. El antimilitarismo y el anticlericalismo violento fueron dominantes, a los que las masas populares veían como enemigos de la libertad. 

La mayoría de la población se vio de pronto inmersa en un conflicto exterior, del que se sentía totalmente ajena, algo muy similar a lo que ocurriría posteriormente con El Desastre de Annual de 1921.

—Pepe, disertó con Gregoria que había leído en la prensa, en el casino del pueblo, que un tal Francisco Ferrer y Guardia, persona importante de la cultura, de cincuenta años, había sido fusilado en Montjuit sin ninguna prueba. Se le acusó de haber instigado los hechos de la Semana Trágica de julio de 1909 después de un juicio sin garantías a cargo de un tribunal militar. Fue condenado a muerte y fusilado el 13 de octubre de 1909.

—Se comentaba bastante en la calle, a nivel popular, lo que estaba ocurriendo en esto momentos en España—indicó Gregoria. Todo por esa maldita guerra de Marruecos. Mi primo Evaristo ha sido  movilizado y allí está jugándose la vida. A nosotros no nos interesa en absoluto esa guerra ni tampoco Marruecos.

(Gregoria no podía pensar que unos años más tarde, en 1921, su hijo Mariano sería movilizado para otra guerra similar y en el mismo sitio, en el Rif marroquí).

Evaristo Laredo y Gregoria eran como hermanos. Los había criado Pascuala. Evaristo, en una de sus cartas decía: 

 

Mí querida familia:

 Espero que estéis todos bien, yo lo estoy por ahora. Me acuerdo mucho de vosotros y, sobre todo de ti madre que estarás sufriendo mucho y que lo vienes haciendo desde que padre te dejó dos meses antes de vuestro  primer aniversario de bodas, y se fue al otro mundo. Siempre has sido una mujer luchadora y de hierro. Por eso ahora no te mereces que tengas ese sufrimiento por mí.

—Estos moros son gentes salvajes, bárbaros, que buscan sólo nuestra muerte. Unos tienen la piel cetrina otros son más blancos y algo rubios; visten túnicas negruzcas pardas o marrones, sucias  y haraposas. Son fanáticos muy fieros en el combate y emiten fuertes sonidos, como si fueran fieras, para impresionarnos.

—Parece que han nacido para matar. Para ellos, morir por Alá y alcanzar su cielo, es lo mejor que les puede pasar en esta vida.

— Vienen a miles para combatirnos y eliminarnos si es posible. La tierra tiembla bajo el trote acelerado de sus caballos-muchos de color alazán que corren a la velocidad del viento-  quedando envueltos en enormes nubes de polvo.

—La primera vez que entré en combate abierto a la bayoneta contra ellos, me estremecí de su fiereza. Al menor descuido te segaban el cuello con sus gumías. Vi estas atrocidades en compañeros que mataron cerca de mí  y  no pude socorrerlos. Es  algo atroz.

Las temperaturas aquí son infernales y además estamos realizando una aventura militar en un territorio sin recursos del agua necesaria. La sed nos persigue constantemente y nos produce un estado de ánimo maltrecho al tener que movernos entre unos valles cerrados por altas montañas donde se enconden los rifeños para acabar con nosotros.

—Pero bueno, sabré salir de ésta si la suerte me acompaña. — ¡Volveré a vuestro lado! Os lo prometo.

¡Os quiero mucho a todos y me acuerdo permanentemente de vosotros!

¡Muchos besos de Evaristo!

 

 

A los pocos días le llegó a Pascuala  una comunicación militar que decía:

 

        ¡Evaristo Laredo ha fallecido, en acto de combate contra los rifeños, en la falda del Monte Gurugú, con la alta dignidad de un soldado español! Reciba nuestras condolencias y pésame más considerado.

Firmado: Gómez Jordana, Francisco. Teniente General. Alto comisario de España en Marruecos.

 

Toda la familia quedó afligida y consternada apoderándose el luto de cada rincón de la casa. Una madre más lloraría por las secuelas de la guerra marroquí.

—Pascuala cerró la comunicación llorando a lágrima viva y dijo: ¡Rezaremos todos por tí, hijo mío, a quien tanto hemos querido y seguiremos queriéndote siempre porque nunca te olvidaremos. Sólo mueren los que quedan en el olvido donde tú no vas a estar nunca, al menos para tu madre. Creo que has alcanzado la cumbre de la vida: el cielo!

En Madrid las críticas a la guerra y al gobierno de Maura eran permanentes. Una de las tertulias habidas en el café Gijón con don Leopoldo y sus asiduos compañeros como Eduardo Liborio Herrera López, colaborador del periódico liberal-socialista La Mañana  quien comentaba:

—La sociedad española está consternada por el asesinato el pasado 12 de noviembre de 1912  del jefe de Gobierno don José Canalejas Fernández por un pistolero simpatizante anarquista llamado Manuel Pardiñas, Promovió  La ley de Reclutamiento y Reemplazo del Ejército aprobada por Real Decreto de 19 de enero de 1912, una norma legal que supuso una reforma del servicio militar en España y la implantación de la obligatoriedad de éste.

        Comentó don Leopoldo, como liberal, que Canalejas ha sido un gran presidente de Gobierno.

        Eduardo Liborio apuntó: era un hombre perteneciente a la burguesía ascendente y proveniente de una familia con grandes intereses en las compañías ferroviarias, incluidas las nacientes en el Protectorado marroquí.

Le sustituyó  de inmediato, a los dos días siguientes, el conde de Romanones quien dimitió posteriormente el 27 de octubre de 1913. Según él, Marruecos fue para España la última oportunidad de que España mantuviera su posición en el concierto europeo.

—Firmó con Francia la constitución del Protectorado de Marruecos el 27 de noviembre. Allí, en el Rif, donde tuvo muchos intereses en las minas de hierro con miembros de su familia, pero también allí murió, en 1920 su quinto hijo José, joven teniente de ingenieros, luchando contra los rifeños como veremos más adelante.

Romanones, como presidente del Gobierno, parecía que legalizaba la constitución de un espacio territorial colonial, que tantas desgracias y muertes trajeron  a los jóvenes españoles e incluso se llevó la vida un hijo suyo.

Cuando Mariano tenía catorce  años murió Pepe, su padre,  en un accidente  al caerse de un caballo desbocado cuando iba a la finca llamada de “Las Infantas”, cerca de Aranjuez, a realizar unas peritaciones agrarias. Esos terrenos fueron regalados por el rey Fernando VII a su hermano Carlos para que dispusiera de un lugar donde poder criar su propia yeguada.

Entonces la desgracia vino a llamar a las puertas de la familia. Gregoria pidió ayuda económica a don Leopoldo y doña Úrsula quienes sin llegar a conocer nunca a sus nietos, comenzaron a pasarles una exigua pensión de subsistencia. También miembros  del Cortijo de San Isidro les ayudaban mensualmente con algunas frutas y hortalizas. La incertidumbre se apoderó de la familia.

Dirigiéndose a sus suegros en una carta, les dijo:

 

—Su hijo Pepe ha muerto en un accidente al caerse de un caballo. Quiero que sepan ustedes que, en esta casa, vamos camino de una absoluta indigencia, si no recibimos ayuda alguna, ya que él era el que traía los medios para sustentarnos.

—Son ustedes abuelos de cinco nietos y dos nietas, algunos en edades muy cortas y no tenemos ningún medio de ingresos. Se nos está acabando el poco dinero que teníamos ahorrado.

¡No pido nada para mí pero si para estas criaturas que llevan su sangre. La necesidad y el hambre llamarán pronto a nuestra puerta si ustedes no palían con su ayuda nuestra situación!

Su hijo Pepe, desde el cielo, es testigo de toda nuestra realidad y así lo estará viendo.

 

Esas palabras llamaron al corazón de doña Úrsula, especialmente por sus creencias cristianas, sintiendo la necesidad de ayudar  a sus descendientes de los que desconocía su existencia.

            Don Leopoldo hizo las gestiones oportunas para que Gregoria tuviera una ayuda oficial según la Ley de Accidentes de Trabajo, el primer seguro social creado en España en 1900, bajo el gobierno presidido por Marcelo Azcárraga Palmero.

Mariano tuvo que comenzar a trabajar  en lo que salía. Hacía mandados para una sastrería, vendía pan en una tahona, trabajó de ayudante de jardinero en el Palacio de Aranjuez  y otras tareas poco cualificados hasta que se colocó de bedel interino en el Ayuntamiento de la localidad recomendado por un comandante del ejército en la reserva, cuyas fincas al lado del río Tajo las había gestionado José, su padre.

En África, por otro lado, las cosas no iban bien. El conflicto armado que se venía desarrollándose desde 1909 va a desembocar en una larga guerra posterior a raíz del tratado hispano-francés de 1912. Los rifeños volvieron de nuevo a una rebelión constante y masiva.

El Rif era un territorio homogéneo habitado por diversas tribus bereberes, entre ellas las de Beni Urriagel la más poderosa y poblada, a la que pertenecía el líder carismático Abd-el-Krim. De ella surgen dos importantes oponentes a las pretensiones colonialistas, los hermanos Mohammed y Hamed  Abd-el.Krim Jatabbi, famoso el primero por ser el artífice de la derrota española en Annual (1921), en principio aliado de España y luego un feroz enemigo al frente de las cabilas rifeñas a partir de mil novecientos veinte. Otro tanto ocurrió con el jefe cabileño Raisuri.

Revueltas, situaciones de inquietud, desestabilización y asesinatos, irán minando la ocupación española en Marruecos hasta desembarcar en los conflictos que se inician a partir de 1920.

En Madrid, esta situación iba poniendo en efervescencia  a la opinión pública sobre el tema.

Estaba muy presente en las tertulias, círculos de opinión e instituciones a las que acudía asiduamente don  Leopoldo quien  llevaba una vida desahogada cohesionada con intelectuales y élites de la vida madrileña. Seguía trabajando para el conde de Romanones con el que tenía una relación muy estrecha.

            En una de esas reuniones de tertulianos, concretamente en la celebrada en el Ateneo,  citó, como algo digno de años pasados, por su trascendencia, la labor histórica del aristócrata quien había incorporado el sueldo de los maestros  a los presupuestos del Estado, siendo ministro de Instrucción Pública en el gobierno de Práxedes Mateo Sagasta, iniciado el 6 de marzo de 1901. Una profesión a la que todo el mundo aludía por la fase “pasas más hambre que un maestro escuela” que quedaría por generaciones en el léxico de los españoles.

—En España, la incultura- señaló el tertuliano y escritor Alonso Diéguez con una voz arisca e imperante terquedad-, en un sistema donde impera el caciquismo, la ignorancia beneficia a los gobernantes, lo que  se denota con claridad, hoy en día, aunque se quisiera paliar esta situación posteriormente, en 1909 cuando se decretó la enseñanza primaria obligatoria!

Pasaban los años y la relación familiar de los Torreblanca era inocua. No existía ningún nexo entre ellos. Don Leopoldo comunicó a Gregoria que su esposa Úrsula acababa de fallecer el veinte de diciembre de 1918  de  tuberculosis, tras una larga temporada enferma de los pulmones, aunque al parecer pudo haberse contagiado, dada su baja inmunidad por la llamada Gripe española que entonces estaba vigente, y que afectó a mucha gente.

A pesar del distanciamiento afectivo del parentesco, Gregoria pidió a Mariano, como hijo mayor,  si tenía intención de asistir al funeral de su abuela que se celebraría el 26 de enero, representando a la familia

— ¡Sí, iré   y así conoceré a mi abuelo Leopoldo!

Hicieron un esfuerzo económico y Mariano cogió un tren en la estación de Aranjuez desplazándose a Madrid donde su abuelo mandó un taxi a buscarle a la estación de Mediodía para recogerle y llevarle hasta el domicilio familiar.

Nada más ver a Mariano pasar por la puerta, un joven de dieciocho años, con un gran parecido  a su padre Pepe, don Leandro vio la viva imagen de su hijo en su nieto y se emocionó. Le abrazó y besó insistentemente, aunque no le conocía, pero el corazón era el que guiaba sus sentimientos, mientras sus lágrimas se apoderaban de su cara. Le miraba y miraba agarrado a sus hombros y le dijo:

—Veo en ti la imagen de tu padre, Pepe, mi hijo querido, un joven modélico hasta que ocurrió lo que ocurrió. Pero este no es el momento de esos análisis.

Mariano le contó todo lo que quiso oír  don Leopoldo sobre su madre, hermanos y hermanas. Éste, inmerso en una diáfana congoja, no quitaba la vista a su nieto que tenía un aspecto noble y cercano. Era la imagen de su último hijo fallecido.

—Le habló de sus dos tíos, Edmundo y Servando, que fallecieron en circunstancias muy diversas de quienes Mariano no conocía su existencia. Gregoria nunca le habló de sus tíos. No los conoció personalmente. Ella entró a servir en la casa de quienes serían luego sus suegros después de la muerte de Servando.

Mariano se quedó apabullado al ver cuantiosa gente, elegantemente vestida, que asistía  al funeral de su abuela, celebrado en la iglesia de San Francisco el Grande de Madrid. Se quedó atónito al ver la grandiosidad y belleza de la iglesia. La vista se le iba de un lado para otro, quedando estupefacto con todo lo que examinaba.

Observaba desde el primer banco cómo la gente les decía a don Leopoldo y  a dos hermanas de doña Úrsula, al darles el pésame, frases como: ¡Te acompaño en el sentimiento… Mucho ánimo, lo siento mucho. ... Nos ha dejado una gran persona, estamos muy afligidos por  su pérdida! ¡Es una pena pero ahora está en un lugar mejor! Todos esos decires eran puros formalismos de paso, similares a los de cualquier funeral.

            Ataviado con un traje propio de un chico joven provinciano estaba apabullado y algo aturdido por un ambiente  totalmente ajeno a él. Observaba pusilánime como algunas de aquellas gentes de la alta burguesía, altivas y muy arrogantes, le miraban de reojo, algunos con cierto aire displicente, incrédulo, mientras cuchicheaban constantemente.

Me sentía algo asustado, desplazado, como aturdido en aquel templo tan impresionante, mientras mi abuelo atendía a sus compromisos. Me coloqué en una esquina cerca del altar, debajo de una estatua de San Francisco de Asís que parecía abrigarme en esa momentánea soledad.      

Todos los allí presentes conocían a mi padre, ninguno me preguntó por él.

Una de las hermanas de mi abuela, que al parecer se llamaba Rosario- porque no fuimos presentados- se acercó a mí con un cierto aire arrogante, me miró de arriba a abajo durante unos segundos  y me dijo en una rápida brevedad:

— ¿Tú eres el hijo de José, mi difunto sobrino? —Te pareces a él pero tu padre era depositario de una descendencia más pura, más distinguida. —Yo le quise mucho, fue mi sobrino preferido—Se distinguía por su cordialidad, amabilidad, inteligencia y cercanía. A veces me acompañaba en mis paseos. Me daba vida.

—Pero se echó a perder enamorándose de tu madre, la sirvienta.

Mariano cogió aire y se tragó la saliva, miró para otro lado. Se sintió herido por las palabras de esa arpía  a quien no había visto nunca.

—Al despedirse de mí, me dijo ¡Suerte! Dejó caer sobre  su rostro un velo negro calado que llevaba puesto, se dio la vuelta dándome la espalda y se marchó de mi lado, dirigiéndose  al encuentro con mi abuelo.

Para huir de aquel tumulto y de familiares que no conocía, de sus miradas tensas y alargadas, me dispuse a transitar por la iglesia recorriendo sus capillas y disfrutando de su belleza.

Terminadas las exequias, Mariano, haciendo un gran esfuerzo de educación, se despidió de sus tías sanguíneas, mujeres frías, fervorosas católicas, muy cursis y mojigatas  así como  de algunos primos- con una ligera sonrisa de compromiso- mientras se separaba silenciosamente de todos. Jamás volvería a verlos.

Don Leopoldo y él - se marcharon a su domicilio, en la Avenida Conde de Peñalver (hoy Gran Vía). Aquellas mujeres veían a Mariano como un producto del pecado. Él disperso en el ambiente, no quería sentirse culpable de invadir su privacidad ya que  por sus gestos y actitudes mostraban con holgura que no le aceptaban como sobrino.

Al día siguiente, Mariano se despidió de su abuelo al que no volvería ver jamás. Se entristeció por el tono herido que emitía don Leopoldo en la despedida. Ambos se dieron un abrazo entrañable humedecido por las lágrimas que les brotaban.

Allí, se acababa definitivamente la conexión familiar, con aquel breve encuentro.

                                                        

 

                                                      

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                      CAPÍTULO III

                                                      Camino de Melilla

España estaba en guerra con Marruecos. El Rif era el campo de operaciones. Un conflicto intermitente que venía, en sus orígenes, de la conocida como Primera Guerra de África (1859/1860) durante el reinado de Isabel II bajo el denominado “gobierno largo” de uno de los militares metidos en política ( “espadones”) más célebres: el general O´Donnell. Posteriormente hubo otros conflictos como la conocida  Guerra del General Margallo o Primera Guerra del Rif, entre 1893 y 1894 contra las tribus o cabilas que rodeaban Melilla y en 1909 la guerra  más relevante, hasta ese momento, denominada El  Desastre del Barranco del Lobo.

Con estos recuerdos tan tristes y cruentos, la sociedad española llega a los años veinte muy alejada de la alegría, por ejemplo de Estados Unidos y otros países donde se celebraban los “Felices años veinte” o los años locos. Así ha pasado a la historia

 En España se vive una época de caciquismo político en una sociedad polarizada entre proletarios,  jornaleros desarraigados y señoritos burgueses. En muchos lugares permanece la pobreza, la miseria e incluso el hambre amparadas por el afilado y añejo analfabetismo. Su nivel, en 1920, superaba el 65% y más del 60% de la población en edad escolar se encontraba sin escolarizar. La inversión en educación por habitante era cuatro veces menor que en Francia e Italia, cinco que en Gran Bretaña y diez que en Estados Unidos.

En esta situación, con una guerra colonial muy importante, la del Rif, que había comenzado en 1911 y terminaría en 1927, muchos españoles fueron llevados a la muerte, en conflictos como el Desastre de 1921  o la famosa retirada de Xauen, en 1924.

Es a partir de 1.912 en que la circunscripción es universal, entendiéndose que todos los jóvenes nacidos en un mismo año son soldados, solo la "suerte" o las exenciones por causas físicas o algunas sociales, les puede librar de tal condición.

En las Cajas de reclutas, mediante sorteo público tenía lugar una terrible lotería: a cada uno de los mozos del contingente anual les atribuía un número de orden, designando para el cupo de las Plazas del África del Norte, Protectorado de Marruecos y África Occidental Española (Ifni y Sahara) .Era un verdadero sorteo de riesgos porque te podía ir la vida con esa suerte ciertamente diabólica.

Las mayores penas, existentes para los mozos era sacar un número bajo en el sorteo, entonces su destino era África, la guerra.

Las familias de los reclutas rebosaban de miedo e incertidumbre ante la posibilidad de que sus hijos y allegados pudieran ir al Rif, y en concreto a Melilla, a la desgarradora y cruel guerra que existía en ese entorno, porque allí podían encontrar la muerte en plena juventud, como así fue la de  muchos miles de mozos, pobres, iletrados , instrumentos de las clases dominantes, obligados a defender con su vida ese “ imperio africano”, que a nadie importaba , excepto a grandes capitalistas y militares africanistas.

Eran palpables en la sociedad española aquellos pundonorosos miedos que se extendían por las ciudades, pueblos y aldeas, donde se sucedió una resistencia pasiva sin ningún éxito. Era una situación repudiada por toda la sociedad, especialmente por las clases sociales más bajas, llegando el hambre y la miseria a azotar a ciertas  familias que se quedaban sin la mano de obra productiva que les solucionaba o ayudaba en el sustento.

Los nuevos soldados estaban sujetos a los principios más importantes de la citada  ley de 1912 como era la universalización del servicio: una distribución equitativa de la carga que suponía el servicio militar y la incorporación de todas las clases sociales a la milicia.

Para servir en el ejército se requería ser español y varón. Existía la exclusión física con una altura inferior a 1,50 metros y un peso por debajo de 48 Kg. La duración del servicio activo se establecía en tres años. Igualmente  se instauraba expresamente la eliminación de la redención en metálico. Esta supresión no supuso una igualación completa del cumplimiento del servicio, pues se instauró la figura del Soldado de cuota que aunque no suponía librarse del cumplimiento del servicio, sí significaba que se podía acortar su duración y mejorar las condiciones en que se desarrollaba, con el pago de dinero. Con el abono de mil pesetas el servicio se reducía a diez meses y con el pago de dos mil pesetas se limitaba a solo cinco meses. El servicio militar, en su extensión, tenía una duración total de dieciocho años,

Para Mariano, nacido en 1899, había llegado la hora de hacer el servicio militar y en febrero de 1920 es llamado para seguir los trámites de tallado y medida en el ayuntamiento de su pueblo Era el primer paso en firme para iniciar su milicia.

            El mecanismo de reclutamiento se iniciaba por el gobierno, quien fijaba el número de hombres para cada quinta y los distribuía entre las provincias. Posteriormente, las diputaciones provinciales se encargaban de repartir entre los ayuntamientos el cupo que correspondía a la provincia, según el volumen de su población. Además, controlaban los reclutamientos de los municipios y entregaban los quintos a la Caja  Provincial. Por su parte, los cabildos realizaban un padrón general de los habitantes del municipio, a partir del cual se establecía el alistamiento de los mozos que se encontraran en situación militar por su edad y aptitud.

            Al cumplir los mozos la edad indicada por la ley, debían inscribirse en las listas municipales en cuya jurisdicción residían ellos o sus padres y posteriormente se realizaba el sorteo.

Entre 1859 y 1930 hubo una gran  oleada migratoria donde muchos jóvenes se marcharon a América, especialmente en los años veinte, coincidiendo con el recrudecimiento de la beligerancia colonial en Marruecos, intentando escapar del servicio militar, para lo cual se tomaron las medidas pertinentes y se procedió a la persecución de los prófugos.

Tras  la ley de  1912, el alistamiento de los mozos, todos  con 20 años, se realizaba en enero. El sorteo general tenía lugar en todos los pueblos en  el mes de febrero Se realizaba a puerta abierta, ante el Ayuntamiento y en presencia de los interesados. Se leía el alistamiento rectificado y se escribían en unas papeletas iguales, los nombres de los mozos.

En otras papeletas también iguales se escribían con letras tantos números como mozos había que sortear. Se introducían en bolas similares y éstas en dos globos (uno para los nombres y otro para los números) y se realizaba la extracción. Todo ello se iba apuntando en un libro específico donde el secretario debía extender el acta del sorteo "con la mayor precisión y claridad anotando los nombres de los mozos y su correspondiente número, en letras. Posteriormente se leía públicamente  el acta y se firmaba por los miembros del Ayuntamiento y el Secretario.

La "suerte" de los quintos estaba echada según fuera su número alto o bajo. Se imponía en unos la alegría y en otros la tristeza. Cuando termina el acto la mitad de la población está herida de muerte, quienes han sido elegidos para la desgracia. Ir al servicio militar desde 1920 o 1921, equivalía a arriesgar la vida a cara o cruz. Corrían dichos como éste:

"Diez mozos a la quinta van, de diez cinco volverán", "Quinta, enganche y escorpión, muerte sin extremaunción", "Quinto sin rescate, muerto sin petate,",

Un elemento festivo-social  atribuido al sorteo serían las “fiestas de los quintos”. Éstas se celebraban sobre todo en el ámbito rural. El medio urbano no facilitaba normalmente este tipo de demostraciones festivas por la dispersión que puede suponer la elevada cantidad de habitantes y la diferenciación-disgregación existente como consecuencia de los diferentes lugares de trabajo con problemáticas muy diversas. A lo sumo, en la ciudad sólo existía la costumbre de despedir al quinto, con sus amigos y/o familiares más íntimos.

"Después los jóvenes soldados se reunían, y para divertir la tremenda desolación que llevan en el fondo del alma. Sonríen y parecen contentos (...) Pasan unos dos o tres días de alegre algazara, y en todas partes los dejan hacer todas las locuras que quieren, como se da a los que van a  morir, todos los gustos, por más extravagantes que sean".

El servicio militar de los menos afortunados en estos momentos, significaba el alejamiento de los seres más queridos durante al menos tres años que duraba la leva o quizás para siempre.

Por ello, cuando comenzaba la operación del llamamiento y declaración de soldados se daban muchas  impugnaciones que en la mayoría de los casos, no se podían comprobar y no surtían efecto. Éstas eran más abundantes entre los números más bajos que eran los destinados a África, donde había una guerra crónica. Eran aceptadas algunas como la necesidad de mantener como hijo único a su madre viuda y pobre, ser hijo de sexagenario pobre, hijo de viuda o impedido en situación de pobreza

             Por su parte, los más pudientes tenían soluciones económicas, pero a los más pobres no les libraba nada que no fuera marcado por la Ley y, en muchas ocasiones sólo les quedaba situarse fuera de ella. Estos eran los “mozos-prófugos” que, declarados soldados por el Ayuntamiento respectivo, no se presentaban personalmente al acto de clasificación y pretendían esquivar el servicio militar antes de su ingreso en Caja.

Entre otras acciones para evadir la mili, algunos llegaron a realizar la mutilación voluntaria de un miembro para ser declarado inútil. Era un recurso extremo, pero no desconocido. Las inutilizaciones podían ser de diversa índole, provocando un defecto físico o enfermedad que impidiera ser alistado. De todas maneras, las exclusiones y las excepciones eran el mecanismo más habitual de no realización del servicio militar, atendiendo a las posibilidades legales existentes.

            Mariano, en ese maldito sorteo anual en la caja de reclutas, sacó el número siete y fue destinado concretamente  a Melilla.

Las cajas de reclutas solían estar en capitales de provincia y localidades que eran cabeza de partido. Aranjuez lo tenía todo. Posteriormente se establecía el destino a los distintos cuerpos.

Cuando fue medido dio una estatura de 1,72 cms, muy alto para la época, cuya media normal era aproximadamente de 1,60 cms. Los reclutas con mayor estatura se reservaban para ciertos cuerpos,  como artillería e ingenieros (zapadores).

Cumplimentados todos los trámites que exigía el Estado Mayor del Ejército, debería coger el tren el día 22 de febrero de 1921 en la estación de Aranjuez junto a 40 mozos más de los pueblos de alrededor que como él, iban camino de Málaga donde  embarcarían más tarde con dirección a Melilla, una vez realizadas las oportunas alegaciones y reclamaciones, todo definido y sentenciado.

Sólo fue a despedirle su hermano Patrocinio que trabajaba como mozo en esa estación. Su madre y hermanas lloraron desconsoladamente la despedida. Todos pensaban que podría morir. Mariano prefirió que se quedaran en casa.

Se desplazó hasta la estación en el autobús urbano “La Veloz”, porque su domicilio estaba justamente a las afueras. El eco de la guerra en Marruecos llegaba a todos los rincones de España que poco a poco se cubría de luto.

En ese autobús, al que también llamaban “el correo” trabajaba un cobrador llamado Tasio Cerezo, amigo de Mariano, unos años mayor que él, con quien había ganado en Aranjuez varios campeonatos de mus.

  — ¡Pero Mariano, tú por aquí!— le dijo Tasio— ¿Dónde vas tan ataviado?

  — Camino de Melilla —le contestó.

  — No me fastidies, con la que hay allí liada.

  — ¡No, no me pagues el billete! Tómate una cerveza a mi salud— Espero verte pronto de vuelta. Te necesito para los campeonatos de mus. La próxima vez ganaremos en Madrid.

  — Tendrás que esperarte tres años y a ver si puedo volver vivo—apuntó Mariano.

Cando llegaron a la estación ferroviaria, el amigo cobrador le dio un abrazo muy fuerte y le apostilló con los ojos algo mojados:

  — ¡Mariano, mi gran amigo, prométeme que volverás!

  — ¡Prometido queda!

Éste se alejó silenciosamente de “la Veloz” y de su amigo, con un aspecto circunspecto sin volver la vista atrás. Llevaba atados el ánimo y el estómago.

Unos ochocientos reclutas cogieron ese día el tren en la estación de Mediodía (luego conocida como Estación de Atocha). Mariano y sus compañeros viajarían en el número  dos, de los cuatro que ese día salían camino de África. Eran de tracción de vapor, mal equipados, anticuados, vetustos, lentos, poco confortables con asientos de madera, donde se hacinaban a los soldados en un  viaje que resultaba largo, duro y penoso.

Patrocinio, su hermano, que había nacido detrás de él, al que la familia  llamaba “Patro” le alentaba y se sentía orgulloso porque su hermano mayor  fuera a luchar por España contra los malditos moros.

 Se trataba de una bellísima persona pero “le faltaba un hervor”, era un poco “lelo”, limitado mentalmente. Estaba convencido que Mariano regresaría sano y salvo convertido en héroe.

—Le dejaron marcado los rumores  que corrían por bares, tabernas y centros de reunión, comentando que ir a Melilla y a la guerra del Rif, era sinónimo de quedar allí sepultado.         

Patro tenía espíritu militar y era un fervoroso seguidor de la Legión o Tercio de Extranjeros, como se la denominó en su origen, fundada por Millán Astray  el 28 de enero del año anterior, militar al que admiraba junto a Franco. Era una persona más bien indolente, menos para exaltar el espíritu militar que se le había metido hasta en los huesos. Solía caminar muy recto, remangado hasta el antebrazo aunque hiciera frío, sacando pecho y mirando siempre hacia el horizonte.

Llevaba con él siempre un recorte de periódico que hablaba del  nacimiento de la legión  y un pasquín en el que un soldado llamaba a unirse al Tercio de Extranjeros: «¡¡Españoles y extranjeros!! ¡¡La Legión os espera!!

Tal es así que Patro se enamoró de la idea de ser legionario. En sus labores profesionales en la estación de Aranjuez, conoció un gran tránsito de jóvenes de todo tipo que iban a alistarse a algún banderín de enganche establecido en Madrid y eso le motivó profundamente. Era un joven de dieciocho años, con despavoridos cambios de carácter que a veces le hacían ser portador de una inestabilidad emocional y de un “mal vino” como se decía en la época.

Sin comentarlo con la familia y acompañado de su mejor  amigo-Manolo “el escopetero”- quien desempeñaba estas funciones de guarda en la citada estación y  con quien compartía sus mismos ideales. “Lolo”, como le llamaban los amigos- era también algo corto de mente pero muy tirado “palante”- se dirigieron al centro de reclutamiento legionario que había en el barrio de  Vallecas, en la calle Picos de Europa, personándose en la oficina. Sentían pasión por “el chapiri”, el correaje, las botas altas  y el resto del uniforme verde.

El nivel cognitivo de ambos era palpable y no fueron admitidos en El Tercio, lo que  a Patro le produjo  un fuerte bochorno y  resentimiento, un cierto dolor moral como consecuencia de esa ofensa que según él había sufrido. No lograba olvidar el agravio que sentía una y otra vez, acompañado de rencor y hostilidad hacia quienes causaron el daño que le produjo la exclusión de pertenecer a su admirado cuerpo militar.

 Pero pronto Manolo y  Patro superaron ese rechazo. Continuaron con sus trabajos rutinarios en la estación de Aranjuez , y su otra actividad paralela de cazadores furtivos de caza menor y aves acuáticas del Tajo que vendían solapadamente - a un precio atractivo-, a los viajeros de los trenes, y transeúntes que iban expresamente a buscarles solicitando la mercancía. Era otra forma de ganarse la vida.

Mariano y Patro, junto a otros reclutas que iban llegando a la sala de espera, de la estación, se aposentaron en un banco lateral y saludaron cordialmente a los que allí ya se encontraban.

Muchos de los reclutas que iban destinados a África no habían salido nunca de sus lugares de origen. Sus padres y familiares no podían entender que se llevaran obligatoriamente a sus hijos a una guerra, que se desarrolla en un sitio lejano del que no conocían su existencia. Jóvenes raptados de su vida cotidiana, de los quehaceres que la llenaban día tras día, para ponerse al servicio de los intereses y ambiciones de algunos, de los de arriba.

Enseguida comentaron los mecanismos de castas (como si todos no fueran iguales) que había para que los más pudientes se libraran de ir donde iban ellos: la cuota, que hacía que el dinero marcara las diferencias hasta para ir a la guerra creando                       odios y antipatías. Igualmente estaba como procedimiento diferenciador el de la permuta, sustituyendo un hombre a otro, que en el caso de Marruecos traería a los voluntarios la muerte.

Comentarios de prensa de esos momentos, incidían en que algún joven, en edad cercana para hacer el servicio militar con muy baja capacidad cognitiva-conocidos entonces como  “subnormales”- eran ofrecidos como voluntarios, a cambio de dinero, para hacer alguna sustitución de un soldado, especialmente en África. Con ello, la familia, además de obtener un buen beneficio, lavaba la imagen de su hijo que pasaba a ser considerado un “mozo más brillante”.

La solidaridad entre aquellos jóvenes, que no se conocían de nada, fue rápida y plausible. Comenzaba a unirles la incertidumbre de lo desconocido que les esperaba: parece que intuían sus futuras calamidades e incluso la posibilidad real de la muerte. En el fondo escondían el dolor de la separación familiar, el rumbo a lo desconocido y la perplejidad  por todo lo que les rodeaba.

La imagen de aquel grupo era muy diferente: unos con caras bajas, otras no,  Algunos se arropaban en una falsa alegría, camuflando su enfado, desconsuelo e impotencia resignada, era lo más común. Una forma cobijada y quizás la más elemental, de afrontar  esos sucesos negativos que les salpicaban tristezas y expectativas frustradas de futuro. Intentaban superarlo con  gran capacidad de adaptación y espíritu de superación sacando fuerzas de donde no había, que intentaban sofocar con un estrés oculto.

Muchos de ellos habían llevado hasta ahora una vida llena de obstáculos y dificultades, comúnmente, sin el más mínimo bienestar personal. Ahora se sentían sobrepasados para hacer frente a las situaciones que se veían obligados a afrontar.

            El interés común  que les deparaban las circunstancias que estaban viviendo e iban a vivir, comenzó a disponerlos a crear una amistad que en algunos casos sería  para toda la mili, y que sólo les separó la muerte o los diferentes destinos en el Rif.

Esbozos de tertulias, a veces incoherentes, salían de los corazones de aquellos reclutas jóvenes, haciendo que esos momentos, donde casi ninguno disponía de la tranquilidad normal de espíritu, se convirtieran cínicamente en situaciones algo gratas compartiendo todo o que llevaban.

Trataban de disimular la intriga y el miedo que tenían porque los ecos de la opinión pública y de los decires tan  inquietantes, en los mentideros urbanos y rurales, lo llevaban grabados en sus mentes.

Mientras asomaba y producía silencio el cielo nublado y oscuro del potente frío del amanecer, en esa sala de espera todo se paralizaba por el cansancio.

La oscuridad nocturna, en aquellos andenes de la estación, daba lugar a un ambiente algo tétrico, donde de vez en cuando hacía su entrada en la estación algún “tren de mercancías” o de pasajeros.

Aquellos bisoños militares hacían gala de su peculiar algarabía dicharachera aunque estaban vencidos por el cansancio. Tenían conciencia de que iban a ser carne de cañón en un lugar remoto de África.

 Sucedería que la tierra inhóspita que les esperaba, sería regada con la sangre de miles de españoles como ellos, corriendo a manantiales por los barrancos y las tierras estériles y calcáreas de aquellos lugares lejanos donde muchos de ellos dejarían allí sus vidas doblegados a la fuerza por las oligarquías dominantes y los medallistas militares.

Cuando parecía que la situación se serenaba, Mariano les requirió  que ya era hora de que se presentaran para salir de ese anonimato en el que estaban envueltos y así se dispusieron todos a hacerlo, el primero él:

—Mi nombre es Mariano Torreblanca Laredo, vivo aquí, en Aranjuez .Trabajo en el Ayuntamiento. He sido destinado a Ingenieros.

Casi todos conocían los pueblos de donde procedían unos y otros.

—Por el apellido, igual eres familia de don José el ingeniero agrimensor que se ocupaba por estos parajes de la gestión de muchas fincas. Un gran hombre—apuntó Casimiro Barrios, natural de Chinchón y agricultor. Iba destinado también al cuerpo de ingenieros.

—En efecto, apuntó Mariano. Era mi padre. Murió tras un accidente al caerse  de su caballo que se desbocó inesperadamente al excitarlo con la fusta, no pudiéndose hacerse con él.

—Yo me llamo Germán Espinosa y vengo de Mora de Toledo. Trabajo como asalariado de una bodega. Mi destino es artillería.

—Ahora me toca a mí—dijo Cipriano Gabán. Soy de Ocaña. Tenía pinta de campechanote y dicharachero— Todos me llaman “Bucéfalo” porque me encantan los caballos y su cría;  de ello vivo. Voy destinado a caballería lo que me complace mucho.

Así se fueron presentando todos, uno a uno, con cierto gracejo la mayoría, y otros muy compungidos, de los treinta y dos mozos que allí se encontraban. Algunos iban acompañados de familiares. Faltaban ocho que se incorporaron un poco más tarde.

Patro, con cara de asombro y la boca abierta, oía y escuchaba silencioso todo lo que allí se relataba. En un momento inoportuno, se levantó con firmeza de su asiento y con su aspecto disimulado de “tontinaca”, llamó la atención de todos gritando: ¡Viva España, ¡Viva la legión! ¡Vivan todos vosotros!— Mariano le mandó  cariñosamente callar y que se serenara.

—Patro se manifestaba con cierta frecuencia con modales y sentimientos confusos que le excitaban, porque sentía ser una voz que nadie escuchaba.

El tren tenía su entrada a la estación de Aranjuez a las diez de la mañana. De ese grupo sólo regresaría, del calvario que les esperaba en Marruecos algún afortunado, pues muchos de ellos donde morirían a tiros, degollados por los moros o por alguna enfermedad, en ese infernal destino. En 1921, Marruecos era una verdadera losa que cubriría la tumba de muchos soldados españoles.

Todos llevaban su hoja de movilización que les permitía viajar por ferrocarril a cuenta del Estado, además  de ser socorridos con 0,75 pesetas diarias como ayuda para otros desplazamientos  hasta los lugares previstos de movilización y comida. Todo según la ley de reemplazo de 1912.

En su artículo 241 establecía que, “a partir de las fechas en que los reclutas hayan sido destinados a las unidades orgánicas del Ejército y revistados como pertenecientes a las mismas, tendrán derecho al haber y pan que, como reclutas  en filas les corresponden”.

Una vez que iniciaban la marcha haca África ya eran considerados soldados y pertenecían al estamento militar. Para  muchos de esos mozos era la primera toma de contacto con un mundo diferente en el que vivían. La mayor parte de ellos procedían de hogares campesinos

Su destino terrestre final era Málaga, donde embarcarían posteriormente para Melilla.

Paralelamente la prensa recogía el eco que en casi toda España tenía el denominado “aguinaldo del soldado”, destinado para ayudas  de estos novatos en la milicia. Se hacían en metálico para ayuda de las tropas en Marruecos. (Era una práctica antigua que provenía desde Roma: hacía referencia a los regalos monetarios otorgados a los soldados de las legiones romanas o a la Guardia Pretoriana por los Emperadores). Y así se fue repitiendo esta práctica a lo largo de la Historia.

El día 18 de enero se inauguraba, precisamente, una nueva línea de vapores, que sería la que desplazaría a todos estos reclutas entre las ciudades  de  Málaga y Melilla, distantes aproximadamente unas 115 millas marítimas.

El tren procedente de Madrid hizo su entrada en la estación de Aranjuez a la hora convenida. Una gran humareda y potentes silbidos de la máquina de vapor  anunciaban su presencia. Cuando paró en el andén, el alborozo y las voces de los reclutas que allí viajaban eran insistentes y desproporcionadas. Uno de los vagones llevaba una pancarta reflejada en una larga sábana blanca que decía: “el tren de la muerte a Marruecos”, lo que todos se tomaban con cierto gracejo. Era el 28 de febrero de 1921.

Mariano y sus compañeros formaron en una fila con sus enseres, mientras que un soldado veterano y una especie de cabo de varas, un hombre bruto e irreverente, con un vientre que le llegaba hasta debajo de la barbilla,  se situaban en la entrada de un vagón donde les iban a instalar.

Fueron subiendo uno a uno mientras les pedían la hoja de movilización y el carné de identidad. Todos conocían a qué cuerpo iban destinados. Fue un proceso lento pero necesario para el control de cada uno de ellos.

— ¡Vamos, chillaban!— ¡Esto hay que hacerlo a escape!

Así se iban confeccionando los listados que irradiaban desde las cajas de reclutas y que se entregaban a MZA (Compañía de los Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante), para que el ferrocarril elaborara las necesidades de rancho y demás recursos de alimentación y avituallamiento, en general, necesarios para el traslado de los reclutas entre Madrid y la citada ciudad andaluza.

— Llevábamos una manta, un plato,  un vaso de estaño y una cuchara para ayuda de nuestro sustento. Los poníamos en acción, para comer y cenar, en las estaciones que hacíamos paradas El  primer objetivo que nos marcaron  era llegar cuanto antes a la ciudad de Córdoba. Había antes una parada en Baeza, considerada asimismo una “estación de alimentación” donde nos dieron a los reclutas el rancho y demás alimentos.

— ¡Esto no ha quien se lo coma!—  apuntó Breixo Vázquez, un gallego de  la localidad de A Veiga, próxima al embalse de Prada y de profesión  pastor de ganado vacuno.

—Yo me hago mis guisos cuando llevo a pastar al ganado por las inmediaciones de Peña Trevinca y me alimento con todo lo que naturaleza me ofrece de forma gratuita. Teníais que ver que parajes tan maravillosos y qué aguas cristalinas corren por allí. — ¡Abres la boca para respirar y te llenas de salud! Igual que lo que nos espera en el Rif, dijo con cierta ironía

— ¡Mirad ¡Os voy a enseñar a mi Penélope. Se echó mano a la cartera y sacó una foto. Pensamos todos que era su novia o su mujer.

Pero, no era una vaca. La mejor de su ganado, criada con mucho esmero por él. Su leche era inigualable—nos decía.

Nos echamos todos a reír y algunos le decían barbaridades—Breixo seguía las bromas, era dicharachero y ocurrente. No se enfadaba por nada.

—Un asturiano, Pelayo Ramírez, estudiante de medicina, comentó: ¡Si yo os contara de mi tierra! Soy de Bandujo, uno de los lugares de origen medieval mejor conservado de todo el entorno rural asturiano. ¡Os invitaré a todos a mi casa, si volvemos vivos, y probareis “las fabes” que hace mi madre ¡Están para morirse!

—Como en los destinos que vamos a tener, nos “servirán a la carta”, no dejes de pedir un buen plato y compara—apuntó Mariano. El grupo se echó una vez más a reír.

Un recluta tosco y algo sucio viajaba al lado de Mariano. Se llamaba Rufino Cabero y era natural de la localidad madrileña de Buitrago de Lozoya e iba destinado a infantería. Abría la boca permanentemente, repasándose los labios con la lengua una y otra vez, tratando de paliar la aparente  sequedad que le proporcionaba su zozobra. Sus cejas bien pobladas le servían de dique para amortiguar el permanente sudor que salía de su frente.

Otra persona entrañable a la que conocí e hice buena amistad con él fue Miguel Cerceño, natural de Carboneros (Segovia), proclive a las ideas anarquistas. Trabajaba en Madrid de” mozo cuerda o mozo de cordel”, haciendo recados y llevando bultos a sus costillas de un lado para otro. Había sido siempre un joven con ojos ávidos de deseos y muy jocundo. Se convertiría en un ingeniero zapador muy vigoroso y un  trabajador infatigable.

   Me comentaba, este hombre fuerte y rudo, que  se situaba en las esquinas de calles concurridas y ofrecía sus servicios en plazas, mercados, estaciones de transportes, que por allí hubiera.

  — En estos lugares me pongo a disposición de quienes necesiten mis servicios para acarrear bultos, paquetes y carga pesada, en general; es un trabajo duro, pero nadie me manda y sólo dependo de mí mismo. Llevo ya cuatro años en esta actividad y no se me da mal. También poseo una carretilla  y un carretón de madera por si son necesarios para cargas amplias. (Mariano no había oído jamás hablar de estos quehaceres urbanos).

—A mí la vida en la capital, no me la regalan. Paso por  dificultades muy grandes, especialmente originadas por el frío, el calor o la lluvia— aseguró.

           Entre los pitidos, ruidos y traqueteos del tren, apenas podíamos hablar unos con otros, si no era con un tono algo elevado.

Miguel decía que para él, aquella situación era como si su vida se hubiera nublado, envuelta por una gran pesadilla. Sus cejas ligeramente arqueadas y la excitación que reflejaban en sus ojos, daban fe de sus convicciones.

Así podríamos ir describiendo muchos prototipos variopintos que esos novatos de la milicia, esos soldados de leva, mostraban. El ambiente que se vivía  en ese  tren - por cierto tremendamente incómodo-era altamente diversificado. Se trataba de  un tren más al servicio de esa pesadilla trágica en la que ya estábamos inmersos.

En un departamento contiguo al mío, varios compañeros jugaban con naipes a la carteta, la brisca o los ocho locos. Trataban de quemar el tiempo del viaje tan largo.  Uno de ellos daba voces muy a menudo porque ganaba, era un jugador de esos con suerte. Su imagen era chulesca y similar a un fanfarrón perdonavidas. Los demás lo aceptaban y le daban cuerda.

Las incomodidades que nos envolvían, impedían dar una cabezada, aunque los más agotados lo conseguían e incluso roncaban como serradoras canadienses, quizá por el exceso de vino y otros licores que habían ingerido hasta ese momento. A unos –la mayoría-  se les confundía la mente, inmersos en la tristeza, y a otros-los menos- les alegraba el corazón.

Miguel enmudeció de pronto. Quería taparse las lágrimas y el dolor que sentía en su interior. La boca se le resecaba de la angustia tan atroz que se apoderaba de él

  —Yo sentí desvanecerme entre los ecos de mi silencio—esclarecía Mariano.

El tren zarpó de la estación de Aranjuez e hizo su parada siguiente en Alcázar de San Juan (Ciudad Real) considerada también como estación de alimentación, donde había un extenso cartel que decía: “Alcázar de San Juan, parada y fonda”.

Allí hicimos la comida de mediodía. Los encargados esperaban al tren con todo organizado. El andén estaba repleto de vendedores ambulantes de navajas, tortas de Alcázar, gaseosas “La Prospe”, que se hacían en esta localidad, y otras bebidas que ofrecían por los andenes en esportillos de anea, dispuestos en carretillas de madera.

 En el extremo de los andenes existentes, se situaron grandes perolas con el rancho que se iba a repartir, sacos de pan, contenedores de agua  y frutas.

—Fuimos bajando los reclutas poco a poco de los coches del tren desde el primero hasta el último. Formábamos en filas de a dos que los militares profesionales se ocupaban de ordenar. Había media hora para tomar los alimentos correspondientes que se podían consumir en los andenes por donde la gente circulaba o dentro del propio tren. Algunos se agruparon en estos lugares, y en otros  exteriores de la estación, unidos en pequeños grupos, también en la cantina, donde surgieron problemas y enfrentamientos.

La estación de ferrocarril de Alcázar era un núcleo primordial ferroviario. Estaba siempre muy concurrida, porque allí se dividía la línea que venía de Madrid en dos ramales: Andalucía  y Levante.

Trascurrido el tiempo previsto de la comida, otra vez se pusieron en marcha los  gritos furibundos de cabos, sargentos y algunos tenientes, volviendo los correspondientes bramidos, las órdenes concretas y los gestos iracundos, de forma que en unos minutos exclusivamente todos los reclutas estábamos dentro del tren para continuar nuestro viaje hacia Córdoba.

La siguiente parada de ese convoy ferroviario fue en la estación de Baeza-Empalme, próxima a Linares, también considerada de “alimentación”, realizándose protocolos y actuaciones muy similares a las de Aranjuez.

—Desde allí, la denominada “línea ferroviaria de Andaluces” nos trasladó a Córdoba y posteriormente a Málaga donde embarcamos, en un barco poco cómodo, para Melilla. Al final navegamos en el vapor “Lázaro”, de la Armada Mercante Española Los de la compañía Transmediterránea ya estaban completos. El trayecto lo hicimos durante la noche.

Málaga se convirtió en el puerto principal de abastecimiento de tropas, víveres y repuestos hacia el norte de África, especialmente hacia Melilla. Era el puerto de embarque elegido, por razones geográficas obvias, como el de Algeciras lo era para Ceuta. Además, este tránsito de tropas proporcionaba a la ciudad un importante volumen de actividad económica.

Fuimos conducidos a las inmediaciones del puerto y allí nos montaron  en el barco indicado. El Estado preveía que los reclutas llegásemos a nuestro destino en la primera semana de marzo.

Un sargento rechoncho, de bigote negro erizado, barba recia hasta el pecho, al que llamaban “Agüillas”, con un megáfono, daba las órdenes oportunas a todos para respetar las instrucciones establecidas para todo el viaje desde la parada de Aranjuez, lo que realizaba con modales bruscos, altivos y actitudes orgullosas premilitares, sin ningún rubor. Igualmente un teniente muy joven, con otro megáfono, expandiendo sus vociferaciones, aludía al conflicto que nos esperaba, alentando nuestro ánimo y la fe que era necesaria adquirir para defender los intereses de España, con flamígeras arengas y demasiada testosterona estéril y vacía.

—Mariano pensaba con  espanto que toda aquella parafernalia no era una pesadilla producto de su imaginación sino una especie de infierno real.

La mayoría de esos mozos, eran analfabetos, labriegos y jornaleros, envejecidos por el sol, austeros, se sentían aturdidos por el viaje, muy duro, que realizaban hacia un lugar desconocido.  Muchos de ellos  no habían subido nunca a un tren o a un barco ni habían salido de su pueblo; era la primera vez que lo hacían. Mostraban, en su fondo, una actitud de total sumisión y espanto.

Demasiados  pueblos y aldeas se quedaban llorando porque el Estado reclutaba a su juventud masculina. Muchas mujeres se vestían de “hábitos con cordones”, de color  negro, bien por promesas o por luto.

Los padres, mujeres, novias y familiares de estos soldados de leva, no podían entender que se los llevaran a  una guerra. Había incluso jóvenes que procedían de aldeas pequeñas muy abandonadas, sucias y con olor permanente a estiércol y a ganado. Subsistían en el ambiente los sentimientos confusos, la incertidumbre y el desasosiego. Se observaban muchas actitudes de aturdimiento en aquel hacinamiento del tren.

Las familias humildes, además de pobres y tristes, sufrirían más ese daño al verse privadas del concurso económico de esos muchachos, mientras los hijos de los más pudientes eludían en gran medida el servicio militar como soldados de cuota o con sustituciones.                   

Ciertos grupos, unidos por el paisanaje o la amistad, mostraban emociones altisonantes de cánticos, dichos y refranes e incluso máximas de patriotismo, surtidos por el vino y otros licores que consumían en abundancia, les confundían la mente, alegrándoles  el corazón, mientras soltaban carcajadas desproporcionadas y desajustadas. El calor en ese tren tan inhóspito era asfixiante, debido a la estrechez en la que viajábamos.

Mariano se encontraba dominado por un somero deliquio y pérdida de ánimo. Los globos de sus ojos se le saltaban de sus órbitas en ciertos momentos. Observaba que muchos de sus compañeros tenían las lágrimas en las puertas de sus ojos, con  miradas fijas sin pestañear, sin saber a dónde dirigirlas, haciendo algunas gesticulaciones de pavor, rabia e intranquilidad.

Pensaba que la presencia  hipotética de las posibilidades de morir por un problema de guerra, era ajeno totalmente a su voluntad. Les creaba a toda una serie de emociones incontroladas como el miedo oculto, y otras cuestiones patológicas que les estaban produciendo  verdaderos problemas mentales.

Tenía la sensación, desde que salimos de Aranjuez, que nos trataban nuestros superiores como unos reclutas dóciles, ignorantes, pusilánimes, cercanos a la estupidez, como borregos que aguantaban absolutamente todo! Se sentían tan dueños de nosotros que podrían pensar habernos adquirido en algún mercado.

—Miraba a mí alrededor y veía a mis compañeros como constreñidos, con mucho respeto y aturdimiento a todo lo que nos rodeaba. Nadie se oponía a nada. Todo era obediencia ciega a lo que nos mandaban o reclamaban. Aquello parecía una locura colectiva en un estado de tensión difícil de definir. Había que imaginar aquella multitudinaria complejidad de escenas que ahogaban con fuerza la garganta de la mayoría.

Estuvimos varios días deambulando por la Málaga esperando la disponibilidad del barco, antes de partir hacia Melilla. Sufrimos una dolorosa peregrinación por calles y plazas de la ciudad buscando el hospedaje y los recursos necesarios para subsistir adecuadamente, que el Estado no nos proporcionaba teniendo que recurrir a la solidaridad de los malagueños que admitieron a muchos de nosotros en sus domicilios particulares, lo que se concebía como un conjunto de limosnas con los soldados que íbamos al Rif a luchar por la Patria entregando incluso nuestras  vidas.

Aquella muchedumbre de soldados se desbordaba por las calles, cometiendo algunas tropelías irrefrenables que proporcionaban ciertos rencores, miedos, desconfianzas entre las familias malagueñas, aunque  la gente, en general, nos recibía con cariño y  los brazos abiertos, quizá valorando el espectro que  aparecía de la muerte para muchos de nosotros en el aquel horizonte de incertidumbre. “Los soldados españoles cumplen heroicamente su deber militar y saben morir... para que España viva”— se decía en un recorte de prensa que me pasaron, encontrado en la calle, sin conocer su origen.

Se comentaba el asesinato el día ocho de marzo del presidente del gobierno Eduardo Dato a quien sustituyó Manuel Allendesalazar, conocido de don Leopoldo el abuelo de Mariano. El país quedó convulsionado por este suceso tremebundo.

Socialistas, republicanos, anarquistas y, desde 1921, comunistas, rechazaron tajantemente la ocupación del Protectorado, y la utilizaron como amplificador de las reivindicaciones populares.

Por las calles de Málaga, cercanas al puerto, se veían grupos de reclutas dispersos. Sus temas de conversación predominantes eran la situación política que se vivía en España y la respuesta a la interrogación: ¿Qué nos espera en Melilla? El boca a boca era el medio de comunicación más común donde volaban los decires infundados, que hacían alusión mayormente a los enfrentamientos que les esperaban con los moros, los hipotéticos  sufrimientos, las penalidades y, en muchos casos, el miedo a la muerte.

Algunos de ellos—sólo unos pocos— con los sentimientos derruidos, quizá por una subida incontrolada de demencia, debida a la angustia provocada por la posibilidad de perder la vida en el Rif, y el pánico que se les había metido en las entrañas, aprovecharon esos instantes de libertad para esconderse en alguna bodega de un barco mercante como polizontes y huir de la tragedia. Los mandos militares se percataron de ello en el recuento diario. Serían declarados prófugos y perseguidos. Normalmente no  tardaban demasiado tiempo en capturarles y condenarles a cuatro años más en África. Entre los conflictos de  El Barranco del Lobo (1909) y Annual se contabilizaron más de 424.000 prófugos.

Mariano se sentó en un banco de piedra del puerto; deseaba estar solo, mientras los demás compañeros seguían deambulando por Málaga, Pensaba que la dignidad de las personas era algo muy importante y que había que preservarla por lo menos con el respeto a uno mismo, analizando sus propios pensamientos.

Un hilo de inquietud rompió su concentración, cerró los ojos, y los puños y, respirando profundamente, se dijo a sí mismo:

            — La dignidad, la nuestra, la de todos, al menos para el que la conserva mentalmente, no puede ni debe ser óbice para que la hagamos plausible a nuestros propios ojos y nos enorgullezcamos de ella.

  — Nunca me podía imaginar que este multitudinario estado de incertidumbre, desasosiego y ansiedad, que nos acosa en estos momentos, nos iba  a perseguir tan de cerca y se convirtiera en algo muy cotidiano y cercano como si fuera nuestra propia sombra.

Todo este conjunto de hombres, de personal de tropa procedente de la recluta forzosa de 1921, bullen de un lado para otro. Están la mayoría acunados en el baldón de nuestra patria, entre las espuelas dolorosas y vigentes de la ignorancia y la miseria.

Mariano continuaba meditando sobre la experiencia personal que estaba viviendo, realizando una inmersión en su silencio y  paz interior,  cuando se le acercó un hombre de unos cincuenta y tantos años de mediana estatura, fuerte y con la cara algo arrugada, en la que reflejaba los avatares y circunstancias nada fáciles  de su vida.

Con una sonrisa discreta y astuta, le pidió su conformidad para sentarse junto a él. Notó que Mariano estaba quizás confuso y preocupado. Era normal por todo aquel entorno que le apabullaba. Aquel hombre no quería molestarle ni aparecer como alguien algo petulante.

— ¡Hola! ¿Molesto?

— ¡Vas para Melilla-claro- como todos estos cientos de reclutas!

— ¡Sí, con esta vestimenta dónde voy a ir!—le señalo Mariano.   

—Permíteme presentarme. Me llamo Siro Expósito, soy de Madrid y trabajo aquí como mozo portuario, desde hace ya treinta años. Me dedico a descargar y cargar contenedores de los barcos. Es un trabajo que no suele faltar, aunque somos muchos los que hacemos lo mismo y, a veces, no hay para todos. Llegué  a este lugar en 1891 y aquí me mantengo como puedo.

En el puerto la vida es excitante y compleja. He conocido a ciento de personas y miles de experiencias. Se ve y se aprende de todo y de todos.

—Te contaré— le dijo Siro— quien se presentó cortésmente— que en 1909, con el conflicto llamado del Barranco del Lobo-cuando reclutaron a mozos y reservistas- vi  mucha gente que dejaron su sangre en esas inhóspitas e indómitas tierras bereberes, entre angostas montañas de una adusta orografía y  volvieron en ataúdes, heridos, mutilados, así como otros ilesos pero todos mentalmente destrozados. La maldita guerra no nos reporta más que desgracias, esfuerzos y sacrificios inútiles.

—Yo no hice la mili. Permanezco socialmente en el anonimato, inexistente. Seré un expósito toda mi vida. Así me siento feliz, haciendo honor a mi apellido. Algunos nos han denominado “los hijos del vicio o de la desgracia”. Es muy duro de digerir.

—Mi madre me dejó en el torno de la portería del Hospital de la Inclusa de la calle madrileña de Mesón de Paredes y allí me criaron las monjas, de ahí mi ilustre apellido. Mi nombre me lo pusieron porque llevaba un papel entre mis ropas que ponía Siro.

—En la inclusa a prendí a vivir y a sobrevivir. A los catorce años me fugué de aquel lugar y desde entonces sigo subsistiendo como puedo. En esta vida he hecho de todo.

—Te cuento estas cosas para despojarte un poco de tus preocupaciones y, como eres muy joven, aprendas hoy que existen experiencias personales, muy distintas unas de otras.

En 1903 estuve en el Rif por primera vez, acompañando a un médico portuario que me invitó a visitar esas tierras (una gran persona, murió hace tres años). Un hermano suyo estaba ejerciendo también de médico en una cabila amiga, cerca del rio Amekrán, subsidiada por España y allí fuimos a visitarle. Fue un camino largo y duro.

Llegamos a Melilla y desde allí, con un guía, fuimos a su encuentro en caballos bereberes de color tordillo. Aquella tierra me pareció desoladora, infecunda, triste. 

Nada puede darnos ese territorio a los españoles que lo estamos ocupando colonialmente con nuestros soldados, más que los intereses para unos pocos capitalistas de unas minas de hierro cuya ganancias son para hombres poderosos pero nada para el pueblo. Sólo tendremos  problemas, gastos y quebraderos de cabeza con los indómitos rifeños.

En cuanto te adentras en el interior, enseguida percibes que ese territorio es una especie de  desierto pedregoso e inhospitalario. El Protectorado español, con unos 22.000 kms cuadrados, es una zona algo más grande que la provincia de  Badajoz, y, sin duda, es lo peor de Marruecos: un conjunto de ingentes peñascos y abrasados arenales, poblado por razas refractarias a todo progreso, semisalvajes e inapetentes a los beneficios de la civilización. Son muy amantes de su libertad empobrecida. Muchos no tienen nada que llevarse a la boca.

Recorrí los polvorientos caminos, conocí a algunos moros, sufriendo con frecuencia el suplicio de su suciedad y sus tormentosas actitudes y falsedades. Igualmente compartí mi tiempo, en amable camaradería con nuestros sufridos soldados, a los que visitamos, porque algunos blocaos tenían problemas sanitarios, en sus campamentos y posiciones. La gran dificultad para todos era, sin duda, el agua. También oteamos a lo lejos algunos escenarios de combates esporádicos.

— ¡Acuérdate de mí cuando veas todo lo que te he contado!—le añadió.

Mariano observó que Siro era un hombre con un magnetismo irresistible en su mirada. Le hubiera gustado echar a volar su imaginación en esos momentos y comprobar lo que aquel hombre extraño había vivido y recordaba, para  evocarlo en un futuro.

Trataba de hacer un esfuerzo de empatía para conectar con lo que, de forma tan desinteresada le narraba, poniendo en marcha su capacidad imaginativa  y valorar acertadamente esa  experiencia ajena.

—Aceleraba el propio fuego de la curiosidad por conocer más cosas por la boca de Siro Expósito, el eterno camuflado, de sus experiencias. Se empeñaba, con aquel hombre en conocer, preservar y compartir comentarios, informaciones y cosas que le parecían muy interesantes.

—Te diré, por último, que lo más duro  que he visto hasta ahora en este puerto es la cantidad de ataúdes rojigualdas llenos de soldados procedentes de Melilla ¡Perdona—prosiguió— soy un burdo charlatán y con esta información creo que te he podido inquietar más de lo que estás.

— ¡No te preocupes! —le contestó Mariano. Poco a poco nos vamos preparando para todo.

Comenzamos a oír  las órdenes de los oficiales, suboficiales y cabos que no mandaban, con  los gritos furibundos que nos ponían los pelos de punta y alarmaban nuestro bajo sosiego. Era notorio el clamor de las órdenes enérgicas con las que nos arengaban, los gestos iracundos con los que nos mandaban y dirigían, las amenazas por los posibles incumplimientos que pudiéramos realizar

 Estas disposiciones de mando partían de un oficial, con su guerrera llena de medallas, del que  parecía que emanaban todos los mandatos, con un aire de mando altanero pero sereno. Noté que no quitaba su mano de la espada que llevaba colgada en su cinto. Todos le obedecíamos al instante.

Ello produjo en mí una especie de  locura y turbación, propagándome el desequilibrio emocional correspondiente, y provocándome una actitud incontestable de sumisión y obediencia. 

 La disciplina tan severa a la que nos sometían, sellaba nuestros labios y nos ponía marcialmente en marcha.

Me despedí de Siro,  porque nos llegó la hora de embarcar a todos aquellos cientos de mozos: unos más dispuestos, otros más retraídos.

Él respiró en profundidad cuando nos separamos, giró su cabeza hacia el cielo, encogió las mejillas y puso una imagen reprimida en su cara.  

—Me dio un abrazo y me dijo ¡Buena suerte! La vas a necesitar—Si vuelves algún día, búscame, espero estar por aquí ¡Que cumplas tus objetivos, metas y sueños! Ten fe en ti, porque ésta mueve montañas o, al menos, eso dicen.

En el barco, los reclutas nos acomodamos como pudimos. Mis compañeros más cercanos y yo nos hicimos un hueco en cubierta; otros-los que podían- bajaron a la bodega donde existía un olor infernal, pero había gente que lo aguantaba. Al menos en la parte de arriba respirábamos aire puro aunque hacía mucho frío y te salpicaba el agua del mar o de lluvia y eso era molesto.   

La mayoría no habíamos navegado nunca. Éramos personas de tierra adentro. El barco se movía bastante, había que tener mucho cuidado porque nos zarandeábamos de un lado para otro y podríamos caer al mar en un descuido. Muchos vomitaban y se les ponía un cuerpo infernal. Vivíamos una situación dantesca entre tanto pasajero, y con experiencias individuales tan diversas.

La noche nos recibió con un conjunto de truenos encadenados que enseguida nos mostraron un relampagueo infernal, repleto de grandes cargas eléctricas, que embravecieron la mar donde nunca hay silencio. Aquello nos daba bastante pavor, la agitación se ponía en marcha y hasta el barco se estremecía y crujían sus estructuras. Parecía que  la popa del barco estaba bajo el agua y la proa apuntaba hacia el cielo, como si se fuera a partir por la mitad.

Ante aquel aparente peligro, Mariano se apartó  un poco de sus compañeros, se agarró a la barandilla del barco y miró detenidamente a una luna tenebrosa, que les acompañaba todo el camino.

— Parece que presagiaba nuestro futuro incierto— se decía a sí mismo. Era una noche oscura, cerrada, sin estrellas propia de la época en la que estábamos, sin estrellas. Sólo el destello de la electricidad de esas nubes nos permitía vernos unos a otros.

—Sentí la sensación de la profundidad del mar donde se reflejaba ese fenómeno lumínico con una explosión de luz rápida, con más o menos intensidad. Se apoderó de mí un desapacible congojo y me hundí emocionalmente.

—Continué observando la luna durante un largo rato y sentí la sensación que me miraba de forma hiriente, como si me quisiera despojar de alguna ilusión furtiva que todavía permanecía en mí. Su contemplación comenzaba a apabullarme; me estaba chafando lentamente.

 Nos acechaban las mareas que se originaban al paso del barco y, en ocasiones, nos cubrían  cada vez más con el agua del mar que saltaba sobre nosotros debido a la fuerza del viento, empapándonos el cuerpo.

—Recordé un repetido  dicho de mi padre cuando nos decía a la familia: “lo que prometas bajo la luna, debes cumplirlo al salir el sol”.

Pasó por nuestro lado un mando del barco, calvo-aunque lo tapaba con su gorra-, cejijunto de panza oronda y voz chillona,  acompañado de dos marineros y, dirigiéndose a los grupos que estábamos  por allí disgregados, nos dijo:

        ¡Soy el brigada Peces! Tened cuidado porque el que caiga al agua es hombre muerto. ¡Ya estáis avisados! No es la primera vez que esto sucede. Es mi deber informaros y vuestra la responsabilidad—Siguió caminando entre los grupos y a todos les soltaba el mismo mensaje.

Pasado un largo rato, observé a un compañero que estaba solo, de aspecto menudo y flaco. Hacía ademanes reprimidos de unirse a nosotros. Le invité a que se acercara al corro que habíamos formado.

Muy agradecido y algo tembloroso se presentó como Lucrecio Huerta, natural de Villaverde de Guadalimar (Albacete) el mismo pueblo en el que murió el famoso bandolero el “Pernales”, en 1907. No le dio tiempo enhebrar alguna palabra cuando  comenzó a llorar abiertamente. Había dejado a su mujer embarazada al cuidado de unos padres enfermos. Era jornalero agrícola y cazador furtivo.

— ¡No te dé vergüenza llorar!—le dije. Creo que es mejor hacerlo para que controles tus emociones.

— Es bueno llorar soldado, sobre todo, si son tus lágrimas emocionales, que brotan cuando te has roto en mil pedazos como ahora te ha sucedido —apuntó el sargento Agüillas que pasaba por allí en ese momento.

Lucrecio se limpiaba las lágrimas con la manga de la guerrera y las manos, procurando esconder su emoción ante los demás, dándose un poco la vuelta.

  — ¿Qué será de mi familia si me matan los moros?—Apuntó “el villaverdoso”.

  — ¿A qué cuerpo vas destinado?—Le pregunté

   —A ingenieros, me contestó— Yo también, le dije. Desde ese momento se convirtió en mi sombra. Me seguía por todas partes como un perrito a su amo. Pasaba a ser su protector, sin quererlo.

—Tres reclutas que iban bebidos, pasaron cerca de nosotros y nos ofrecieron su bota de vino para que echáramos un trago. Así lo hicimos. A mí me sentó como si metiera en mi estómago un trozo de infierno. Sentí unas náuseas profundas. Tenía el cuerpo algo revuelto. Uno de ellos se zarandeaba agarrado a los hombros de sus dos colegas de viaje.

—Aquel recluta con voz baja y chungona, pareció el típico “rapabarbas”, una especie de cómico de “bululú”  de aquella farándula que esos tres estaban representando. Siguieron su camino de zarandeo.

Avisando el barco, con fuertes y continuos pitidos, llegamos a Melilla de madrugada. Atracó el piróscafo en el puerto, se pusieron las pasarelas y comenzamos a desembarcar con un orden extremado y un silencio impensables.

Tal vez aquella enorme tropa buscaba una confianza en la que apoyarse, una disposición para lidiar con las contingencias de la vida que en ese instante nos abrumaban, ordenando la fatal diáspora de nuestra mente.

Allí, en el puerto, formamos en fila de a cinco. Nos esperaban una serie de soldados que sentados en unas mesas nos llamaban según los cuerpos a los que habíamos sido destinados. Entre aquella marabunta de reclutas despistados, oí una potente voz que decía: ¡Aquí los ingenieros! Casimiro, Miguel, Lucrecio y yo nos dirigimos a la mesa señalada.

Aquel soldado que nos pidió nuestra identificación parecía un zopenco, bruto irreverente, abocado, que nos hablaba de forma ardua. Se reía a todo trapo de nosotros:

—Os deseo lo mejor y mucha suerte. Llegáis en un momento realmente difícil. Muy conflictivo. Estamos inmersos en una guerra muy cruenta ¡Bienvenidos! nos decía con una cierta mofa.

—Sus  palabras de veterano tan puntiagudas me dejaron atónito, abrumado. Se me puso carne de gallina. Lo mismo sintieron mis compañeros.

A todos, a ese ejército de levas, cuyo nutriente fundamental era el pueblo trabajador y pobre, nos unían algunos ingredientes que nos chafaban, como el horror de la guerra y la desmotivación por las experiencias futuras que nos esperaban y que, en el fondo de nuestro ser, nos aterrorizaban.

Posteriormente llegamos cada uno a nuestras unidades donde nos llevaron en camiones fletados para estos menesteres

                                          

 

 

                                                    

                                                

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                  CAPITULO IV

                                        Período  de instrucción y destinos

Tras llegar al Regimiento de ingenieros, pasamos los reclutas el control  del cuerpo de guardia y nos formaron en el patio de armas. Era un edificio grande pero frío. Había poca gente. El grueso de soldados habían sido desplazados a posiciones y blocaos con dos funciones principales: el control y supervisión de las comunicaciones, así como la construcción de caminos, restablecimiento de los emplazamientos existentes y la edificación de otros nuevos.

La Comandancia de Ingenieros de Melilla tenía 58 jefes y oficiales que mandaban sobre una tropa de 1496 hombres. Al mando estaba el coronel jefe don José López Pozas. La sección de Zapadores contaba con unos 800 hombres encuadrados en seis compañías. Mariano y sus compañeros fueron destinados a la segunda, que estaba al mando del capitán Jesús Aguirre Ortiz de Zárate.

Después de conocer nuestro destino definitivo, pasamos a los comedores donde nos arengaron, dándonos las informaciones y  órdenes oportunas.

Una vez ubicados en nuestros barracones, nos dieron permiso para tomar contacto por la tarde con la ciudad de Melilla.

Los reclutas de leva llegábamos a Marruecos sin ropa adecuada, sin formación militar, sin armas, con la moral muy baja, para enfrentarnos a los rifeños, especialmente en una guerra de guerrillas y emboscadas de la que no sabíamos absolutamente nada. No nos quedaba más remedio que “hacer de tripas corazón”. Estar siempre preparados porque podría suceder un imprevisto significativo. Como prenda de abrigo únicamente se contaba con la guerrera de paño y se complementaba con una manta que servía de capote y a veces de cama y de camilla en su caso.

Ir a la guerra de Melilla era estar expuestos a padecer hambre, mucha sed, y otras necesidades esenciales e incluso morir en ella, en un territorio que no nos importaba nada, totalmente ajeno a nuestras vidas. El Rif era una zona muy pobre, bastante montañosa y, sobre todo, desconocida, sin apenas comunicaciones. Era un territorio lleno de conflictos y bañado de muertos rifeños y españoles, donde íbamos a realizar nuestro calvario.

En los medios republicanos, algunos liberales y en los partidos de izquierda, se exigía el abandono de Marruecos. Culpaban a Alfonso XIII de ser el gran impulsor de la guerra junto a los militares africanistas.

El establecimiento del Protectorado tuvo efectos muy positivos en la economía de la ciudad, que se convirtió en la capital económica de la parte oriental. La explotación de las minas del Rif propició el desarrollo de una industria derivada de éstas. El tráfico de mercancías y la pesca aumentaron en la ciudad junto con los beneficios derivados del aprovisionamiento del ejército.

— ¡Podréis salir hasta la hora de “retreta” que será a las nueve!— nos apuntó a todos un capitán, que estaba acompañado de dos tenientes y tres sargentos, junto  al cuerpo de guardia donde estábamos  formados los que deseábamos salir por la ciudad.

— ¡No descuidéis vuestra integridad! Id con mil ojos por las calles, aunque veáis mucho trajín militar. El peligro pasea junto a vosotros. Sabemos que hay rifeños camuflados dispuestos a todo—nos dijo uno de los tenientes, muy veterano, un hombre desaborido y sombrío.

Compartí la parte de arriba de mi litera con Serafín Taboada, natural de El Ejido (Almería). Un joven con la apariencia de ser algo excéntrico, taimado y cercano a la mala ralea, un poco tragaldabas cuando las circunstancias se lo permitían. Me contó que en su pueblo se  conocía a toda su familia por el apelativo de “apagavelas”, porque su abuelo se dedicaba en semana santa a cambiar las velas y cirios que la gente ponía en el  monumento pascual de la iglesia.

En los ejercicios rápidos y poco fundamentados de la nefasta instrucción militar que nos daban, siempre  “juraba en silencio” contra todo aquello. Era un hombre muy indomable al que le gustaba hacer publicidad de su nula sabiduría. A simple vista tenía poco fuste.

Un día, ya cansado de tanto aguantar la plática de su insolencia, no pudiendo rebajar más la alerta de mi paciencia, le dije:

  — ¡Uno debe opinar sólo sobre lo que sabe y debe ser muy prudente cuando no conoce algo! —A partir de entonces se mostró conmigo mucho más juicioso.

—En el fondo no era mal personaje. Terminamos teniendo una cercana amistad.

La primavera había hecho ya su presencia en la ciudad. Cipriano, Miguel, Lucrecio, Serafín y yo caminábamos por la Plaza de España y el centro de Melilla,  que se estaban llenando de flores, macetas y sueños para celebrar la llegada de esta preciosa estación, la primavera.

Esta ciudad estaba en flor. Mientras, en el interior del Rif, el sol era osado, fuerte e inoportuno. Aquel día parecía que las nubes habían resbalado del cielo y se habían caído. Imperaba en las calles un ambiente templado y paulatinamente se iba imponiendo un sol agresivo que llegaba a hacer sudar los termómetros en las paredes.

Pudimos observar, además de las bonitas construcciones modernistas que la engalanaban, que, por el contrario, había calles y rincones donde parecía que los tiempos pasados allí no se jubilaban.

Mientras paseábamos  llegó a mis oídos una canción entrañable cantada por Carlos Gardel: “Mano a mano”. Se emitía por un aparato de radio desde un bar. Me traía unos recuerdos tan gratos que dije para mí: ¡Que nunca muera la neurona que guarda esta canción en mi mente! Las lágrimas me salpicaron los ojos.

A nuestro grupo se unió un compañero, Práxedes Urquiza, de Valladolid, periodista, que enviaba crónicas para el diario “Castilla Libre” como corresponsal de guerra. Un hombre jovial, dicharachero y bromista. Culto y solidario. Su afán de curiosidad nos llevó a una calle no muy lejos del centro donde observamos la presencia específica de oficiales, suboficiales españoles y de la policía indígena, así como cabos y gente de tropa veteranos, que transitaban por allí en grupos, algunos ebrios y vociferantes.

Melilla estaba llena de mancebías y “casas llanas”, abierta día y noche, al servicio de militares, civiles autóctonos y transeúntes que buscaban a prostitutas documentadas en el oficio. Había de todo, amenizado en ocasiones por los “chulos de busconas” que  orientaban a los demandantes sobre sus apetencias y tipo de compañía que iban buscando.                               

En colores parpadeantes se podían leer nombres de burdeles y parcelas como “La sombra del militar”, “El cielo del placer”, “Copas y ayuda”. Eran burdeles unidos unos a  otros, como las cuentas de un rosario, a lo largo de toda una calle donde dejaban su dinero expedicionario aquellos soldados en busca del placer y juergas, el cobijo de una mujer que les escuchara y no sé cuántas cosas más. En tiempos más prósperos aquellos viales eran terreno de artesanos  que labraban allí mismo sus trabajos y que ahora han emigrado a otros lugares de la ciudad.

Muchos militares de todas las escalas paseaban por sus calles cantando a coro, vociferando, alegres, chillando, muchos borrachos, dispuestos con anticipación a entrar en la hondonada posible de cualquier problema o conflicto.

Una mujer que estaba en una esquina recostada con falda corta, fumando, a la que saludaban como Tita, nos hacía señas para que nos acercáramos a ella por si alguno buscaba compañía para pasar un buen rato. Lucrecio y yo así lo hicimos, nos saludó con ese arte de mujer de mundo y nos dijo amablemente:

— ¡Estáis en el barrio del Real! ¿Lo sabíais?

—Os veo con pinta de soldaditos de leva aturdidos. Por aquí vais a ver a compañeras mías, prostitutas, que tienen a muchos de vuestros oficiales como buenos clientes, aunque hay nativas que de forma solapada nos hacen mucha competencia a las europeas. Todos tenemos que vivir de algo. Aquí en Melilla, la vida no es fácil pero todo el mundo tiene que comer.

—Continuó Tita diciéndonos: a veces hay verdaderas peleas entre militares de todo tipo, sobre todo entre oficiales y suboficiales, muy rivales en la exaltación de bravuconadas, disensiones machistas,  por la inclinación al juego y a su presencia en  los burdeles. La relación, sobre todo de los primeros, con los nativos-quienes  llaman “paisas”  a todo  soldado- es arrogante, ofensiva y muchas veces también humillantes, pisándoles su dignidad.

¡Aquella mujer, demandada por un cliente militar, nos dijo “adiós” con la mano abierta y se despidió cariñosamente de nosotros!

En nuestras andanzas por la ciudad contemplamos lugares que parecían emblemáticos como el quiosco La Peña (café), el Hotel España y el Parque Hernández, donde concurría mucha gente civil y militar; parecía un centro neurálgico de la ciudad. Me llamó la atención una funeraria, una empresa de pompas fúnebres,  con un letrero que decía “la Siempreviva” ¡Estamos siempre a su servicio, día y noche!

— ¡Bienvenidos al teatro de la guerra! “—nos dijo un hombre marroquí, con aspecto rudo y desdentado, ciego, con chilaba vieja marrón, algo desdibujada, que pedía limosna reptando por el suelo, junto a una esquina.

  — ¡Vosotros sois los actores de esta tragedia! Donde solo impera la muerte, la impotencia humana y el desconsuelo más atroz. Todos los días mueren muchos españoles y bereberes en nombre de los poderes que les mandan y dirigen a la fuerza. No podemos olvidar jamás a quienes injustamente, ajenos a su voluntad  perdieron y pierden su libertad y sus vidas cada día en esa zona agreste y muy deficitaria  de comunicaciones.

—Nos marchamos de la presencia de aquel hombre con la cabeza gacha y sin rechistar. Estaba en lo cierto. Decía esas verdades tan relevantes desde la óptica de una realidad candente.

Al día siguiente comenzamos con la dureza oportuna el breve tiempo de instrucción y manejo de las armas que tuvimos, que solo duró un mes, a pesar de que las ordenanzas oficiales marcaban tres. Nuestra preparación militar fue ínfima y poco rigurosa. Hacíamos falta en el frente como carne de cañón. Nos metieron en  el interior del conflicto sin apenas saber disparar ni cargar el fusil.

Las compañías segunda y quinta de ingenieros zapadores- donde iban destinados normalmente los menos ilustrados y los más corpulentos-  salimos a mediados de mayo de 1921 para Annual, campamento situado entre  Melilla y Alhucemas. Recorrimos unos 86 kms hasta llegar  a ese lugar que era el centro de las operaciones militares de la zona. Se había levantado en una especie de valle parapetado por  grandes colinas.

—Recuerdo que durante el camino se levantó un viento muy fuerte que nos empolvaba el cuerpo con partículas de arena y tierra, teniendo que cubrirnos especialmente la boca y los ojos porque se nos reducía la visibilidad.

Íbamos  todos muy tensos porque pensábamos que en cualquier momento podría hacer su presencia y atacarnos una encolerizada multitud de moros. Pero llevamos un camino tranquilo en ese sentido.

Las camionetas en las que nos desplazaron botaban por esa especie de carretera, de una única dirección, angosta, pedregosa e irregular. Saltábamos en los bancos de madera interiores donde íbamos apiñados. Creía que sacaríamos la cabeza por el parapeto de lona que nos cubría a modo de techo para impedir la entrada de aquel polvo tan inhóspito y agresor.

La nuestra pinchó. Tuvimos que bajar de ella y ayudar entre todos a reponer la avería. Allí ya tomamos contacto con  nuestros peores enemigos: el sol, la sed y el agua. Íbamos calzados con zapatillas de esparto y aquel suelo realmente térmico comenzaba a avasallarnos. La guerrera, los correajes…, nos sobraba todo.

 Esas  temperaturas, ya muy altas en mayo, en el Rif, nos causaban cierto estrés en nuestro organismo. Sudábamos a chorros y nuestra respiración se inquietaba igual que nuestro ritmo cardíaco, incrementándose el riesgo de deshidratación.

A Lucrecio quien siempre que le era posible venía a mi lado, las ojeras se le caían y la boca la tenía abierta permanentemente. Me comentaba por lo bajo:

        Yo estoy acostumbrado a arar de sol a sol con las mulas en mi pueblo, pero eso se aguanta. Me pongo un pañuelo en la frente para parar el sudor y, de vez en cuando, me echo un trago de agua de un botijo que tengo debajo de un olivo. Trabajo a pecho descubierto sin camisa, mirando al cielo cuando me es necesario, buscando el cobijo y ese sosiego del descanso momentáneo. Tengo ya  la frente arrugada de tanto mirar al cielo, entre descanso y descanso.

        Aquí, en estos eriales, no puede crecer nada porque la acción que provoca el sol en el suelo es devastadora y ahoga la vida y, sobre todo, la vegetación. Este ambiente por sí solo, elimina cualquier posibilidad de vida.

Seguíamos avanzando por ese camino atroz e inhumano, pasando por las cercanías de algunas posiciones, donde compañeros desplazados, de distintos regimientos, nos saludaban con el fusil en alto moviéndolos de un lado para otro y lanzándonos gritos agrestes con saludos que parecían de póngidos. El  fuerte olor y la falta de higiene, en los blocaos y posiciones, era algo infernal, inhumano, brutal, lo que influía en la tenencia de enfermedades entre los soldados.

En total, el Alto Mando instaló 144 blocaos y posiciones avanzadas  situadas a lo largo del territorio dominado. En mayor o menor grado estaban rodeadas de una alambrada de espino, situada más al exterior como primera protección y detrás a unos pocos metros se encontraba el parapeto normalmente elaborado con piedras y sacos terreros que rodeaba a un barracón hecho de madera con muretes de mampostería donde habitaban aproximadamente unos veinte soldados, sometidos a los rigores del invierno y a los fuertes y sofocantes calores del verano. Solían ser relevados en sus puestos  entre uno y dos meses.


Las posiciones se situaban siempre en lugares altos desde los que se pudieran dominar amplias zonas, pero normalmente no había agua, lo que obligaba a ir a buscarla con reatas de mulos, cada uno o dos días como si fueran azacanes. Tenían que realizar su avituallamiento desde la aguada más cercana-que solía estar lejos- mediante un convoy apropiado para tales menesteres que corría un verdadero peligro ante el  permanente acoso rifeño. En general escaseaban los suministros y abastecimiento de todo tipo.

La distancia entre estos emplazamientos variaba de 20 a 40 kilómetros según el terreno. Se comunicaban por medio de un heliógrafo durante las horas de sol y con señales luminosas durante la noche. Una ocupación con las fuerzas tan repartidas, hacía imposible resistir con eficacia un ataque general del enemigo.

Los rifeños se parapetaban en las zonas montañosas donde se ocultaban y nos disparaban con sus famosos “pacos”, causándonos de continuo bajas inesperadas. Nunca solían actuar en ataques abiertos, lo hacían a modo de guerrillas.

Según atravesábamos posiciones y blocaos, comencé a compungirme por ese sufrimiento que se podía intuir en aquellos hombres que parecían abandonados por ese destino militar, agredidos por rifeños que, escondidos como hurones, y les podrían cortar el cuello con sus gumías al menor descuido.

Apenas llegaba el alba, se levantaba el sol y se iniciaba la luz día, el calor comenzaba a ser  asfixiante. Era un azote cotidiano y permanente que nos perseguía durante todo el día predisponiéndonos para el cansancio y la tormentosa sed diaria. Por la noche hacía mucho frío.

Ratas, piojos, alacranes y culebras eran la compañía habitual en aquellos parajes,  zonas inexpugnables, bendecidas por la sequedad calcárea del entorno, seco y abrupto, con una orografía penosa, llena de barrancos, superpoblada por unos habitantes belicosos y muy duros, organizados en cabilas que vivían de la agricultura y la ganadería de subsistencia, realizando los trabajos las mujeres. Estas  se compraban y se vendían. Pero el gran problema era el del agua convertida en una necesidad constante.

Los zocos semanales eran los lugares donde se tomaban las decisiones conjuntas, fluían las noticias y se reclutaba a muchos soldados rifeños. Las hogueras eran la forma principal de comunicación que llamaba a las reuniones por ejemplo para la guerra. Para ello se organizaban en harkas

En este panorama despavorido de higiene y malestar, el avance de las líneas españolas era constante y fácil. Suponía siempre alargar las comunicaciones para  controlar una mayor superficie de territorio lo que implicaba necesariamente un mayor refuerzo de tropas para establecer y guarnecer las nuevas posiciones asegurando su control.

Observábamos en nuestro recorrido muchas posiciones militares dispersas donde parecía que nuestros compañeros estaban allí “tirados”, abandonados, con el miedo metido en el cuerpo porque un ataque de los rifeños podría darse. Los  veíamos a lo lejos como espectros cautivos que no nos quitaban sus ojos de encima. Habitaban metidos en una especie de cajas de madera mal parapetadas, rodeadas de alambradas donde los soldados vivían el paso lento y penoso de los días en la existencia difícil de la guerra. Nos saludaban moviendo el gorro, el fusil o los brazos, en abanico, con ademanes de alegría y bienvenida.

Esta tierra africana se regaría con la sangre de los soldados españoles durante mucho tiempo. Marruecos se convertiría en un matadero para los que allí combatíamos. Los rifeños defendían su tierra con uñas y dientes. Pensarían con seguridad en ese dicho popular que tenemos los españoles: “de fuera vendrá quien de casa te echará.”

Mientras marchábamos en la camioneta, un  suboficial que se presentó como “el sargento Perdiguero”, destinado en regulares, natural de un pueblo de Burgos- que llevaba por estas tierras desde los sucesos del Kert en 1911- nos contó anécdotas y vicisitudes que ocurrían por estas zonas:

Cerca de los blocaos y posiciones, aproximadamente, a un kilómetro— nos comentaba— se establecían poblados rifeños, construidos de la manera más sencilla, con adobes, piedras, ramas de árboles que traían desde muy lejos, cubiertas con pieles de cabras, ovejas de sus pequeños ganados.

En ellas  viven también algunos miembros de la Policía Indígena con sus familias. Aunque se tocaba diana muy temprano, los áskaris (“diferentes fuerzas indígenas en servicio, organizadas y mandadas de una u otra forma por oficiales españoles”) vivían cerca de su destino. No era un gran problema para ellos llegar a tiempo a sus obligaciones militares.

Las mujeres y niños recogían diariamente en los blocaos y posiciones cercanas los desechos y sobrantes—que no eran muchos— de los soldados allí destacados. Eran niños famélicos que devoraban todo lo que se ponía delante de sus ojos. La miseria y el hambre llevaban a estas mujeres y sus crías a recoger todo lo que se pudiera llevar a la boca.

Visitaban también las posiciones para vender a los soldados una pluralidad de  objetos muy sencillos hechos por ellos artesanalmente.

Cuando oteaban peligros de harkas levantiscas, estos nativos se lo comunicaban rápidamente a los soldados que se prevenían por si acaso eran atacados.

            Ciertas madres rifeñas prostituían a sus hijas para ponerlas al servicio de los españoles y que estos, previo pago, satisficieran sus necesidades sexuales. Era otra forma para poder subsistir ante la flagrante penuria e indigencias  existentes.

También proporcionaban a los soldados bebidas alcohólicas-muchas adulteradas- y tabaco que les llevaban clandestinamente ofreciéndoselas a precios bajos y llevados normalmente por menores muy despiertos y “más listos que el hambre”.

Los oficiales y suboficiales que dirigían estos blocaos y posiciones sabían perfectamente que existía este comercio ilegal, con cierto aire de clandestinidad, pero “nadie se enteraba de nada” porque todos estaban implicados de una forma u otra, en mayor o menor medida en ello.

Para las familias rifeñas, cada día que amanecía era un reto que tenían que superar niños y mayores. Había que hacer lo que fuera para subsistir y seguir viviendo. El azote de las enfermedades y la falta de higiene eran problemas morbosos de primera línea para todos.

En este escenario apareció Mohamed Hach Bu Alí. Todos le conocían por Alí. Era un rifeño que abastecía a las familias de los poblados de todas las necesidades que demandaban los soldados para que se las vendieran.

Caminaba a diario con sus dos borriquillos de un lugar para otro llevando mercancías, batiéndose entre el impresionante fuego del sol desde que éste salía, hasta que llegaba la noche y con ella el frío. Cualquier lugar era bueno para cubrir su descanso. Nunca se separaba de su fusil Remington, lo llevaba en bandolera y le acompañaba a todas partes.

Ávido y avispado en sus quehaceres, caminaba entre desfiladeros, montes y gargantas día tras día sin parar hasta cumplir sus objetivos. Era incansable y siempre cavilando en el espacio de la soledad.

Su imagen era frágil, menuda y solitaria. Siempre se expresaba con una sonrisa amplia y enigmática. Su piel era atezada; sus ojos brillantes lo veían todo incluso el peligro a gran distancia. Sus manos eran largas, huesudas y nudosas Limpiaba un palmo de terreno en el suelo, ponía su oído y detectaba el trote de los caballos rifeños.

Le conocían a lo lejos por su indumentaria: turbante azul añil, su túnica de color garbanzo y su gran pañuelo de color negro alrededor de su cuello y boca.

Primero fue gabarrero y luego soldado al servicio de España. Combatió en 1909 en los sucesos del Barranco del Lobo donde perdió el brazo izquierdo al alcanzarle un trozo de metralla. De ahí que estuviera pensionado por el Estado español, pero esta ayuda vital no daba para alimentar a sus dos mujeres y los ocho hijos que tenía con ellas. Tenía que realizar otras actividades productivas A veces el hijo mayor, Abdel, de dieciocho años, le acompañaba en estos desplazamientos ayudándole en estas actividades comerciales ilegales.

Si le descubrían realizando estas prácticas le podrían quitar la pensión pero nadie denunciaba a nadie en un mundo solidarizado contra la miseria y la guerra. De ahí que utilizara a esas familias a las que daba una pequeña comisión por introducir sus productos entre los soldados. En general era cariñoso, cercano y muy querido por la gente.

El camino hasta Annual se iba acortando y enseguida nos percatamos de su presencia, gran extensión e importancia estratégica. Habíamos recorrido un largo camino entre áreas montañosas que terminaron ahogando nuestras miradas. 

Me di cuenta enseguida que aquel hábitat militar era una posición mal concebida estratégicamente Se encontraba situada en un valle, rodeada de montañas y con accesos difíciles en la retaguardia. Por otro lado había muy pocas tiendas cónicas para situar en ellas a los cinco mil soldados allí concentrados.

Este enclave, tan esencial estratégicamente para el ejército, se adaptaba a la posibilidad de sufrir grandes emboscadas. Era una auténtica ratonera donde no se aseguraba el apoyo y abastecimiento de armas y víveres desde Melilla. Un lugar aparentemente muy vulnerable,  una especie de hoya o cubeta semidesértica, flanqueada por el monte Izummar y rodeada de montañas escarpadas.

 Annual fue ocupada en el 15de enero de 1921 por las tropas españolas. Tenía como objetivo principal establecer un puente de comunicación con los otros campamentos.

Se concibió por los mandos militares como un centro neurálgico. La pretensión española al construir el campamento de Annual consistía en establecer un enclave estratégico para conquistar Alhucemas, en el corazón del Rif.

1921, fue el año más sangriento de los conflictos sostenidos en África por el ejército español. La inoperancia del gobierno, el caos estratégico, la incoherencia política y militar, la dispersión de recursos y la accidentada orografía cayeron como lápidas sobre todos nosotros.

Aprovechando un rato de descanso pensé qué hacía yo en aquellos parajes tan peligrosos. Me percaté que todos los soldados de tropa que allí nos concentrábamos, en una tierra inhóspita, desconocida y cruel, teníamos la moral por los suelos. Todo me resultaba desapacible. Además teníamos que sobrevivir día a día con el acoso constante de los rifeños y sus “pacos” cuyos impactos eran desmedidos. La imagen de animales y hombres muertos, aquí o allá, por las balas de los rifeños, sería una imagen permanente a la que todos, tarde o temprano nos acostumbraríamos.

Éramos esclavos de una sed perpetua que nos diezmaba y que, en el propósito  de obtenerla, dejaban la vida muchos soldados al ser atacados por los moros cuando accedían a las aguadas.

¿Qué hago yo aquí de soldado en el Rif, me preguntaba? Probablemente he venido a morir por algo que no era mío ni me interesaba. Me repugnaba este ambiente y el conjunto de desdichas que nos azotaban. Sólo eran interesantes para ricos y militares con afán de gloria y dinero.

Sabíamos que, en España, la multiplicidad de gobiernos existentes durante el primer tercio del siglo XX, hacía que las miradas gubernamentales de África eran miopes y desajustadas. Sólo se exaltaba un patriotismo nacionalista tratando de conectar en el contexto internacional con grandes potencias como Francia, Alemania o Inglaterra.

Al frente de ese ejército tan numeroso se encontraba el general Manuel Femández Silvestre, Comandante General de Melilla, militar muy impulsivo, de temperamento sanguíneo, con actitudes desmesuradas y enérgicas, compañero de armas y de promoción del Alto Comisario Español en Marruecos, el general Dámaso Berenguer, hombre importante también en las esferas políticas, quien posteriormente sustituiría al general Miguel Primo de Rivera, en la jefatura de gobierno, “ en enero de 1930”, al terminar la primera dictadura española, lo que sería el penúltimo gobierno de la monarquía de Alfonso XIII conocido con el nombre de “dictablanda

FIGURA 2. General Manuel Fernández Silvestre

Cuando el general Silvestre toma posesión de su mandato en la  Comandancia General de Melilla, la situación imperante en el Rif era de paz y tranquilidad, gracias a la labor de otros generales importantes, que habían hecho un gran trabajo, como Gómez Jordana y Aizpuru, por ejemplo.

A partir de 1920  se puso en marcha una invasión progresiva y pacificadora del Rif, comenzando las operaciones militares correspondientes.

En este mismo año (el 28 de enero  de 1920) se creó el “Tercio de Extranjeros’’, que, a posteriori, se denominó ”Tercio de Marruecos”, después “Tercio” y finalmente, “La Legión”. Su fundador fue José Millán Astray y Terreros.  Una fuerza militar de élite, cuya idea originaria, era que estuviera formada en su mayor parte por soldados extranjeros,  aunque jamás se rechazó la presencia de combatientes españoles. Milán Astray entendía que “Unos se apuntaban por patriotismo, otros por amor al Cuerpo y sus glorias y otros por gratitud a la mesnada y al asilo que reciben, integrarán estas tropas capaces de combatir con éxito cualesquiera que sean las circunstancias, ahorrando vidas a los soldados españoles de reemplazo. Una legión mandada por oficiales selectores, con clases sacadas de sus propias filas, en la que formen hombres a quienes no se les ha preguntado quienes son ni de dónde vienen. Legionarios que podrán llegar a oficiales cuando los méritos rebasen el concepto humano del valor y su conducta sea un espejo de hidalguía”

En la fecha indicada, Alfonso XIII decretó de forma oficial el nacimiento de la Legión llenándose las calles de carteles de reclutamiento. Ya en septiembre era habitual ver en pueblos, ciudades, consulados y embajadas extranjeras pasquines en los que se llamaba a unirse al Tercio de Extranjeros: “¡Españoles y extranjeros! ¡¡La Legión os espera!”. Los Banderines de Zaragoza, Barcelona y Valencia, junto con el de Madrid, constituyeron los centros más importantes para la recluta. En Ceuta se instaló el mando central.

Millán Astray, en otra de sus arengas señalaba: “Habéis contraído con la Legión el más hermoso compromiso de vuestras vidas. Tendréis aquí cuanto se os ha prometido. Podéis ganar galones y alcanzar estrellas; seréis tratados con justicia y equidad, pero sin blanduras. A cambio de ello sufriréis constantes peligros y azares, trabajos, duras marchas, y en el combate ocuparéis siempre los puestos de mayor peligro”. Su bautismo de fuego fue Melilla. Tenían una mística especial y un grito: ¡Viva la muerte!

En la legión se alistaban hombres de todo tipo: ladrones, asesinos, pendencieros, gentes con la vida rota que no tenían nada que perder, huidos de la justicia, “lo mejor de cada casa” en pocas palabras. Cualquier condición personal y procedencia de esos hombres eran válidas. Ahora se iban a llamar “caballeros”.

Los “enganchadores” eran los encargados de poner en marcha los banderines de alistamiento, para atraer  la gente al Tercio. Además, cuando llegaban los soldados a Ceuta, se les permitía la posibilidad de reengancharse a la legión de Extranjeros y entonces entraban en acción algunos de estos personajes que tenían buena labia, eran convincentes y conseguían que ciertos soldados de leva se convirtieran en Caballeros legionarios. Algunos de estos hombres convincentes estaban en estos momentos castigados en calabozos o prisiones pero se les soltaba durante unos días para estos menesteres por su facilidad para atraer  a los reclutas.

La Legión nació como fuerza de choque y obedecía a la necesidad de ahorrar vidas de soldados de leva españoles y también para depender menos de los Regulares., Sus componentes eran personas del más variado pelaje, en general la mayoría personas poco recomendables; gentes con antecedentes penales, huidos de la justicia, ladrones, enjuiciados por malversación de fondos, asesinos, aventureros e incluso miembros de ejércitos extranjeros.

El texto del Real Decreto, recogido por ABC en la edición vespertina del 28 de enero de 1920, indicaba su creación así:

«La conveniencia de utilizar todos los elementos que puedan contribuir a disminuir los contingentes de reclutamiento en nuestra zona de protectorado de Marruecos, inclina al ministro que suscribe a aconsejar como ensayo la creación de un tercio de extranjeros, constituido por hombres de todos los países que voluntariamente quieran alistarse en él para prestar servicios militares tanto en la Península como en las distintas comandancias de aquel territorio. A propuesta del ministro de la Guerra y de acuerdo con el Consejo de Ministros vengo a decretar lo siguiente:

Artículo único. Con la denominación de Tercio de Extranjeros se creará una unidad militar armada, cuyos efectivos, haberes y reglamentos por que ha de regirse serán fijados por el ministro de la Guerra».

 

La empresa bélica en el Rif era arriesgada y difícil. El Ejército de África, a veces denominado Ejército Expedicionario de África o también Ejército de Marruecos, fue una rama del Ejército de Tierra de España que actuó como guarnición en su Protectorado marroquí desde su establecimiento en 1912 hasta la independencia de Marruecos en 1956.

Había que hacer frente a muchas circunstancias adversas en esas tierras marroquíes como la escasez de tropas, la precariedad de los medios básicos necesarios, armamento obsoleto con la que contaba el ejército la inexperiencia y desconocimiento de un  terreno difícil y hostil, así como una falta de información real  de las fuerzas enemigas.

Los soldados españoles no tenían un trato digno y era la tropa peor calzada de Europa. Mal alimentados, y con poca higiene, dormían en jergones de paja normalmente reutilizada, carecían de la munición suficiente. Los fusiles estaban descalibrados la mayoría y, por ejemplo, las ametralladoras Colt se encasquillaban enseguida quedando inutilizadas. Era un ejército hipomóvil, es decir tirado por caballos, especialmente la artillería

El presupuesto del ejército se basaba en los denominados “fondos particulares de las unidades”: el dinero del Estado se le daba directamente a éstas que gestionaba la contabilidad de los ingresos y gastos, éstos a su libre albedrío lo que supuso una gestión en muchos casos corrupta. La mayoría de los mandos estaban viviendo muy bien en Melilla e iban por las posiciones y blocaos durante unos días, turnándose unos con otros, donde estaban “tirados los soldados”. A pesar de ello, la oficialidad estaba carente de estímulos.

Se comprobó que había soldados y oficiales que vendían armas y balas a los propios rifeños sin darse cuenta que así les entregaban a éstos su propia vida.  El ejército estaba inmerso en una pobreza y abandono galopantes. No había comunicaciones terrestres o eran pésimas. Sólo se transitaba normalmente por senderos hechos a fuerza de pico y pala.

 

FIGURA 2 BIS. Campaña del Rif.

Sin embargo, entre mayo de 1920 y junio de 1921, el general Silvestre protagonizó un espectacular avance, rápido, sin demasiados problemas, lo que le motivaba a considerar que pronto podría controlar todo el territorio hasta alcanzar la Bahía de Alhucemas que era su gran objetivo. Se buscaba establecer así una línea de posiciones a partir de Dar Drius en dirección hacia la costa Un acuerdo que tomaron conjuntamente los generales Berenguer y Silvestre.

En apenas una quincena-nos situamos  en enero de 1921- la penetración del general Silvestre en el interior oriental del Protectorado, con la toma del monte Mauro había igualado  a todo el territorio sometido a principios de año. Aquello fue tomado por los nativos rifeños como una invasión a la que reaccionaron en consecuencia. El 11 de diciembre, a las doce horas, era izada la Bandera de España en esa altitud de la que el general Silvestre había dicho inspeccionando la zona: – ¡Qué hermosa posición! Ahí tenemos que ir!

—En uno de los ratos que nuestro pequeño grupo de amigos nos reuníamos en la cantina, coincidimos con el cabo 1º Julián Peláez. Era de Aranjuez como yo¨; eso nos unió. Antes de ser reclutado trabajaba como aprendiz en la fábrica de armas de Toledo donde adquirió una sólida formación sobre el armamento de la época.

 ¡Oía el sonido de un máuser y sabía cuál era su calidad y lo que iba a durar!

—Tenéis que dejarme revisar vuestro fúsil, pero sólo lo haré con vosotros. La mayoría de los que tenemos actualmente en el ejército aguantan poco. Son viejos, muy usados y desequilibrados. Con ellos, en esas condiciones, os podéis jugar la vida en un momento dado porque os pueden fallar.

A Servando le gustaba contar su gran hazaña en el Rif , que fue la participación en la toma del  Monte Mauro- cuya ascensión fue muy dura- donde demostró una valentía y una pericia inusitadas que le produjeron el ascenso a cabo 1º. Quería ser profesional militar y, en su momento, se fue voluntario al ejército del Protectorado, siendo destinado al regimiento de África nº 68.

En dicho Monte comenzó la tempestad que sobrevino a la tranquilidad y sosiego que existía con los rifeños hasta ese momento Allí se despertó la primera y gran respuesta de la rebelión rifeña, cuyo hilo conductor aumentaría constantemente a partir de ese instante.  Sus cumbres eran el símbolo de la exaltación y el fanatismo rifeño, allí se encontraba el foco de del levantamiento rebelde.

        Señalaba, desde esa cumbre la vista te lleva a la exaltación del poder. Desde allí te sientes otro. Es un símbolo de grandeza desde donde parece que dominas todo lo demás. Aquello enarboló la mente del general Silvestre.

                                                   

                                                  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                            CAPÍTULO V

El general Fernández Silvestre extiende el control militar sobre el Protectorado oriental.

A las dos compañías de zapadores que llegamos a Annual desde Melilla, nos posicionaron en uno de los extremos del campamento donde por la noche los chacales y coyotes se convertían en nuestros compañeros de sueño. Sentíamos sus aullidos tan cerca que parecían estar a nuestro lado compartiendo camastro. Solían acercarse al campamento y les veíamos, en ocasiones a cierta distancia, por el brillo de sus ojos.

—Lucrecio comentaba, sacando su horma de cazador: más de uno he matado yo en la sierra de Alcaraz. Están hambrientos y vienen en busca de restos de comida ¡Si tuviera aquí mi escopeta, caería alguno! Son depredadores similares a los coyotes, veloces y constantes en la carrera. Suelen cazar solos o en pareja. Tengo en casa uno disecado. Antes se pagaban muy bien.

Mariano afirmaba que eran instrumentos muy efectivos para desequilibrar nuestro descanso nocturno, aunque desvanecido por el cansancio, dejó de oírlos.

Un compañero de tienda, Eulogio Collado, al que no había conocido anteriormente nos comentó:

”Si los chacales aúllan en la dirección por donde baja el sol,  entonces barruntan problemas o enfermedades, pero si lo hacen por donde sale el viento, será aun peor porque llaman al hambre que huelen en su camino.

— Mi abuelo me  decía: “Es necesario que sepas que los animales  son verdaderos  mensajeros”. Cuando  los oímos por las noches, y aúllan tanto, es que nos ponen en aviso de posibles problemas y nos comunican su miedo. Los ojos y los sonidos de un animal tienen el poder de hablar siempre un gran lenguaje.

El asentamiento de los soldados en Annual se organizaba a base de tiendas cónicas de lona con un alto mástil en el centro en cuya base se dejábamos los fusiles y los enseres personales, dejando las zonas más distantes del centro para situar los jergones y catres donde dormíamos los soldados.

Cuando se montaban las guardias nocturnas, en las que se involucraban a muchos hombres, dado la extensión del campamento, las noches rifeñas nos parecían muy oscuras como si estuviéramos dentro de una cueva. Eran muy frías; el relente de la noche nos calaba la ropa.

Éstas, para un centinela, eran muy inquietantes, parecían estar llenas de ruidos extraños que no nos permitían relajarnos hasta que llegaba la primera luz del alba que nos posibilitaba observar los contornos, pues en la oscuridad parece que veíamos siluetas negras por todas partes. Dormíamos siempre “despiertos”, atentos a cualquier incidencia rara en el halo de un silencio profundo que intimidaba nuestro estado de ánimo.

Este sigilo de la noche, sólo vulnerado a veces por el viento, o cuando los harqueños no  paqueaban, nos introducía en un miedo que nos hacía mirar con ojo avizor hacia cualquier cosa que se moviera.

Si no dormías, lo más normal es que cavilaras sobre las experiencias vividas, lo posible e imposible que te pudiera suceder, siempre alertado por “la piel de gallina” que te invadía por todo tu cuerpo.

En concreto, la presencia de los piojos en nuestra piel era permanente. Sus picaduras nos atormentaban, expandiéndose por cualquier parte del cuerpo. No había manera de despojarnos de su presencia. Vivíamos con ellos y entre ellos, convirtiéndose en nuestros inseparables amigos, y los dueños de nuestra zozobra. No nos dejaban tranquilos tampoco en las noches de vigilancia y de guardias. Eran los habitantes parásitos que estaban presentes allí en cualquier ser humano. No olvidemos que para los moros eran sus amigos y acompañantes más fieles. El acoso de moscas y mosquitos también era destacable.

Mientras tanto, comenzamos a ver corretear por el suelo a grandes ratas, totalmente negras, parecían subsaharianas por su color y  no se asustaban por nada. Estaban hambrientas y se movían a la velocidad del rayo. Querían convivir con nosotros y nos lo demostraban en cada momento marcando su hábitat. Con el tiempo llegarían a ser un apetitoso manjar. Eran nuestros vecinos más cercanos.

Militarmente el general Fernández Silvestre— poseedor de un prestigio mediático— se propuso dominar definitivamente y acabar de raíz con las insurrecciones de las tribus rebeldes del Rif que tantos quebraderos de cabeza daban a España. Y lo hizo como mejor sabía: “a base de fusil y sable”.

Era un hombre curtido en batallas y episodios bélicos en Cuba donde fue herido múltiples veces, algunas de gravedad. Destacó por su valor y forjó la leyenda de su “buena estrella”. Participó en más de cincuenta combates, quedando seriamente incapacitado del brazo izquierdo, hecho que disimulaba muy hábilmente. 

Poseía una impertinencia regocijada, con ademanes drásticos, destellando en múltiples ocasiones una mirada febril. Súbito en sus órdenes y comunicados, hacía gala de ser un gran jinete y un experto en todo lo concerniente al arma de caballería. No estaba acostumbrado a equivocarse ni tenía las espaldas anchas para aceptar fracasos o culpabilidades.

Inició una expansión por el norte de África destinada a tomar  Alhucemas, la misma región en la que se asentaba una de las cabilas más molestas de todas las enemigas: Beni Urriagel. La misma a la que pertenecía Abd el-Krim (el líder local en torno al que se aglutinaba toda la resistencia contra nuestro ejército). La tarea no se planteaba sencilla, pues las tropas peninsulares estaban mal equipadas, con armamento obsoleto y formadas por soldados de reemplazo que, en muchos casos, no habían utilizado un fusil en su vida.

En el avance planificado se conquistaron sin grandes dificultades Dar Drius, Tarfesit, Beni Said, Monte Mauro, etc., estableciéndose  un gran número de pequeñas posiciones en tiempo record.

Por encima del general Silvestre,  en el mando del Protectorado, estaba el general Dámaso Berenguer, Alto Comisario de España en Marruecos, hombre de gran experiencia africana, fundador, el veinte de junio 1911, de las Fuerzas Regulares Indígenas como fuerzas de choque, siendo Teniente Coronel. Su objetivo era ahorrar sangre de soldados españoles y acallar las violentas protestas populares que se sucedían en muchas capitales españolas. Los rifeños se alistaban porque no tenían para comer normalmente debido a que  las cosechas habían sido muy malas por las frecuentes sequías: se decía que su alistamiento era debido a “la necesidad de dinero, instrucción y fusil”.

Al parecer el Alto Comisario había autorizado al Comandante General de Melilla para que, en caso de que se presentaran condiciones favorables, se fueran ocupando nuevas posiciones que mejoraran el frente ofensivo de las tropas españolas.

 Los primeros meses de avance, hasta llegar a Annual, fueron poco penosos para el Ejército español. A comienzos del verano de 1921 las tropas habían logrado extender sus dominios en territorio rifeño de forma  rápida y sin apenas encontrar una resistencia seria por parte del enemigo.

Con todo, parece ser que la situación era un mero espejismo, pues la expansión se había hecho sin crear líneas de suministros eficientes ni edificar posiciones defensivas adecuadas y bien pertrechadas para resistir los posibles contraataques rifeños. Co- menzaba a formarse una lejana tragedia en las montañas del Rif.

 Así se fue haciendo en todas las continuas campañas de Marruecos. Sin embargo, esta vez no fue posible, y no se le proporcionaron ni más fuerzas para controlar mejor los nuevos territorios sometidos, ni recursos financieros para poder fortificar ni abrir nuevos caminos que, además de facilitar el movimiento de fuerzas y los abastecimientos logísticos, se fueran ganando a la población indígena, evitando que se pasaran a las fuerzas hostiles como ocurrirá más adelante.

— Cómo es posible —nos preguntábamos Práxedes y yo – que el general Berenguer y la plana de su Estado mayor, máximos responsables de todas las acciones militares en el Protectorado junto al ministro de la Guerra Luis Marichalar y Monreal, vizconde de Eza, permitieran a Silvestre llevar adelante un plan tan desproporcionado por territorios que no se sometían de verdad porque fueron avances superficiales basados en la compra de los jefes de las cabilas.

— ¿En qué estrategias y postulados militares se basó el Comandante General de Melilla, un militar de mucho prestigio y experiencia para llevar adelante su estrategia? Propuso un avance  rápido sobre las cabilas rifeñas hasta llegar a Alhucemas sin cubrir correctamente la retaguardia, dejando a montones de soldados “tirados” en los blocaos y posiciones entre aquellas montañas inaccesibles.

— ¿No había en España marina y aviación suficientes para apoyar estos planes y poder socorrer a miles de soldados que morían o  eran heridos por el acoso dislocado y cruel de las harkas rifeñas? ¿Le había acaso negado estas fuerzas Berenguer a Silvestre? Si fue así, por qué continuó con su plan? ¿Quería cubrirse de gloria? ¿Confiaba totalmente en su “estrella”?

Estas cuestiones eran razonamientos sin respuestas para estos dos hombres.

Recordemos que desde Melilla, su Comandante General “comenzó una invasión progresiva del Rif con la intención de pacificar la región oriental del Protectorado español. La empresa era arriesgada, dada la escasez de tropas, la precariedad de medios y armamento con la que contaba el ejército y el desconocimiento del terreno y de las fuerzas enemigas. Sin embargo, entre mayo de 1920 y junio de 1921, Silvestre protagonizó un espectacular avance, rápido y relativamente incruento, lo que sugería que pronto podría controlar todo el territorio hasta alcanzar la Bahía de Alhucemas.”

Práxedes Urquiza, en su papel de corresponsal de guerra envió este artículo para su periódico:

 

“El general Silvestre ha utilizado en el diseño de su campaña-permitida por el general Berenguer que presidía el Alto Mando Militar en Marruecos- todas las fuerzas disponibles, sin dejar prácticamente nada en reserva en previsión de un contraataque. Sobre extendió sus líneas y no aseguró el abastecimiento, de tal forma que la llegada de víveres y municiones podía ser fácilmente cortada por el enemigo.

Ha cometido por otra parte el grave error-en mi opinión- de concentrar gran número de tropas en Annual, donde ahora nos encontramos, considerado como el campamento general, el más importante, sin contar con los suministros necesarios para su mantenimiento, por lo que la capacidad para resistir en el lugar era muy limitada.

Considero que estamos realmente aislados y seremos carne de cañón ante un ataque rifeño. El campamento está en un valle rodeado de comunicaciones terrestres prácticamente insalvables en caso de peligro.

¿Qué es lo que tenemos estratégicamente detrás de nosotros si nos atacan los moros? ¿En qué posiciones nos podemos apoyar? ¿Cuál es la logística prevista? Pensamos muchos soldados  que esto podría convertirse en un Desastre.

El resto de posiciones y blocaos se encontraban desperdigadas, enclavadas en puntos elevados de difícil acceso donde unos pocos hombres, que están allí como abandonados, se ocupan de ellas, siempre expuestos a ser diana de la cólera rifeña. La distancia entre estos emplazamientos varía entre 20 y 40 kilómetros según el terreno. Se comunicaban por medio del heliógrafo durante las horas de sol y con señales luminosas durante la noche. Una ocupación con las fuerzas tan repartidas, hacía imposible resistir con eficacia un ataque general del enemigo.

¿Esto no lo contempla nuestro mandatario máximo y su equipo de jefes y oficiales? Muchos consideramos que el general Silvestre no valora el potencial peligro rifeño que nos rodea como tal.

Todas las posiciones y nosotros mismos, nos estamos convirtiendo en blanco fácil de los francotiradores, ocultos en las laderas montañosas. Utilizaban, en principio, unos fusiles Remington del calibre 11 que al dispararlos hacían un sonido onomatopéyico similar a  la palabra “pa…co” de ahí que cuando dispara sobre los españoles, esta acción la denominamos “paquear”.

  Ni siquiera las distintas posiciones y blocaos que se extienden a lo largo del camino hasta Annual.” podrían prestarse apoyo entre ellas por las distancias que separaban una de la contigua. No es extraño que cayeran una tras otra en poder de los rebeldes rifeños posteriormente sin opción alguna de resistir un sitio más allá de unos pocos días.

                                 (Práxedes Urquiza. Corresponsal de guerra)

 

De este modo, un ejército descentralizado y mal armado como es el rifeño (que no cuenta con apenas artillería y no posee aviones ni barcos) conseguirá poner en jaque  a un ejército convencional  como es el español.

Es evidente y notorio que sobre el general  Silvestre recaía la responsabilidad de haber extendido demasiado las líneas de avituallamiento, y no consolidar el territorio arrebatado a los nativos.

Este general es un hombre alto, robusto, con bigote a lo káiser alemán,  muy cuidado y elevado hacia sus sienes, a veces con modales bruscos militaristas, con mirada fija y penetrante, pero casi siempre campechano, risueño y generoso difícil de convencer, valiente y osado, confiaba mucho en sí mismo y en su forma de hacer las cosas—apuntó el cabo 1º Servando Peláez. Apostilló también un soldado llamado Beda, de sanidad, que estaba a nuestro lado en esos momentos que este general  tiene muchos seguidores y está ciertamente idolatrado por muchos soldados.

—Me han comentado que nuestro general y máximo mando en la zona, fue en 1915 ayudante de campo del rey Alfonso XIII y que ambos tienen una buena amistad. El monarca al parecer le alienta en sus objetivos. Silvestre le ha prometido que el día de Santiago (25 de julio) o el día de la onomástica del rey (1 de agosto) lo celebrará en Alhucemas.

—En Annual salió ese día al centro del campamento de improviso, ante una gran expectación de los soldados que allí estábamos en ese momento haciendo aspavientos de la situación que nos rodeaba, dirigiéndose a sus ayudantes con una voz sonora y resolutiva. Un hombre que parecía portador de una gran cólera borrascosa en  aquel momento.

—Pistola en mano, con la cabeza levantada, junto a algunos mandos de su Estado Mayor, exhortó a todos a resistir contra los rifeños, ¡Por España, por el rey, por nuestro honor! — ¡No podemos dejar que estos bárbaros nos dobleguen! ¡Tenemos que estar preparados para todo! ¡Confío en el valor de mis soldados, que son de una pasta especial, por si nos atacan  los rifeños!

—Observé cómo su cara se turbó haciendo una mueca contenida de rabia y humillación—apuntaba Mariano.

Oyendo lo que le transmitía al coronel Morales quien mejor conocía el Rif y preveía los peligros que suponía Annual, Silvestre se atusaba el bigote, ese mostacho soldadesco, lo retorcía, tratándolo con ademán nervioso. Ambos fallecerían el 22 de julio de 1921 precisamente en este lugar.

            También el Teniente coronel Dávila le reprochaba: ¡Mi general, Annual no nos dejará dormir. Estamos rodeados de barrancos y prácticamente incomunicados!

El general no quitaba su mano de la espada que le había regalado el Gobierno tiempos atrás por su intervención en Cuba (en la otra tenía una pistola).Era un sable  especial- según sabía Práxedes por sus amigos de la prensa- muy personal, de una marca toledana famosa, “Lupus Aguado”, uno de los mejores espaderos del mundo de tradición milenaria. La hoja de aquella magnífica espada no era de acero puro, sino que estaba formada por un núcleo interior de hierro rodeado por todas partes de acero.

—En sus decires y ademanes manifestaba ser comúnmente un hombre superior en todo. Era irrefutable en sus manifestaciones, enérgico y devorado de ambición, cubierto de un desmesurado y sanguíneo poder temerario.

— ¿Fue realmente el general Silvestre el responsable de ese fracaso estratégico y esa gran matanza de soldados? Su muerte en Annual prolongó esta incógnita para siempre. El magnífico y aclaratorio Expediente Picasso, excelente trabajo realizado por este general de división (tío del pintor Pablo Picasso) trató de esclarecer esta gran incógnita pero no lo consiguió. Su trabajo se diluyó entre los poderes públicos.

Su decisión, así como su estrategia de tomar a marchas forzadas las regiones ubicadas al norte del Rif, sin consolidar el territorio conquistado, hicieron que se ganase la fama de torpe y excesivamente osado. Quizás era porque se sentía muy superior a los moros sobre el papel”.

—Aquel día, al máximo Jefe Militar de Melilla, se le  podía imputar por sus ademanes, que era portador de un gran enfado que se traducía en él como si tuviera brasas en los ojos.

Posiblemente se había dado cuenta ya tarde que no tuvo en cuenta una gran realidad: además de furia y  valor, los rifeños tenían un líder frío, tenaz y capacitado, Abd- el-krim al que Silvestre conocía personalmente- quien logró aglutinar los odios de las cabilas levantiscas y guerreras contra los españoles.

Los moros frecuentemente hostigaban a las tropas españolas. Tienen a su favor el hecho de combatir en su propia casa, el conocimiento del terreno y la motivación. Su enemigo español es sin embargo, un ejército desmotivado, desorganizado y corrupto, formado por soldados de reemplazo asustados y deseosos de volver a sus casas.

Los rifeños defendían su identidad y su propio terreno del que eran grandes conocedores. Amaban por encima de toda su libertad e independencia. Disponían de armas de fuego y estaban acostumbrados a usarlas con excelente puntería, pues las luchas en el Rif entre grupos rivales eran muy frecuentes antes de la llegada de los españoles. Estaban perfectamente adaptados al clima, incluso su ropa de tonos terrosos actuaba como un magnífico camuflaje. Eran maestros de la emboscada facilitada por el terreno montañoso.


El suelo temblaba al paso de los caballos de estos salvajes que bufaban en busca de sus objetivos. Esa marabunta incontrolada te hacía agudizar los sentidos y extremar la atención.

—Mi primo Evaristo, en una de sus cartas—señalaba Mariano— recuerdo que nos decía que” en su parecer estos seres parecían no tener alma—Cuando nos enfrentábamos a ellos, nos invadía una oleada de pánico incontenible—Creo que de apretar las mandíbulas se me ha deformado la cara”. Les encantaba verter la sangre generosa de los soldados españoles.

—En mi opinión—indicaba Práxedes— son el ojo cíclope de la guerra. Con sus andanzas se podría escribir la poesía de la muerte cuya musa posiblemente es el indomable paraje vacío de vida que nos rodea.

—Mariano reiteraba que no le gustaría que se repitiera con ellos lo tristemente acontecido en 1909, aunque me temo que nos convertiremos de nuevo en el acecho de una carnicería barata.

—Lucrecio, muy atento a esa conversación, tragaba saliva y suspiraba muy inquieto.

Los soldados más cultos sabían que  la economía de los rifeños era bastante pobre y su población elevada. Estos bereberes vivían entre los valles y las montañas, obedeciendo sólo lo dictaminado en sus leyes tribales. Estaban permanentemente armados, en guerras y en luchas entre grupos familiares. Los señores locales acumulaban sobre todo dinero, lo que les permitía reclutar más hombres y obtener armas.

—Se comunicaban mediante hogueras dispersas por donde se oían también sus gritos de guerra con los que nos querían intimidar. Los problemas los resolvían en los zocos, donde se administraba justicia y declaraban sus conflictos y hostilidades.

La prensa en España se volcó por completo en la campaña de Marruecos, enviando un elevado número de corresponsales de guerra y cronistas a Melilla. Entre todos ellos formaron una autodenominada: “harka periodística”

Pero no todo el mundo leía la prensa. Primero, porque el índice de analfabetismo en España en 1920 era de un 34,8 por ciento, es decir, más de un tercio de la población. Asimismo el 50 por ciento vivía en localidades de menos de 5000 habitantes y, por último, la gran mayoría de las personas vivían en el medio rural, donde los más preparados leían las noticias a los que no podían o sabían  hacerlo.

—El periodista Práxedes Urquiza, comentaba a Mariano:

—“Me han censurado la última crónica que he enviado para mi periódico porque en él reflejo con claridad que estamos defendiendo con nuestras vidas los intereses capitalistas españoles de las minas de hierro existentes en estos parajes, donde enriquecidos como los Romanones, los March y los Güell tienen grandes inversiones  incluso el rey, dicen que está en el “ajo”. Este es el extracto de mi artículo:

—“La Compañía Española de Minas del Rif es la mayor empresa del protectorado de Marruecos. Fue fundada en 1907 y desde entonces es la brújula que marca la política de penetración pacífica practicada por España en su estrecha y peligrosa zona de influencia, impulsada por Alfonso XIII y los gobiernos liberales de la Restauración.

 

—Efectivamente—respondió Mariano. Las campañas bélicas de 1909 y 1913 y la lucha que tenemos en estos momentos  contra el caudillo bereber Abd-el-Krim y sus seguidores, constituyen sucesivos episodios bélicos que jalonan la historia de los intereses mineros que nacen en Uixan, monte situado a treinta kilómetros al sur de Melilla,  de donde se extraen muchos miles de toneladas de mineral de hierro.

—Algunos avispados, extranjeros o nativos, de igual manera han sabido aprovechar  su inusitado interés por las minas. Con todo, fueron dos marroquíes y cada uno de ellos en su época y en su región, quienes demostraron un mayor grado de sagacidad e intuición en cuanto a saberse aprovechar de la euforia minera reinante: Uno fue Bu Hamara en Guelaia y el otro, Abd-el-krim El Jattabi en el Rif. 

— Continuaba escribiendo Práxedes Urquiza,  en su artículo:

 “El pueblo español está muriendo en Melilla por causas que no le importa defender. Existe la sospecha generalizada en la sociedad española, unida a la impopularidad de la causa colonial, de que lo único que interesaba a las clases dirigentes, en este caso, eran los beneficios que se pudieran obtener del subsuelo africano. Los más destacados accionistas de la empresa pertenecían a la oligarquía dominante en España, que demostraba en Marruecos su verdadera faz explotadora y cruel, ajena a los sufrimientos de los españoles humildes que por su culpa estaban dejando la vida en una tierra hostil. La mala imagen de la compañía se alimentaba de la relación casi simbiótica entre el poder político y el económico, pues numerosos políticos, entre ellos varios ministros, se sentaban en su Consejo de Administración”

 

Los socialistas, con la presencia en 1910 de su primer diputado Pablo Iglesias en el Parlamento, fueron los más críticos con la situación española en Marruecos. También en  las calles y en los periódicos, como el de Práxedes Urquiza, se denunciaba la supuesta relación culpable entre la actuación del Gobierno español y las posesiones mineras de unos cuantos capitalistas peninsulares.

Se ponía en tela de juicio y en constante crítica en las calles, círculos literarios, foros de opinión y lugares de tertulias de todo tipo, el sufrimiento de las clases populares y de la implicación directa y un tanto imprudente del rey Alfonso XIII.

  —Continuaba Práxedes escribiendo:

 “Yo, como soldado, ubicado en estos momentos en el campamento de Annual y corresponsal de guerra de mi periódico Castilla Libre quiero sumarme a la campaña que está señalando sobre la verdad de nuestra presencia en el Protectorado, donde día tras día saludamos a la muerte para defender los intereses económicos de algunas élites en el poder.

 

Práxedes Urquiza era un periodista valiente, de pluma fácil e impetuosa, distinguido entre los corresponsales de guerra en Marruecos, en esos momentos, por decir y escribir a la luz de la verdad y estar viviendo los acontecimientos in situ. Le llegaron noticias de intimidación y amenazas a su familia en la Península por ese periodismo valiente que ejercía y por los artículos periodísticos de opinión que publicaba. Pero el miedo no le tapaba la boca. En esos momentos sólo le podría hacer daño el tiro desviado de un “paco” rifeño.

Escribió en su prensa, ¿Quén es ese  líder al que siguen con tanto tesón y obediencia los rifeños, llamado Abd-el.Kim- Ben- Mohamed- El Jatabi? ¿Qué les ha prometido para levantarles con tanta furia y fe ciega? ¿Qué sabemos de él? Le conocíamos como un moro modelo hasta que comenzó a rebelarse contra España.

Nació en Axdir, la población más importante de la cabila de Beni Urriaguel. Es un hombre  de mediana estatura, culto, que estudió derecho musulmán en Fez. Periodista y profesor de árabe, en concreto de los generales  Silvetre y Berenguer y de los coroneles de la policía indígena José Riquelme y Gabriel Morales., del que fue buen amigo.

Reservado, inteligente y muy sutil, se expresaba muy bien en español. En tiempos fue colaborador de los españoles y adicto a su presencia en el Protectorado, de hecho tuvo cargos en la Oficina Indígena. Por ciertas declaraciones fue encarcelado en el fuerte de Rostrogordo, que pasó de construcción defensora contra los rifeños a prisión militar. Intentó escaparse por una ventana, se calló y se hizo daño en una pierna que le produjo una cojera para toda su vida. Pertenecía a la tribu de los Beni Urriaguel.

Huyó de Melilla y formó una “harka”: grupo irregular armado de rebeldes marroquíes, reclutados para la guerra contra España. Fue un nacionalista, un hombre fanático y popular que creó la denominada República del Rif de la que fue nombrado su primer presidente. Organizó un ejército poderoso de rifeños a su mando. Fue el azote de los españoles en 1921y el ejecutor responsable de todos los soldados muertes y heridos que allí sucumbieron”.

FIGURA 4. Abd-el-Krim

Abd-el-Krim vendió a sus seguidores rifeños, pobres de solemnidad, la idea de que los españoles representaban la tiranía y estaban explotando y apropiándose de las riquezas del Rif, especialmente las mineras, utilizando a los rifeños como mano de obra barata. Estas ideas y otras similares lograron levantar a este pueblo bereber indómito, inculto y violento.

—“Esas riquezas que extraen los españoles de estas tierras forman parte de nuestro patrimonio que ni vemos ni tenemos. Somos esclavos de los españoles. —era una de sus tesituras. Otras fueron:

—“La intención de mi padre, mi hermano y la mía es que nos unamos y nos dirijamos al frente para liberar nuestros dominios”.

—“Para obligar a los españoles a que retrocedan a sus fronteras de siempre, debemos unirnos; no debemos separarnos y odiarnos. Queremos ser libres y únicamente lo seremos cuando nos aliemos contra el enemigo actual de nuestra nación”.

El padre de Abd-el-Krim, su hermano y él, explicaban en las cabilas lo relacionado con el colonialismo y sus secuelas. Hablaban de las riquezas del Rif y explicaban que les pertenecían a todos los rifeños, que se las estaban arrebatando los españoles y de lo mucho que podrían hacer y obtener si se mantenían unidos. Sin duda eran mensajes que calaban en un pueblo que estaba rodeado de pobreza y miseria. Este líder indirectamente cambió la historia de España.

—Me ha comentado el comandante Mingo del regimiento Ceriñola14—señalaba Miguel Cerceño (asistente suyo) en una misión de obras que los ingenieros hemos realizado dirigidos por él, que para lograr la verdadera ubicación y defensa de los intereses mineros, España se ha visto obligada a pactar con cabecillas rebeldes para poder acceder a las minas que estaban bajo su dominio, subsidiándoles en todo lo posible.

            Mediante el pago de importantes sumas de dinero, los españoles llevaron a cabo una política conocida como de “penetración pacífica” basada casi exclusivamente en la corrupción de las autoridades locales, hasta que se produjo el levantamiento dirigido por Abd- el- Krim. Dicha política demostró pronto sus limitaciones pues no fue acompañada de una auténtica implicación en el desarrollo de la zona. La figura del Rey resultó decisiva para lograr que se avinieran a participar en una aventura que muchos consideraban desgraciada.

Más adelante, y ya en flagrante conflicto con España, unos capitalistas inversores anónimos, les regalaron a Abd-el-Kim y a su hermano, un caballo, blanco de capa torda ,a  cada uno , que montaron siempre en todas sus actuaciones y que parece que les dieron mucha suerte en las hostilidades contra los españoles en las  que participaron. Él concebía a ese animal como su talismán.

Esos momentos breves de intercambio de opiniones, de aquel grupo de soldados, en la tienda de campaña se aminoraron por la presencia del alférez Vélez de ingenieros, destinado en la compañía de transmisiones del capitán Arenas, oficial que moriría y se haría célebre en los sucesos posteriores de Monte Arruit.

— ¡A sus órdenes, mi alférez! —nos pronunciamos los allí asistentes, en posición de firmes, con el típico aire marcial, ante su presencia.

  — ¡Vengo a presentarme! Seré vuestro jefe directo hasta nueva orden, aquí en este campamento. Tengo a mi cargo los soldados de cinco tiendas pertenecientes a  nuestras compañías.

Era un hombre de unos treinta y algunos años, con cierto aire de firmeza pero cercano.

  — Lleva usted mucho tiempo en el ejército, mi alférez? —Le preguntó Mariano.    

— ¡Quince años!—le respondió con voz algo cascada y sibilante. Mi bautismo de fuego fue en El Barranco del Lobo, en 1909, nada más llegar de la Península. Me trajeron a Melilla con el  2º Regimiento Mixto de Ingenieros de Madrid, donde estaba haciendo el servicio militar como voluntario. Soy de Quintanarraya, un pueblo de Burgos. Allí no había nada para vivir en el presente ni en el futuro y me hice soldado. Creo que ascenderé pronto a Teniente, si las circunstancias y mi baraca (“suerte, en rifeño”) no me lo impiden.

  —En España sería todavía sargento pero aquí se asciende más rápido sobre todo por méritos de guerra. Es lo que buscamos todos los profesionales. En el Protectorado han ascendido muchos generales, jefes y oficiales, conocidos como ¡africanistas” de forma más rápida.

  — Sufrimos unas derrotas infernales ejecutadas por los rifeños— indicó el alférez. En esta acción del Barranco del Lobo hubo un balance alto de bajas ascendiendo éstas a unos 150 muertos españoles y más de 500 heridos.

—Práxedes “Las guerras, mi alférez— comentó siguiendo al escritor Paul Válery—son masacres entre gentes que no se conocen, para provecho de otras gentes que quizás sí se conocen pero no se masacran.”

—Por cierto—continuó señalando— ya en 1896 Ángel Gavinet, dejó escrito en su Idearium español (1898): Puede darse absurdo mayor que una empresa colonial de España en África.

A estos ascensos militares, rápidos, por méritos de guerra , a los que hacía referencia el alférez Vélez se oponían en la Península los denominados “junteros”, miembros de  las Juntas de Defensa, emergidas a la vida política española en la Crisis de 1917.

El ejército constituía uno de los grandes pilares del régimen liberal. Terminó convirtiéndose en una especie de “guardia pretoriana” del régimen y el puntal más firme de sus instituciones e intereses. Las Juntas fueron definitivamente disueltas por Sánchez Guerra, el 14 de noviembre de 1922, tras el desprestigio que las proporcionarían los sucesos de Annual. Terminaron apuntalando el sistema contra el que habían nacido.

—En Annual llegamos a reunirnos seis compañías de zapadores de la comandancia de Melilla— señalaba Mariano— que reforzábamos nuestros operativos con soldados de infantería y cuadrillas de trabajadores indígenas recién sometidos.

—Nuestra presencia estaba en todas partes, perfeccionando los caminos y arreglando los problemas constructivos y de comunicaciones de las posiciones y aguadas. El gran trabajo desarrollado por los ingenieros zapadores se vio cuando se inauguró el tramo de  la “carretera” entre Batel y Dar Drius, que pasaba también por  Nador, Zeluán y Monte Arruit, con un recorrido de sesenta y siete kilómetros.

 

                                                       CAPÍTULO VI

                           El comienzo del Desastre de 1921 (1). Abarrán.

 

—Nos reunió nuestro capitán Jesús Aguirre y Ortiz de Zárate, comunicándonos que  mañana treinta de mayo, salíamos a ocupar Abarrán y que nuestra misión era muy importante para fijar la estructura de esa posición.

Se trataba de una colina situada en la margen izquierda de río Amekrán, en la confluencia del riachuelo de Brajis con éste último., situada en tierras de la cabila de Temsamán. Su distancia del campamento de Annual era de unos 9 kms en línea recta, sin embargo la distancia real por las dificultades del camino era de unos 15 kilómetros.

Abarrán fue el último obstáculo del ejército español para lanzarse, por el territorio de los Beni Urriguel, sobre la zona de Alhucemas. Aquí se produjo la primera deserción de las tropas indígenas.

El coronel Gabriel Morales, jefe de la Oficina Central de Asuntos Indígenas y de las tropas de Policía del Territorio a de Melilla, era  el mejor informado de la idiosincrasia del Rif y el mayor conocedor de ese terreno, intentó disuadir al general Fernández Silvestre de la toma de Abarrán a quien le encantaba su ocupación. Pensaba que era el momento de la diplomacia y no de enfrentamientos bélicos. También el teniente coronel  Ricardo Fernández Tamarit le censuraba abiertamente al general su decisión de forma totalmente abierta; igualmente el teniente coronel Dávila, Jefe de la Sección de Campaña de la Comandancia General de Melilla se oponía a muchas decisiones de Fernández Silvestre como la de establecerse  en Annual o la conquista de Abarrán que pensaba que era una imprudencia.

—Cuando en las crestas de los cerros veíamos la silueta de un rifeño armado, era un presagio de que alguna harka se estaba poniendo en movimiento para atacarnos.

—Era  bien sabido por todos nosotros que, al  realizar algún trabajo de reparación o reposición en los blocaos y posiciones, contábamos con un enemigo poderoso no humano al que temíamos mucho: el escorpión negro de unos nueve-diez cms de largo. Se ponía muy inquieto y nervioso cuando ocupábamos su territorio.

Estaban normalmente escondidos en grietas o debajo de piedras que nosotros levantábamos por las obras y entonces nos atacaba.  Dado que llevábamos un calzado penoso y vulnerable, éramos objetivo fácil de su fiereza. Si nos alcanzaba uno de estos escorpiones, podríamos morir por insuficiencia respiratoria. Los escorpiones de cola negra poseen un veneno neurotóxico, que actúa rápidamente y puede ser absorbido ligeramente debido al pequeño peso molecular de las proteínas que lo componen.

   —La llegada de la noche me aterraba—hablaba Mariano consigo mismo—veía un cielo claro y una luna llena, como una bombilla incandescente que vigilaba nuestros movimientos y nos daba la luz necesaria para contemplar aquellas tierras tan desapacibles. Debíamos estar en una alerta permanente. Los rifeños defendían su tierra, con una especie de medievalismo medio salvaje y eran implacables con nosotros.

Las sombras de cientos de soldados, junto a decenas de animales para subsistencia y otros de ayuda, que caminaban a nuestro lado, parecían que cobraban vida y no nos dejaban en ningún momento, daban una imagen original hacia aquel cerro estratégico de Abarrán que sería en pocas horas la tumba permanente de muchas vidas que iban al encuentro de su cima.

            Miraras por donde miraras, sólo alcanzábamos a ver  en el horizonte  tierras yermas, resecas y desnudas de vegetación excepto en la falda de algunas montañas donde brotaban aislados algunos árboles y matorrales Eran el ejemplo más relevante de ese Rif mísero y empobrecido sin fuste de vida.

El camino era tortuoso, entre cortados y barrancos, por lo que teníamos que ir en fila de uno por su estrechez. No había piedras ni paramentos naturales. Abarrán era un áspero pinacho, sin aguada por lo que había que ir a por ella al río Amekrán, lo que conllevaba una hora de ida y otra de vuelta. Era todo un gran problema estratégico a 525 metros de altura

A Mariano aquellas tierras le parecían  estar habitadas por sombras frágiles, blancas, dormidas, de innumerables muertos cuyos espectros parecían aflorar al amanecer entre las luminarias de aquellas aguerridas montañas. En ellas se imponía un cielo azulado que parecía bendecir la salida del sol que nos quemaba durante el resto del día y que tantas influencias proyectaba sobre nosotros.

            En las posiciones y blocaos bebíamos el agua que podíamos, en ocasiones de una especie de búcaros de hojalata nocivos y desapacibles que portaban algunos mulos. Este manjar nos daba la vida cuando lo teníamos a nuestro alcance o, por el contrario, restaba nuestra fortaleza.

            Eché a volar mi fantasía, pensando en las experiencias posibles que me aportaba mi imaginación y me sentí frágil e inestable, acordonado por lo que se veía venir el enfrentamiento con los rifeños.

Los zapadores siempre estábamos trabajando en  todas partes: reparando posiciones, caminos, telégrafos, telefonía y extendiendo hilo para que las comunicaciones fueran eficientes y eficaces. En Abarrán tendríamos muchas dificultades para hacer la perimetración de la defensa y los parapetos, dada la ausencia de piedras en aquel entorno, donde abundaban sobre todo la tierra movida arcillosa y arena.

              Salimos de Annual camino de Abarrán 1465 hombres y 485 cabezas de ganado  en fila india, lentamente, pero con ojo avizor, por esas sinuosidades que simulaba una alargada serpiente a las órdenes del comandante de la Policía Indígena del sector del Kert, Jesús Villar.

Íbamos ascendiendo por el monte poco a poco, sin ninguna cobertura, expuestos entre lomas verticales, surtidas de matorrales bajos, rastrojos y  polvos amontonados, aunque en la falda de la colina existían algunas jaras y otras malezas que podrían ayudar a los rifeños a realizar cualquier ataque por sorpresa en busca de nuestro destino, una posición a la que Abd-el-Krim había advertido que no podíamos llegar, pero se omitió este aviso del jefe rifeño, por el mando. Se consumaría la tragedia que algunos intuíamos.

—Las dos compañías de zapadores (2ª y 5ª), dirigidas por nuestros respectivos capitanes íbamos juntas, una detrás de otra, aproximadamente en el centro de la columna. Marchábamos muy en alerta por aquellos indomables parajes vacíos de vida que “podrían  ayudar a ilustrar la poesía de la muerte.”

Esa conquista se concebía más como un paseo militar que una acción de guerra, rechazando los límites de la prudencia y la sensatez perfectamente delimitados por el líder rifeño. Pero el afán del general Silvestre por llegar a Alhucemas era irrefrenable.

En esa columna, íbamos  dirigidos por el comandante Villar, además de los ingenieros, tres  mías de la policía indígena, una compañía de intendencia, varias de regulares, incluida una de caballería de este cuerpo y dos compañías de ametralladoras del regimiento de Ceriñola, entre otros.

Nuestro jefe era una persona en la que confiaba mucho el general. Le concebía como un militar con muchos testículos. Se distinguía físicamente por su rostro  aguileño, la nariz algo corva, la boca pequeña y la frente protuberante. Su mirada era perspicaz y minuciosa. En sus órdenes y decisiones era rápido, súbito y violento.

Era una posición difícil de defender, como así se demostró a las pocas horas de ocuparla. Sobre la una de la madrugada del uno de junio, las tropas nos pusimos en marcha hacia esa cumbre de unos 500 metros de cota. Dos horas tardamos en llegar a la cima de esa montaña desde la cabeza  a la cola con una gran distancia entre una y otra. Se trataba de un pico pequeño pero muy abrupto desde donde se dominaba una vista muy bonita: el valle del río Amekrán

— Formábamos  una sola columna  guiada por la confianza que en ella puso el mencionado comandante Villar, un hombre suelto en el lenguaje militar, con mirada enérgica y desafiante en el que confiaba bastante el general Silvestre.

  — Si hay tiroteos cuando subamos la colina, estaremos todos en una piña sin perder la formación mientras yo no lo ordene —nos dijo nuestro capitán.

Cuando llevábamos recorrido la mitad del camino aproximadamente, los rifeños comenzaron a “paquearnos”. Se trataba de francotiradores, camuflados entre malezas de las lomas que querían impactarnos y meternos el miedo en el cuerpo, y si además nos mataban a alguno de nosotros, pues mucho mejor. Intuíamos que se nos presentaba una jornada aciaga y negra como el hollín.

La aridez inquietante de nuestros pensamientos, acorde con el suelo que pisábamos, no nos permitía razonar aquella situación en la que nos encontrábamos. Caminábamos llenos de miedo y, en ocasiones, echábamos algunas carcajadas y decires llenos de cinismo y queríamos creer que todo era menos peligroso que la realidad que nos acechaba. Simulábamos una gran preocupación que dormitaba en nosotros por los acontecimientos que estábamos viviendo.

—La tensión nos visitaba con su aguijón mordiente a cada uno de nosotros. Sabíamos que ese momento era el más peligroso que habíamos vivido en aquellas tierras. Estábamos muy nerviosos. Podíamos ser heridos o morir en cualquier momento. Noté que un sudor frío me recorría la nuca y  la sangre me brotaba en las sienes.

A un soldado de mi compañía le alcanzó uno de esos tiros del infernal “paqueo”, atravesándole el cráneo de lado a lado. Su nombre era Arsenio Galindo, de Loja (Granada). Era padre de una niña de dos meses que no conocía Murió en el acto. Había hecho una buena amistad con Lucrecio con el que le unía mucho la afición a la caza.

—Abrí los ojos con exageración y los párpados superiores se me quedaron extrañamente fruncidos. Tuve una sensación turbulenta y agobiante ante la muerte de ese compañero.

  — ¡Cuerpo a tierra! Gritó uno de nuestros tenientes! La sangre de aquel muchacho comenzó a teñir el paisaje desolado y traidor.

De manera visceral y repleta de vehemencia y fogosidad, muy dolido por la muerte de su amigo, Lucrecio cargó su máuser y, sin mediar palabra salió de pronto de la formación y se fue reptando y saltando obstáculos de la naturaleza, buscando a aquel grupo de rifeños que nos estaban abatiendo.

A pesar de que el capitán y los tenientes le recriminaban su acción y le ordenaban que regresara a la formación, él siguió furioso la proyección de su ímpetu, le perdimos de vista y al rato oímos varios impactos de fusil detrás de una loma. Todos pensamos que le habían matado.

Un silencio fortalecido apareció en el grupo de hombres que esperábamos que le hubiera ocurrido lo peor a Lucrecio. Lidiando las contingencias oportunas, fortalecimos nuestra confianza. De pronto divisamos su figura levantado su fusil a modo de saludo victorioso. Todos aplaudimos aquel acto valeroso.

Cuando llegó corriendo a la formación, como un verdadero trota bosques se puso firme frente al capitán y le dijo:

  — ¡Sin novedad, mi capitán! Era un grupo de cuatro malditos rifeños. He liquidado a dos- que ya no matarán a ningún español-  y los otros han huido despavoridos. Hoy les he visto de cerca y su aspecto es detestable: me han parecido fríos y desalmados  —Los tuve muy cerca y en sus miradas descubrí odio y ojos enfebrecidos.

El capitán le recriminó con dureza por no cumplir sus órdenes:

— ¡No vuelva usted a realizar más estas imprudencias porque le pego dos tiros! Parecía que se  abrían las ventanas del mando  militar más ortodoxo.

  — ¡Si, mi capitán! Pero no me arrepiento. Nos podrían haber matado a  varios más. Lo he hecho por nosotros y por  España. ¡Viva España, gritó! Un pequeño grupo respondimos ¡Viva!

— ¡Vuelva inmediatamente a la formación y ya está advertido!— le arengó el capitán ¡A sus órdenes! Por dentro pensó: “muerto el perro se acabó la rabia”.

Lucrecio era un hombre sencillo, con pinta de gañán de aldea, analfabeto, algo brusco en sus expresiones pero capaz de defender la vida de los demás compañeros y la existencia de las cosas.

—En plan jocoso, le dije a Lucrecio: “quien no oye consejo, no llega a viejo”, frase que le hizo mucha gracia.

—Sí, al buen callar, llaman Sancho!—apuntó Práxedes.

  Pensé en mi interior que  las palabras, como las balas, una vez disparadas, no tienen retroceso. Y como éstas, pueden matar, herir o infligir sufrimiento, también pueden tranquilizar, provocar, inspirar y movilizar  e incluso dejarte complacido.

Yo sabía por nuestras confidencias de amistad que  el albaceteño era un gran tirador. Su puntería la tenía consolidada desde muy joven cuando comenzó a sentir la fiebre del arte de la caza en su pueblo y por la sierra de Alcaraz. Tenía fama entre sus paisanos de ser un gran cazador con una puntería exquisita. Solía realizar muchas acciones furtivas por lo que era muy perseguido por la guardia civil. Llevaba siempre una vida fuera de la farándula pueblerina.

Su padre, llamado de pila  Firmo, fue su gran maestro y compañero de aventuras cinegéticas. Denotaba ser una persona solitaria, muy callado, excesivamente serio y gran observador.

  —Lucrecio me comentaba que nunca había visto reír a su padre—señalaba Mariano—aunque también me apuntaba que su bondad era infinita y de eso tenía fama en  su pueblo. Muchas veces repartía la caza furtiva con los más pobres que también, en ocasiones, se la ocultaban en sus casas.

Camino de Abarrán, subimos de noche por tierras encajadas entre lomas, yermas, baldías, despobladas e inhóspitas, muy estériles, donde nos hundíamos en la arena con nuestras sandalias de esparto, se despertaba la sed y nos impregnábamos de polvo. No había ninguna aguada cerca. Sólo estaba la propia del río Amekrán a unos dos kilómetros. Llegamos a la posición sobre las cinco y media de la madrugada.

Los oficiales, con sus órdenes, reducían nuestros pensamientos— si es que existían— e impedían las vagas reflexiones que pudiéramos realizar sobre los acontecimientos que vivíamos cada instante. Los gritos de cabos y sargentos se agolpaban más directamente sobre nosotros para permanecer unidos y seguir las órdenes correspondientes.

Comenzábamos a ver una impresionante presencia de enemigos en las cercanías que observaban sigilosos nuestros pasos. Cada vez eran más y más.

El miedo acelerado se difundía por todo el cuerpo y nos hacía estar en vigilia permanente, cortándonos a veces la respiración, estando muy  atentos hacia cualquier cosa que se moviera, lo que nos hacía no poder relajarnos. Tan solo el viento vulneraba ese silencio aterrador que se difundía en la noche tan oscura como una  gruta profunda. Llegó el alba en su momento y comenzaron las temperaturas infernales de cada día.

—Lucrecio, siempre muy atento a la situación, parecía estar en posesión de la astucia de una serpiente. Su fino oído de cazador le impulsaba a ello.

En aquel campo erial se mascaba la incertidumbre entre nosotros. Estábamos expuestos a cualquier sorpresa de  muerte. Los mulos cargaban con las ametralladoras, las piezas de artillería y las necesidades de intendencia. La colina estaba a quinientos veinte cinco metros de altitud.

  — El día anterior, antes de partir de Annual, nuestro capitán Ortiz de Zárate, nos ordenó de forma taxativa que permaneciéramos atentos, siguiéramos ortodoxamente todas sus instrucciones y las de los dos tenientes que le acompañaban, recién salidos de la Academia militar de ingenieros de Guadalajara. Llevaban en la comandancia de Melilla menos tiempo que nosotros. Estaban ardientes de información y sentían un miedo camuflado que les ponía la “carne de gallina”; el rostro desencajado les delataba.

Las mismas instrucciones dio a sus zapadores el capitán de la 5ª, José Maroto García quien dirigiría posteriormente, con las dos compañías, la fortificación de Abarrán.

En esa línea de internamiento expansivo, diseñada en la hoja de ruta del general Silvestre, Abarrán,  era un punto de inflexión entre los españoles y los rifeños. Una especie de Rubicón para las tropas españolas.

Pero la imprudencia, la temeridad y su propia valentía,  blasonaban al general. Había prometido llegar hasta Alhucemas e iba poniendo sus pivotes de apoyo. Era impaciente y ansiado. Siempre informaba al general Berenguer, su jefe y Alto Comisario de España en Marruecos pero pocas veces escuchaba sus respuestas. “Él era él y sus objetivos”.

En Abarrán, dada la ausencia de piedras en aquel entorno, donde abundaban sobre todo la tierra movida y la arena, como se ha indicado, la construcción de las defensas no fue nada fácil. Nada más posicionarnos, los ingenieros  de la 2ª y 5ª compañías comenzamos a realizar a toda velocidad los trabajos de fortificación.

Junto a las pocas piedras existentes en aquel terreno, los sacos terreros estaban prácticamente podridos y la tierra se  salía de ellos, con lo que todo eran problemas para construir un parapeto, una tarea necesaria y dificultosa. El terreno era blando y con mucha pendiente, y no aguantaba las estacas que clavábamos para sujetar las alambradas. El parapeto apenas nos llegaba al pecho cuando nos tendría que haber pasado la cabeza para evitar el impacto de las balas rifeñas, lo que suponía un gran problema para la defensa de la posición.

Además en el pie del monte existía un lugar religioso icono de fe para los rifeños. Era el llamado “Bosquecillo del jefe”, donde estaba enterrado un santo nativo al que rendían culto, lo cual era un motivo de atacar por parte rifeña esa ocupación.

Nos chamuscábamos al sol, trabajando prácticamente desde el amanecer. En las colinas circundantes comenzaron a aparecer rifeños mirando atentos y expectantes, como espías sigilosos, los trabajos que realizábamos.

El sudor hacía su presencia brillando incansablemente en nuestros rostros mientras el cansancio nos sedaba y permanecíamos en un silencio sobrio en aquella tierra parda, mientras la sed, ¡siempre la sed! nos perseguía constantemente, unida al cansancio, el sueño y la mala alimentación que recibíamos. Todo ello conseguía diezmarnos la mente y el cuerpo.

La harka enemiga se multiplicaban por todas partes y tenían una situación expectante, lo que preludiaba un enfrentamiento duro y sangriento. Ya estábamos al alcance de sus fusiles. Pensábamos que se reunieron en aquel lugar más de tres mil rifeños con una actitud claramente hostil.

Abarrán fue la mecha que puso en marcha la cadena explosiva, el primer acontecimiento importante de todo un encadenamiento que vendría posteriormente: el inicio del Desastre. Junto a la matanza de Igueriben  y los sucesos de Annual, fueron las tres grandes fogatas de aquella cadena de trágicos acontecimientos. En todas ellas participamos los soldados de las quintas de 1918, 1919 y 1920. Muchos dejaron allí sus vidas. Esta  guerra, como en otras, no podemos olvidar  tildarlas como “el arte de destruir hombres”. Y así ocurrió.

  Al parecer—quizás fue la justificación estratégica la toma de esta posición—  los jefes de los poblados cercanos le solicitaron dicha ocupación a modo de protección contra los rifeños rebeldes porque ellos sufrirían sus represalias por ser aliados de España. Las circunstancias no eran muy propicias para la anexión del lugar por las consecuencias que, en su caso, podría ocasionar la presencia de un amplio contingente de tropas rifeñas en los alrededores. Pero la operación se llevó adelante. El general Silvestre se empecinó y puso todo su énfasis en ello.

Muchos compañeros iban con los pies desnudos, con las  alpargatas rotas, sufriendo además las secuelas de ese fuerte viento que quemaba en aquella cima.  Algunos teníamos los ojos irritados por el sol y la sequedad. Estábamos sumergidos en una vida exenta de alegría y atosigada de inquietud y peligros.

Abarrán era un objetivo prioritario para la ocupación del Rif según el interés de los altos mandos militares.

Nos sentíamos vigilados en la lejanía. Los rifeños nos inquietaban y, de vez en cuando, nos “paqueaban”. El miedo permanente y el desasosiego eran nuestros mejores aliados.

Era el uno de junio, conquistamos Abarrán, aunque nuestro logro duró poco tiempo. Era una posición difícil de mantener, defender y de avituallar pero construimos el parapeto e instalamos las alambradas correspondientes. El comandante Villar resplandecía de satisfacción.

  Nos percatamos que estábamos rodeados por un número exagerado de rifeños que nos vigilaban constantemente con rabia y ensañamiento, como si esperaran caer sobre nosotros en cualquier momento, pues nos consideraban sus presas y querían nuestra sangre. La inquietud de un ataque inesperado, en cualquier instante, pesaba cada vez más sobre nuestro  desasosiego permanente.  La  diferencia de fuerzas estribaba entre unos tres mil rifeños frente a 250 hombres que allí quedaron. Todo estuvo más o menos tenso hasta que comenzó la moribunda a subir como hormigas dando gritos enormes.

 

—Allí me encontré con Rufino Cabero  al que no volvía a ver desde Melilla. Pertenecía al regimiento Ceriñola 42,  y estaba destinado en una compañía de ametralladoras. Ellos habían llevado en sus mulos la munición, agua, víveres y el material de fortificación que nosotros empleamos para levantar las defensas del muro.

Nos dio mucha alegría aquel encuentro y en un descanso de las ocupaciones, lo celebramos. Me ofreció una bota de vino que había traído hacía unos días desde Melilla a Annual.

—Me da miedo esta posición—me dijo. Barrunto que los rifeños en masa nos van a atacar en cualquier momento

—Oí decir a mi capitán que era una locura ocupar Abarrán porque el líder rifeño no lo iba a consentir, pero las órdenes de los superiores hay que obedecerlas. Era el principio del fin o el comienzo del Desastre.

— ¡Sí pero al general Silvestre se le ha metido entre ceja y ceja que debe ser así. Considera que es un sitio estratégicamente muy importante para marcar el camino en su hoja de ruta hasta Alhucemas que es donde quiere llegar—indicaba Mariano.

En esos momentos se acercó Práxedes hasta nosotros, le presenté a Rufino y señaló:

 — ¡La prensa en España comenta que se lo ha prometido al rey Alfonso XIII y que éste le ha animado e incluso valorado su objetivo.

El caid El Hach Haddur Boaxa, que acompañaba a la columna española, aconsejó al comandante Villar no instalarse en la posición y regresar a Annual. Aquel lugar prohibido era muy peligroso.

Una vez ocupada aquella altura, el general Silvestre quiso ir a ella para elogiar su ocupación. Habló con el comandante Villar quien le dijo que la presión enemiga aumentaba, era cada vez más grande. No era conveniente su presencia allí porque era peligroso.

El nerviosismo estaba ya cundiendo entre las tropas españolas que olían al enemigo y sus intenciones. El coronel Morales— opuesto al logro de aquellos acontecimientos- seguramente le desaconsejó que no fuera a Abarrán por el peligro que podría correr. Era un rito que el general acostumbraba a realizar y que le colmaba de satisfacción saludar a sus hombres y felicitarlos por sus éxitos. Los rifeños le estaban esperando, pues su muerte hubiera supuesto muchos puntos en el haber de los hombres de Abd-el-Krim.

Sobre las once de la mañana, el comandante Villar, hombre de la absoluta confianza de Silvestre y admirado por éste como un hombre valiente, opinó que se habían establecido ya el final de los trabajos de fortificación y teníamos que regresar a Annual.

Aquel cerro escabroso estaba aislado y rodeado de malos caminos, lo que significaba que, en caso de problemas, el auxilio no podría ser el adecuado y necesario. Doscientos policías indígenas y cincuenta soldados españoles quedaron allí al mando del capitán de regulares Juan Salafranca Barrios: un conjunto de fuerzas totalmente insuficientes para hacer frente al enemigo en caso de ser atacados por los rifeños.

Poco después de retirarse la columna del Comandante Villar, elementos nativos de Tensamán y de Beni Urriagel, atacan la posición y, tras una heroica defensa de unas cuatro horas, rechazando al enemigo, sucumben nuestros soldados, muriendo la mayor parte de los defensores españoles.

            Mientras regresábamos a Annual, sobre las trece horas, Abarrán fue acometida por los rebeldes rifeños y aniquilada la guarnición. El comandante Villar, decidió no dar marcha atrás volviendo en su ayuda,  y  optó por dejarlos solos y hundidos en su propia suerte. Lucharon cuerpo a cuerpo en el que la gumia era su arma letal. Allí el tiempo era ya existente sólo para la muerte o para la vida.

Según llegábamos al campamento oíamos cañonazos procedentes de la posición hasta que se extinguió ese sonido.             

— La suerte estaba echada. Los rifeños recuperaban Abarrán a las pocas horas de ser ocupada: muertos, mutilados, insepultos, ese era el panorama de las tropas españolas en su mayoría. El fanatismo vandálico y reconquistador rifeño había hecho su primera presencia con fuerza, creándose un escenario dantesco.

—Práxedes, escribió sus impresiones sobre aquel acoso de los rifeños  en su siguiente crónica, en este resumen:

 

“Estas harkas temerarias, alocadas, blasonadas por las penurias más angostas y las miserias más exacerbadas, enajenadas por un fanatismo al que se unen los conceptos de guerra santa e independentismo: porque aquél surge cuando alguien se encierra en su cultura en su medio geográfico. Abd-el-Krim les ha prometido “el oro y el moro” valga la redundancia.

—No tienen nada que perder. Desde que tienen uso de razón conciben las armas como compañeras de viaje inseparables en sus vidas. Las pugnas tribales eran muy frecuentes, llenas de rivalidad sin descanso, sin cuartel. Están acostumbrados a matarse unos a otros por lo más mínimo. Esta es mayormente su forma de vivir, que constituye el “caldo de cultivo” que el líder rifeño requiere, en el contexto expansivo de un egocentrismo patriótico nacionalista y orgulloso. Esos hombres, con esas mentalidades y esas formas de vivir cayeron aguerridamente en Monte Abarrán sobre los soldados españoles provocando muchas muertes”.

 Los rifeños eran miles, una turba exagerada de enemigos Comenzó el ataque harqueño y unos tres mil de ellos cayeron sobre Abarrán. Los nativos que estaban en el ejército español, por miedo a morir abatidos, se unieron a los rebeldes y comenzaron a disparar contra los españoles.

La primera línea defensiva, que estaba organizada por los soldados de la cabila de Temsamán, no tardó en verse superados por el enemigo. No sabían como reaccionar, qué hacer. Los rebeldes se les echaban encima. Deciden darse la vuelta y comenzar a disparar también contra los que hasta ahora eran sus compañeros: los españoles. La traición dio la cara. Pretendían salvar su pellejo ante ese empuje irresistible de los atacantes rifeños.

La Policía Indígena— y algunos Regulares—matan a su oficial, el capitán Huelva. Se quitan los uniformes, los tiran al suelo y comienzan a atacar a los españoles y también a los indígenas fieles.

El enemigo Inundaban aquellos cerros y los convertían en paisajes de fuego y sangre. La ira y el odio se impregnaron en aquellos seres de carne y huesos, seres humanos  que caían abatidos por la acción de las balas y los cañonazos que les dejaban inertes y destrozados. El  sol brillando con su máxima fuerza agotadora y el cielo azul desnudo, eran testigos de aquellos sucesos abominables.

El capitán Salafranca murió en el combate Los soldados españoles salieron huyendo de la posición antes de morir bajo las garras rifeñas. Al teniente Flomesta, que había recibido un impacto en la cabeza y otro en el brazo, le hicieron prisionero para que les enseñara a manejar las piezas de artillería.  Se negó a ello y murió de hambre en cautiverio el 30 de junio.

Los sucesos de Monte Abarran fueron el primer revés relevante español ante los rifeños. Dispararon los evidentes mecanismos de alarma del Desastre que llegó un mes y medio después, pero que nadie quiso, pudo o supo entender.

Esta posición sirvió de banderín de enganche para los rifeños uniendo a muchos combatientes para la harka. Para Abd-el-Krim, la victoria fue una profecía cumplida.

¿Cómo es posible que los mandos militares planificaran así las actividades y las conquistas que ponían en peligro nuestra existencia, dejándonos abandonados a merced de los rifeños. ¿Por qué el sueño del general Silvestre era tan inoperativo y oscuro?—comentaba Mariano a Práxedes.

—Creo que estamos en manos de jefes militares ineptos que no les sobran las neuronas y sí el ímpetu irracional. La prensa nacional en España se hace eco de esta situación en los términos que la estaba analizando—señaló Práxedes.

 — El alférez Vélez comentó a los soldados de ingenieros a su cargo que las tropas indígenas encuadradas en la  policía y regulares eran a partir de ahora de dudosa lealtad. Había que tener mucho cuidado con ellos. Muchos eran proclives a la traición y podrían pasarse al bando rifeño, a pesar de llevar algunos de ellos varios años en el ejército español que les estaba dando de comer a ellos y a sus familias.

—¡Por el conocimiento que tengo del armamento que disponemos, por los oficiales de artillería- no nos llegan provisiones suficientes para combatir ni armas más útiles y modernas- disponemos de una artillería anticuada y escasa, ametralladoras de poca eficiencia de la marca Cok que se sobrecalientan al usarlas y fusiles Máuser obsoletos!

Se observaba por los movimientos, gritos y jaleos posteriores que miles de rifeños terminaban de recuperar la posición de Abarrán. Era abrumadora su superioridad numérica cuyas huellas podíamos contemplar a lo lejos con unos simples prismáticos. Nosotros estábamos ya en Annual—apuntaba Mariano—sumidos  entre la turbación y la zozobra. “Allí las sensaciones podían más que las palabras”.

La pérdida de esta posición en sólo unas horas fue el primer acontecimiento catastrófico para las tropas españolas y la primera gran victoria  que motivó la rebelión de los rifeños quienes arrebataron un cañón a los españoles que paseaban por los zocos en señal de victoria, lo que alentaba el triunfalismo y el enganche de muchos combatientes.

Los cadáveres de los soldados españoles muertos en Abarrán quedaron allí sin enterrar, secándose al sol y siendo presa de los buitres y los gusanos. Los rifeños no los daban sepultura, los dejaban tirados a la intemperie donde yacían, olvidándose de la vida para siempre.

—En Abarrán murieron 24 de los nuestros, hubo 59 heridos y un solo prisioneros. Los rifeños capturaron cuatro cañones allí emplazados que utilizarían posteriormente contra nosotros.

A todos ellos les vino la muerte a llamar a sus vidas. Un fallecimiento inevitable, quizás hasta algo dulce, porque algunos ni se enteraron que morían por un disparo inesperado de cualquier “paco”.

— ¡Tomé conciencia e intuí que nos esperaban grandes sucesos que iban a terminar con muchos de nosotros ¡Sentí por unos instantes ese sentimiento de impotencia ante la realidad, resquebrajando mis esperanzas y estando expectante ante  las vicisitudes tan nefastas que nos esperaba, o algo más horrible, la destrucción anunciada.

Al día siguiente, en uno de los pocos momentos de asueto con los que contaban, Mariano escribió una carta su familia que estaba deseando de saber algo de su vida:

 

Annual, 3 de junio de 1921

 

Mí querida familia:

Espero que estéis todos bien, yo así lo estoy por ahora. Quiero que confiéis en mí porque, a pesar de estar aquí luchando contra los rifeños, espero licenciarme con vida y encontrarme de nuevo con todos vosotros en Aranjuez.

Cuando me siento a pensar en todo lo que he dejado atrás, es cuando empiezo a valorar el sentido de mi vida y de mi libertad. Aquí nadie puede decidir nada, todo te lo dan hecho y te obligan a cumplirlo.

Pasan los días demasiado deprisa, en este paréntesis de mi vida al que no me siento unido para nada.

He hecho buenos amigos que piensan como yo y sufren las mismas experiencias día a día. En ocasiones creo que he cambiado bastante y que soy otra persona, más curtida en el sufrimiento y las penalidades que aquí todos tenemos ajenas a nuestra voluntad. Hay momentos muy duros pero sonreímos y nos ayudamos unos a otros en todo lo que podemos.

Ya llevo unos meses fuera de vosotros y me parecen años. Os echo mucho de menos

Gracias por estar siempre conmigo y por todos los esfuerzos que hacéis para enviarme algún paquete de comida. Con vuestro cariño hacéis posible  que mi vida aquí, día a día, sea más llevadera y que sienta  que no estoy solo en la vida.

Os quiero mucho a todos y os recuerdo con gran cariño, especialmente a ti madre. No sufras por mí.

Muchos besos

 

 

Práxedes le leyó unos instantes después, parte de otro artículo que había preparado para su periódico donde retrataba así a los rifeños:

 

“Los moros parecen un pueblo de maldición y barbarie. La furia del desierto corre por sus venas.

El miedo y la zozobra no  les rebotan en las paredes de su cerebro. Los soldados más veteranos me cuentan que en combate parecen seres defectuosos, imperfectos con instintos atávicos, y realizan verdaderos actos de crueldad. Sus conductas están dirigidas por la miseria, el hambre y las falsas promesas de su jefe Abd-el- Krim y su interés por constituir la República del Rif.

Sus  cabilas están situadas mayoritariamente en las montañas peladas de vida y vegetación, al compás de la luz del sol. En ocasiones en las crestas de los cerros vemos la silueta de un moro y su fusil como una señal que anuncia la muerte.

El pastoreo, en tiempos de paz es su actividad más importante, Todo esto les marca su carácter y les define sus formas de vida.

(Práxedes Urquiza. Soldado de ingenieros en el Rif y corresponsal de guerra del diario Castilla Libre de Valladolid).

Los rifeños, tras vencer y ocupar Aberrán, se envalentonaron y  seguidamente el jueves, dos de junio, Abd-el-Krim, con sus huestes, atacó la posición fortificada de Sidi Dris, situada en la costa, al otro lado del río Amekrán,  un cerro, al borde de un acantilado. Junto con Afrau eran el único acceso marítimo de la República del Rif por donde recibían precisamente muchas de sus armas los nativos.

Los moros fueron rechazados en esta posición por la defensa eficazmente realizada por el comandante Benítez, del regimiento de Ceriñola 42 . Era un militar inteligente, honrado que cumplía estrictamente con sus deberes militares y siempre dispuesto a dar la vida por España. En este caso la infantería fue apoyada por la aviación y la marina.

“El enemigo llegó hasta las alambradas y tuvieron muchas bajas. Al día siguiente, el 3 de junio, se retiraron. Estaban motivados por el líder rifeño quien les aleccionaba con conseguir un buen botín de los españoles. Con ésta, y con otra mentira fácil, consiguió  ya, en estos momentos, un ejército bien armado de más de 11.000 hombres”.

El comandante Benítez defendía la situación precaria de sus soldados, que se entregaban en cuerpo y alma a la defensa de la posición. Hacían tantos esfuerzos que se les ponía los ojos oblicuos. Decía a sus superiores:

—“Mis hombres no aguantan más, son verdaderos héroes. Están mal alimentados, tienen zapatillas medio rotas y su armamento es totalmente obsoleto. Así no podemos vencer con claridad a los rifeños. Además hay verdadera gentuza, entre nosotros, que está vendiendo armas a los moros. Ya han sido apresados algunos capitanes, sargentos y tropa que han sido descubiertos. Se merecen ser fusilados—señalaba.

Los ataques a Abarrán y Sidi Dris evidenciaban que la resistencia rifeña, abanderada por Abd-el- Krim, estaba bien organizada en hombres, recursos y armamento, a lo que ayudaba muchísimo el conocimiento del terreno, aunque las tribus bereberes no tenían ninguna formación castrense. Éste era un símbolo de patriotismo que logró unir a las tribus rifeñas, machacar al ejército colonizador español y formar la República del Rif (1921-1925). Un hombre de letras,  bereber que hablaba español y había trabajado en Melilla para España.

                                              

                                             

 

 

                            CAPITULO VII

                                            El  Desastre de 1921 (2). Igueriben

 

En los alrededores de Annual, donde  el sol caía a plomo sobre la llanura, el calor era pegajoso y esas tierras hervían bajo unas temperaturas altísimas que las chicharras alardeaban con su presencia.

Miles de españoles vivían día tras día  en ese infierno, entre sudores ,falta de agua y muchas más deficiencias.

 Unas cuantas posiciones en altura rodeaban a Annual, el campamento central. Una de ellas era Igueriben, situada a unos cuatro kilómetros al sur, una zona de profundos barrancos, junto a la denominada Loma de los Árboles, precisamente desde donde comenzarán a hostigar los rifeños.

Tras el descalabro en Abarrán, el mando optó porque ocupásemos esta posición unos días más tarde. Así se hizo el martes 7 de junio, dirigiendo la operación el general Navarro desde este campamento base.  La columna de ocupación fue mandada por el coronel Morales. El blocao quedó al mando del comandante don Francisco Mingo Portillo, del regimiento de Infantería Ceriñola" nº 42, con una guarnición de unos 355 hombres.

Tenía un gran problema, común a muchas de las posiciones españolas en el Rif. Carecía de agua y había que buscarla a cierta distancia, lo que suponía exponerse a los disparos de los rifeños. Además, los caminos naturales que llevaban a la posición estaban cortados por profundos barrancos que eran aprovechados por los rifeños para ocultarse. Y tenía por último el más grave inconveniente de todos: podía ser dominada por una loma vecina denominada la Loma de los Árboles que, por razones que se desconocen, el general Silvestre ignoró su ocupación cuya posesión era necesaria para la protección del dispositivo español y esencial para  proteger el convoy de Annual que diariamente suministraba a Igueriben.

            Varios soldados de zapadores, al mando del sargento primero Elías Barriga participamos en una de estas comitivas para llevar agua, provisiones y municiones a esa nueva fortificación. No pudimos eludir un continuo tiroteo pero no hubo bajas, sólo algunos heridos, varias acémilas muertas y cubas de agua agujereadas. Era  el día 12 de junio. Todavía no había efervescencia de implacables hostilidades.

En ocasiones los rifeños disminuían el furor del fuego de su fusilería para que tuviéramos confianza en el sosiego falso que se vivía y ellos disimulaban, nos confiáramos y nos hiciéramos más vulnerables para en un momento dado caer sobre nosotros.

  —El camino era extraordinariamente polvoriento. Nuestro calzado no aguantaba esas inclemencias y sufríamos lo indecible en nuestros pies, mientras hacíamos el recorrido con ingenuas conversaciones con las que queríamos despistar nuestra permanente congoja.  Los ojos siempre debían estar bien abiertos.

            Dos docenas de zapadores nos quedamos provisionalmente en la llamada Loma de los Árboles , una pequeña colina  de gran valor estratégico, porque desde ahí se podían hostilizar a los convoyes que hacían las aguadas, para estudiar la posibilidad de establecer en ese lugar un pequeño blocao, pero el General Silvestre no quería por allí una nueva posición.

Nos echábamos las manos a la cabeza y nos percatamos que era totalmente incomprensible que no estuviera ocupada por nuestro ejército. Su dominio era esencial para proteger la nueva posición y los convoyes que debían aprovisionarla. Su ocupación por los rifeños sería mortal de necesidad para las comunicaciones entre los puntos estratégicos como así sucedió.

La Loma era una elevación en forma de media luna, de unos dos kilómetros de largo situada frente a Annual a una distancia en línea recta de algo más de dos kilómetros y medio. Desde su mitad derecha se  dominaba perfectamente la posición de Igueriben, situada a unos mil metros aproximadamente, y su camino de aprovisionamiento; desde su mitad izquierda se controlaba también la posición de Dar Buymeyán, situada a la vanguardia del campamento central.   

—Nada más llegar allí, el sargento Barriga nos dijo lo que era obvio:” ¡Es importante dominar   esta loma, para proteger el paso de los convoyes de aprovisionamiento, además, si no lo hacemos puede servir de punto estratégico a los rifeños para atacarnos por todas partes!

 De hecho todos los días se situaba allí—de forma flotante— un contingente de policías nativos procedente de Buimeyán para proteger la llegada del convoy de aprovisionamiento  que venía de Annual  y se retiraban luego por la noche, una vez que éste había cumplido con su misión de realizar los suministros correspondientes a Igueriben,

—Hice un comentario, destacando que para eso nos habían enviado a nosotros para parapetar la Loma y ponerla al servicio de nuestros intereses—apuntó Mariano.

—A lo que Práxedes comentó: “Igual ya es tarde para que nuestra presencia y labor aquí sea efectiva”.

—“Nunca es tarde si la dicha es buena”—respondió el sargento Elías  Barriga—Hagamos un informe de los planteamientos que consideramos se deben realizar para reforzar este punto estratégicamente tan relevante y marchemos de inmediato para observar detenidamente los problemas  del camino y ver la situación de Igueriben—Según nuestro capitán mañana mismo podríamos iniciar las obras para dejar este lugar en las mejores condiciones posibles.

Comenzaron a tirotearnos un grupo de rifeños poniéndonos en una difícil situación. Pedí permiso al brigada para que unos compañeros y yo acabáramos con esa especie de guerrilla que se afanaba por terminar con nosotros. Lucrecio, Filogonio, Pedro y Otero dieron un paso al frente para acompañarme.

Se montaron dos ametralladoras Colt para comenzar el tiroteo contra los moros, mientras mis compañeros y yo intentábamos rodear La Loma y algún zanjo que nos separaba de ellos, serpenteando los barrancos existentes, reptando entre las rocas que se nos clavaban en el pecho. Superamos un anticlinal descubrimos un atajo y dimos con ellos.

Por fin los tuvimos a tiro, estábamos detrás de sus espaldas. Cuando se percataron de nuestra presencia intentaron tirotearnos pero los batimos a tiros. Era un grupo de unos treinta rifeños de todas las edades. Uno de ellos echó mano a una especie de faltriquera para intentar sacar de ella una bomba de mano. Le pegué un culatazo en la cabeza y posteriormente le rematé. Llevaba consigo unas cuantas granadas de mano.        

Tenían una pinta haraposa y olía mal a su alrededor. Intentaron defenderse con sus gumías y fusiles pero perecieron en el intento. Allí dejamos sus cadáveres. Los gusanos de la tierra tardarían dos o tres horas en dar buena cuenta de ellos. No necesitaban sepultura.

Volvimos sanos al encuentro con nuestros compañeros que se sintieron aliviados con nuestra presencia. El brigada  Barriga le comunicó la hazaña que habíamos realizado a nuestro capitán Jesús Aguierre y Ortiz de Zárate quien nos propuso para la medalla militar individual de Marruecos.

Cumplida en gran parte nuestra misión en la Loma de los Árboles, nos dirigimos a Igueriben. La ascensión a esa posición fue difícil y algunos trepamos en zigzag para aminorar en lo posible la pendiente. Cuando estuvimos arriba, comprendimos mejor los peligros que podían correr sus defensores como así fue: era muy difícil,  el avituallamiento de agua y de víveres y medios de defensa, en  el caso de un ataque rifeño.

FIGURA 6. Ataque rifeño a una columna de avituallamiento

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                     —Os diré  para que sepáis donde vamos—comentó el sargento Barriga— que esta posición fue tomada hace unos pocos días, el 7 de junio.

—Al llegar a Igueriben las secciones de zapadores nos presentamos al comandante Mingo quien nos recibió con amabilidad, actitud necesaria para motivarnos en nuestro trabajo. En seguida comprobamos que la fortificación en sí era deficiente, compuesta por sacos terreros y únicamente dos hileras de alambre de espino que quedaba situada muy cerca de los parapetos debido a que casi toda la posición estaba rodeada de acusadas pendientes.

Por otra parte carecía de una vía de acceso adecuada. La existente era una senda para animales muy tortuosa con abundantes barrancos, y con la aguada más próxima a más de cuatro kilómetros.

Los trabajos de fortificación los realizamos la 2ªcompañía. Fueron muy sufridos y se hicieron con mucha meticulosidad.

Igueriben debía recibir de continuo alimentos desde Annual situada en una zona más abajo, en el valle. Entre ambas posiciones, la zona de separación estaba formada por caminos intransitables y profundos barrancos.

En todos los parajes del Rif teníamos el grave problema del agua. No se habían hecho estudios geológicos para conseguirla y esto era un arduo problema para miles de hombres que estábamos en esas tierras y en guerra permanente. Debíamos fomentar el yunque vital de nuestro aguante y paciencia para paliar la sed, una maldita necesidad para todos. Los rifeños eran conscientes de ello y utilizaban nuestro acercamiento a las aguadas para batirnos a tiros.

Nuestro trabajo se realizaba entre La Loma e Igueriben intentando abrir algún camino que posibilitara las comunicaciones entre ambos lugares, pero el 16 de junio Loma es tomada por los rifeños armados ahora con fusiles Ebel mucho mejores en alcance que los Remington que usaban normalmente. Esta nueva situación supuso para nosotros un duro golpe estratégico y moral.

Los jefes rifeños llamaban por los zocos y las cabilas a todos los hombres disponibles que tuvieran un fusil. Se habían terminado las tareas agrícolas, como la trilla, y debían unirse a las milicias para no ser multados con una cantidad importante que no podían pagar.

Al mes siguiente, aproximadamente, la situación se estaba envalentonando y se ponía muy peligrosa. El día 12 de julio, según trabajábamos allí, nos atacaron de nuevo un grupo numeroso de rifeños a los que tuvimos que repeler como nos fue posible.

—Creí que mi vida se apagaba por momentos—comentó Mariano ¡Aquellos individuos  parecía que tenían el mal  y la agresividad interiorizados!

Montamos una ametralladora Hotchkss M1914 francesa que teníamos allí y Lucrecio logró amedrentar con ella a aquel grupo a los que causamos algunas bajas. El sargento Barriga comunicó esta situación de peligro a nuestro capitán quien nos ordenó regresar a Annual. Cargamos en unos mulos todos nuestros enseres de defensa, avituallamiento y de trabajo, y cuando estábamos preparados para salir, mediante una nueva orden, antes de iniciar la marcha, nos  dijeron que nos necesitaban en Igueriben, que debíamos dirigirnos allí.

             Posteriormente nos ordenaron  de nuevo que fuéramos a la nueva posición  para aumentar las obras de defensa y adecuar la posición lo mejor posible. Ésta junto a la de Talilit protegían el campamento base de Annual.

 Nada más situarnos allí, los zapadores comenzamos a ampliar y reforzar el  parapeto a un ritmo frenético haciéndolo  más firme, para lo que utilizamos piedras de la propia colina; poco a poco lo fuimos perfeccionando. Tenía aproximadamente la altura de un hombre. Nuestro trabajo se enfrentaba también contra las inclemencias del tremendo calor que hacía salir una especie de fuego de la tierra que nos abrasaba los pies y las manos.

La fortificación en sí era deficiente, compuesta por sacos terreros y únicamente dos hileras de alambre de espino que, además, estaba situada muy cerca de los parapetos debido a que casi toda la posición estaba rodeada de acusadas pendientes. Por otra parte carecía de una vía de acceso adecuada, era una senda para animales muy tortuosa con abundantes barrancos, y con la fuente de agua más próxima (aguada) a más de cuatro kilómetros

El sargento Barriga era muy exigente y seguimos estrictamente las órdenes que a su vez venían de nuestro capitán que estaba en Annual.  Era un hombre calmoso  pero firme, lo que daba un decoroso disimulo a su presencia cuando supervisaba cualquier cometido o acción militar con los soldados a su mando.

De pronto una bala perdida de uncomo señal inde  fusil rifeño  alcanzó al sargento Barriga en  la pierna derecha. Otra le llegó al abdomen. Se revolcaba  ahogado de dolor y perdió el conocimiento. Eso fue quizás lo que espantó a su muerte. Le desalojaron unos sanitarios en una acémila llegó a Annual de casualidad por el gran acoso a que nos están sometiendo los moros quienes tiroteaban a los convoyes desde Tizzi Aiza.

Desde Igueriben se veían las múltiples hogueras que los rifeños encendían en los montes de alrededor como símbolo de guerra.

La mayoría de las  tropas  situadas en Ia posición eran soldados pertenecientes al regimiento de Ceriñola. Su jefe era ahora el comandante Benítez, un hombre de una sencillez espartana al que llamaban “el gafe” porque atraía consigo los conflictos. Se  hizo cargo el 10 de julio del mando de  la posición que a los pocos días fue atacada violentamente por los rifeños, quienes lograron sitiarla y aislarla de Annual. La irrupción de un verdadero ejército de cabileños hostiles, liderados por Abd-el-Krim, hizo allí su presencia a tiro limpio  y con una actitud muy impetuosa. 

 

—En palabras de Práxedes, el compañero periodista que tenía una imaginación copiosa y rápida: “muchos de los rifeños que nos acosaban habían pasado del  pastoreo ancestral de ovejas y cabras, en las montañas y en los valles, junto al final de las tareas agrícolas, a empuñar un fusil y seguir los adoctrinamientos de su líder Abd-el-Krim. Luchaban sobre todo por el botín prometido y por esa libertad que llevaban grabada en su ADN y que caracterizaba la idiosincrasia de los bereberes, etnias de África del norte y habitantes del Rif, que, por cierto, también estuvieron presentes durante todo el período andalusí en al-Andalus, desde el año 711 hasta el final del reino nazarí, estando muy relacionados con pueblos como los almohades y almorávides.”

Toda la tropa pernoctábamos al raso, durmiendo en turnos a pie de parapeto, tomando las precauciones más necesarias porque el infierno de la marabunta mora se nos venía encima, en cualquier momento, de forma masiva. La harka rifeña se había quintuplicado y estaba inquieta y ansiosa de atacar a los españoles ante las expectativas del éxito y del botín, propio de  unas gentes adictas a la miseria.

Los ataques, por parte de los hombres de Abd- el- Krim, empezaron a intensificarse. La posición fue también agredida los días 12, 14 y 16 de julio. El día 17 la harka enemiga actuaba con un orden y una disciplina desconocidas hasta entonces. Asimismo realizaron tiros de cañón, sobre Igueriben, seguramente arrebatados de Monte Abarrán.

El comandante Benítez y sus oficiales se quedaron perplejos al ver cómo los rifeños manejaban esta arma con una destreza inigualable ¿Cómo era posible? ¿Quién les había enseñado?

Tres días más tarde, a los resistentes, se les agotó el agua. El sol, otro de nuestros grandes enemigos, abrasaba a todos continuamente. Además, ante ese multitudinario asedio, aumentaron las dificultades para moverse por aquellos sinuosos senderos y poder ayudar a los sitiados con líquidos, víveres y municiones.

El día 21 se intentó socorrer la posición inaguantable, con una columna de 3000 hombres que salió de Annual, pero el convoy de ayuda quedó estancado muy cerca de la misma, con 152 bajas en dos horas: un verdadero matadero.

Los refuerzos solo podían acceder a través de un empinado camino, con un buen desnivel que dominaban totalmente los rifeños, que estaban bien posicionados, haciendo imposible cualquier intento para socorrer a aquellos compañeros.

Los zapadores no habíamos conseguido hacer una gran cosa para adecentar el camino de acceso a la posición. Aquello fue una conmoción para todos. No podíamos contener nuestra indignación por la impotencia de no poder ayudar a los sitiados.

Miles y miles de rifeños cercaron a aquellos hombres desde las alturas y les convertían en un verdadero blanco. Aquel terreno, salpicado de ondulaciones y lomas era un lugar ideal para el camuflaje y el ocultamiento de los nativos  que lo utilizaban en su defensa como perfectos conocedores de ese fabuloso enjambre de montañas.

Cinco escuadrones de caballería situados en Dar Drius fueron enviados para ayudar a los hombres del comandante Benitez, estableciéndose en los alrededores de Annual. Estuvieron preparados hasta el último momento para cargar, loma arriba, en ayuda de los hombres del destacamento que mientras tanto agotaban sus últimos cartuchos de supervivencia.

 Estábamos trabajando con intensidad los componentes de  mi compañía de zapadores, en las afueras del campamento de Annual cuando aquellos jinetes del Alcántara bajaron de sus caballos; la vista se me fue hacia uno de ellos de forma instantánea. Era “Bucéfalo”, Cipriano Gabán, recluta de Ocaña (Toledo) a quien conocí en la estación de Aranjuez, siempre con su apariencia de hombre campechanote y dicharachero.

 Recuerdo que me dijo que iba destinado a Caballería— ¡Sí, es él! Además se caracterizaba físicamente por tener  tenía un labio belfo. La quietud de una alegría desbordante se apoderó de mí al verle.

 ¡Me llamó la atención el tono agotado  y algo envejecido de su rostro. Le identificaban también la proyección de sus ojos vivarachos que puso al verme  y la vehemencia de su propia voz. Esa imagen estupefacta de Bucéfalo, tendiente a la desfiguración, me hizo palidecer de pronto. Sentí como un golpe en el corazón al verle, con esa imagen algo roída, y se me anudó la garganta.

— ¡Me acerqué a saludarle, me reconoció y nos fundimos en un largo y cariñoso abrazo! Pasamos un rato muy agradable contándonos nuestras aventuras y hablando del panorama tan escabroso que se presentaba en la posición de Igueriben y la del propio campamento central donde encontrábamos en esos momentos.

¡Corrían rumores inauditos por todas partes! La incertidumbre y la inseguridad nos doblegaban. Estábamos en tierras de moros belicistas y nada hospitalarios en esos momentos. Cualquier cosa por muy escabrosa que pareciera, podría ser posible.

—Señaló “Bucéfalo” que en su regimiento estaban preparados para todo. Nuestro capitán Iriarte ya nos ha avisado sobre las acciones de apoyo que se prevén que tenemos que realizar, en el caso necesario que tengamos que intervenir contra los rifeños.”

La situación, que ya era trágica, empeoró aún más. Desde Annual fueron incapaces de ayudar a los cercados una y otra vez, quedando Benítez y sus hombres abandonados a su suerte. Fueron momentos de angustia horrorosa, al comprobar que no se podía ir a socorrer a aquellos hombres aislados preparados para morir.

El día 18 de julio  se intentó llevar otro convoy a Igueriben para auxiliarles, pero el acoso del enemigo ya era multitudinario y disponía a aquellos soldados españoles a realizar sacrificios numantinos. No hubo éxito en la defensa por la presión de miles de rifeños que les acosaban. El coronel Argüelles mandó de nuevo el repliegue a Annual por el peligro de ser envueltos y aniquilados por la harka.

—Mariano veía así la situación: “en la posición, las necesidades vitales eran concluyentes. Predominaban la  insuficiencia de víveres, agua y medicamentos, con unas condiciones higiénicas deplorables. Se respiraba un aire contaminado por la muerte. El fuerte hedor de las acémilas muertas, que no se podían enterrar por el acoso enemigo y la dureza del terreno para excavar tumbas, hacía todo ello inaguantable. Aumentaba  la intranquilidad de forma alarmante. Se notaba que las miradas de los compañeros se iban afilando por las circunstancias que se estaban viviendo”.

 

—Al día siguiente se intenta de nuevo socorrer la posición desde Annual y el fracaso asomaba de nuevo su cara maltrecha y frustrada. Apretábamos nuestras mandíbulas conteniendo la ira y el fracaso. El silencio predominaba, casi de forma absoluta, entre todos nosotros. Era visible la estupefacción de muchos rostros de los cientos de soldados que allí nos encontrábamos ante aquel  panorama inquietante. Nuestros ojos estaban opacos, exentos de su acostumbrada vivacidad, pero éramos capaces de luchar con la fiebre de la juventud. Lo dábamos todo por la causa que nos mantenía en esa lucha.

— La artillería rifeña era incesante en sus disparos que tanto daño hacían ocasionándoles bajas continuamente. Estábamos insertos en una encrucijada que iba a marcar definitivamente nuestro destino. Ellos, los moros, ansiaban por conseguir nuestras cabezas decapitadas. Eran capaces de aliarse con el diablo por conseguirlo.

El 21 de julio llegó el general Silvestre a Annual. La situación le bloqueaba la mente y le elevaba la euforia, quiso entonces ponerse él al frente de una sección de caballería para lanzarse sobre Igueriben. Confiaba en “su estrella” que él creía que tenía y le guiaba dándole suerte pero sus ayudantes y consejeros le hicieron desistir de aquella temeraria e imprudente aventura. Era portador de la febril tensión de su capacidad de mando.

—Me siento como un cadáver que se resiste a morir—señaló el comandante Benitez a su asistente – Estaba confundido y angustiado con la boca completamente seca por la sed permanente que todos tenían, con una mirada desafiante y ojos de pánico y sufrimiento, aunque tenía una paciencia espartana. De apretar tanto las mandíbulas por la ira que le confundía, se le deformaba la cara.

Aumentaba, en esta posición, la gravedad del Desastre. Los soldados se vieron obligados a realizar cualquier acción para sobrevivir combatiendo esa maldita e invasiva sed que arruinaba nuestras vidas. Su aliado más pertinaz era ese sol de fuego, convulso, abrasador que iluminaba esas tierras desde muy temprano, y que tanto colaboraba en que los cuerpos sin vida tuvieran su tiempo debajo del sol y se corrompieran muy rápido, siendo a menudo pasto de forraje de los gusanos, unos bichos grandes invasivos e incansables para devorar a los muertos. La acción era rápida y se convertía ese espectáculo, en el panorama de un vivero que en dos horas era exterminado.

En los rastros de las hostilidades ganadas por las multitudinarias guerrillas rifeñas, en algunos de los encuentros con los españoles, encontrábamos muertos que llevaban varios días bajo aquel sol exterminador, ese que simulaba descender del fuego eterno, siempre brillante y puntual en estas tierras. Allí podríamos encontrar cuerpos mutilados, sin ojos o sin lengua, sin testículos, violados con estacas de alambrada, las manos atadas con sus propios intestinos, sin cabeza, sin brazos, sin piernas, serrados en dos y con los tendones cortados. ¡Oh, aquellos muertos que dieron su vida por España tan lejos de sus hogares y de sus raíces! Eran las huellas del panorama insufrible de la ira rifeña, de esas gentes adictas a la miseria, crueles y muy violentos

        Todos sufríamos lo indecible— comentaba Mariano, cuando se conocían estos casos. Me contaron estas experiencias y al escucharlas creo que desaparecieron los rasgos de mí cara. Era demasiada la sangre española vertida en estos parajes, muchas vidas segadas en ese infierno que nos tenía aterrorizado a todos. Aquellos horrores me paralizaban.

        ¡Eran lamentables esas secuelas del fanatismo  y profundamente triste todo lo que estaba ocurriendo. Estas experiencias tétricas, lúgubres, marcaban profundamente nuestro ánimo.

Lucrecio siempre estaba envuelto en sus delirios. Un hombre criado en la libertad serrana de los parajes de su pueblo. Sus ojos estaban rehundidos azotados por lo que estábamos viviendo, en ocasiones con un silencio angustioso. Otras veces se ponía muy nervioso y hablaba atropellando las palabras.

—Me tenía como su confidente pues al ser muy analfabeto yo le escribía las cartas para su familia y le leía sus respuestas. Se sentía muy agradecido conmigo por estos quehaceres tan íntimos.

En Annual conocí a alguno de  los llamados “escribas” quienes escribían y leían las cartas a los compañeros analfabetos que había bastantes, a cambio de una propina voluntaria. Algunos obtenían algún buen dinero extra.

En ciertos momentos dilucidaba sobre sus vivencias mundanas, en su entorno, desde que fue adulto, lo que le hacía ser aquí algo temerario e imprudente con el peligro. Sabía lo que era ser perseguido por sus cacerías furtivas en los montes de la sierra de Alcaraz por la Guardia Civil, guardas de fincas y capataces represores al servicio de los señoritos propietarios. Sabía huir y esconderse, la habilidad  para ello era su fuerte. Solía llevar una vida azarosa llena de penurias y preocupaciones.

Uno de los pocos soldados que lograron salvarse en Igueriben nos contó en el campamento de Annual:

— ¡Para sobrevivir tuvimos que  machacar patatas y chuparlas. El líquido de los botes de tomate y de pimiento lo reservábamos para los heridos. Al acabarse todo lo que teníamos al uso, recurrimos sucesivamente a la colonia, la tinta y por fin a los propios orines mezclados con azúcar!

Beber la propia orina era algo horrible porque además ayuda a la deshidratación de forma más rápida, dado que tiene mayor concentración de sales. Pero aquella situación era de vida o muerte, insostenible.

—Hacíamos lo imposible para sobrevivir. Esa situación era más horrorosa que la propia agresión de los rifeños

—La fiebre también comenzaba a diezmarnos y a disminuir nuestras defensas corporales. La higiene brillaba por su ausencia, a lo que ya se habían unido la multitud de sufrimientos y fatigas. Los hedores que envolvían la posición eran inaguantables, muy fuertes produciendo una sensación de asfixia en la boca y garganta, ocasionando enfermedades contagiosas de las más temidas.

—Era también frecuente observar cómo los soldados heridos succionaban sus heridas para obtener algún alivio con su propia sangre. Valía todo siempre que hubiera algo que ayudara a paliar en lo más mínimo aquella situación que les diezmaba. Hacíamos huecos en la tierra, buscando algún pequeño espacio de humedad que nos pudiera suavizar el sudor y refrescar mínimamente la piel.

Entre los heridos había un cuadro de horror que caracterizaba a esa escena dantesca, algo espantoso, un escenario infernal o de pesadilla donde se pretendía devastar la vida de los soldados españoles allí concentrados.

En el fragor de ese gravoso enfrentamiento numantino, donde se producían verdaderas justas de fusilería, entre los rifeños y los españoles, se ponían a la luz ciertos valores entre aquellos soldados cuyos cuerpos comenzaban a estar diezmados, surgiendo entre ellos escenas de ayuda, generosidad y entrega, que potenciaban su valor.

Cuando cayó definitivamente la posición, hacia las seis de la tarde del día 21, el comandante Benítez moría junto a 339 de sus 350 soldados. Los escuadrones del regimiento Alcántara 14, de caballería, fueron enviados de vuelta a Dar Drius. No pudieron intervenir en ayuda de aquellos hombres.

Práxedes, desde Annual, escribió esta crónica para su periódico, sobre el final de la resistencia en Igueriben. En ella decía:

 

“El asedio de los rifeños a la posición fue constante y sin cuartel, al menos desde el día 17. En ese momento no se pudo evitar que al amanecer se encontrase la posición de Igueriben cercada por numerosos enemigos al mando del cabecilla rebelde Abd-el-Krim "El Jatabi”, cuyos seguidores comenzaron  a tirotear y a atacar violentamente a nuestros soldados. Al tomar la Loma de los Árboles, desde allí pudieron controlar el avituallamiento general a la posición y abortaban cualquier posibilidad de ayuda.

A las dos de la tarde, los soldados que estábamos en el campamento de Annual, vimos salir a  un convoy de víveres y municiones, llevando al mismo tiempo gran número de cubas que, al pasar por el río, se llenaron., pero se encontraron con  muchos enemigos detrás de trincheras individuales que se hacían escondidos en aquel terreno.

Las mulas transportaban, sobre todo, barricas con agua y algunas municiones para los cañones y las armas ligeras.

La marcha del convoy resultó una auténtica odisea, en la que los Regulares fueron relevándose en un avance escalonado, ocupando una tras otra sucesivas alturas, bajo un intenso fuego de los harqueños que  produjo numerosas bajas de soldados y oficiales. Las proximidades de la posición estaban batidas eficazmente por un enemigo que disparaba agazapado y protegido desde la cercana Loma de los Árboles, lugar importante que habían tomado y blasonaba sus ataques.

Me comentaron unos compañeros que iban en el convoy, que debido a los barrancos existentes entre Annual e Igueriben, tuvieron que  realizar grandes esfuerzos para ir tomando esas alturas, lo que dio origen a que, cuando llegó a Igueriben, el convoy estaba muy reducido, con los mulos y la mayor parte de sus conductores muertos o malheridos y sin que, a pesar de su heroico comportamiento, y de la protección que se le prestó desde la posición, se pudiese evitar que casi la totalidad del convoy quedase disperso y en poder del enemigo.

La sed diezmaba  a aquellos hombres y empezó a provocar bajas en la guarnición, a ello hay que unir el hedor de los cadáveres insepultos y mulos descompuestos.

El día 21 se intentó socorrer la posición, una vez más, con una columna de 3000 hombres, pero el convoy de ayuda quedó estancado muy cerca de la misma, con 152 bajas en 2 horas. A las cuatro de la tarde de ese mismo día se repartieron los últimos veinte cartuchos que quedaban para cada hombre, se incendiaron las tiendas y se inutilizó el material artillero, después se inició la salida de los soldados que fueron masacrada ante la misma puerta. Los rifeños eran más de ocho mil hombres.

Desde Igueriben, el comandante Benítez envió este heliograma:

 

"Tenemos muertos y heridos, carecemos de agua y de víveres. Nos  vemos precisados a permanecer día y noche en el parapeto para tener a raya al adversario, cada vez más numeroso. Las municiones, con avaricia escatimadas, empiezan a escasear, y para ahorrarlas aún más se hace preciso que las baterías de Annual batan durante la noche la Loma espolón en que está enclavada la posición, para evitar las bajas que desde ella nos hacen."

Desde Annual les contestan que resistan con el siguiente despacho por Heliógrafo, del general Navarro:

 

"Héroes de Igueriben, tan alto ponéis el nombre de España, resistid unas horas más. Lo exige el buen nombre de España."

Contestando con este otro desde aquella posición:

"Los Heliogramas de V.E. han sido acogidos con vivas a España. Esta guarnición jura a su General que no se rendirá más que a la muerte." "Resistid esta noche, y mañana os juramos que seréis salvados, o todos quedaremos en el campo del honor."

El comandante Benítez, portador de  virtudes como el valor, la abnegación, el espíritu de sacrificio, entre otras, contestó:

 

"Nunca esperé recibir de V.E. orden de evacuar esta posición, pero cumpliendo lo que en ella me ordena, en este momento, y como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el Mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola y protegiéndola debidamente, pues la Oficialidad, conscientes de su deber, sabremos morir como mueren los Oficiales españoles."

—El general Silvestre ordena que transmitan por el heliógrafo el parte que decía “Que Igueriben parlamente con el enemigo”. Ante esta orden, el comandante Benítez lanza su estoico mensaje: “Los de Igueriben mueren, pero no se rinden”.

                                                        (Crónica de Práxedes Urquiza para Castilla Libre)

 

De los defensores de Igueriben sólo lograron sobrevivir un oficial (el teniente Luis Casado y Escudero herido en la defensa y capturado in situ), el sargento Dávila y  once soldados, de los cuales cuatro murieron al llegar a Annual, se dice que debido a tomar excesiva cantidad de agua por la sed extrema que padecieron, ante la mirada atónita de todos nosotros, lo que les provocó convulsiones. El Teniente Casado y cuatro soldados fueron hechos prisioneros durante año y medio.

            Aquellos supervivientes tenían una lastimosa apariencia, estaban extenuados y en estado de delirio mental, con una confusión de ideas muy pronunciadas, así como una alteración seria de sus capacidades mentales. Pronunciaban pensamientos confusos y se notaba en ellos una disminución de su conciencia sobre el entorno. Parecía que no vivían en ellos mismos”. Esa fue la impresión que nos dieron a todos los que nos agolpábamos para verlos en Annual.

—Su imagen provocó en todos nosotros una angustia tremenda

—Tuvimos que asumir que las cabilas rifeñas subsidiadas e incluso presuntamente amigas, nos traicionaban y, ante el pavor existente se sumaban a las tropas de Abd-el-Krim por miedo a sufrir represalias. Ahora se ponen contra el ejército español que les había dado de comer y les había pagado por la prestación de sus servicios en una tierra donde no había nada que llevarse a la boca.

Se produjeron unas estampas muy curiosas y carroñeras por parte de familiares de los rifeños, que actuaban apropiándose del “botín” como alimañas. Realizaban acciones depredadoras sobre  los soldados españoles muertos y heridos en ese ecosistema de venganza, quitándoles el dinero y la vida y rematándoles si era necesario. Era el premio al que aspiraban tras sus triunfos.

—El general Navarro señalaba a sus oficiales: ¡Estamos sufriendo una horrorosa angustia!

—Mariano comentaba a sus compañeros en la tarde del día 21 de julio en algún lugar recóndito de Annual, entre aquellas tiendas cónicas, cuando se enteró de lo sucedido: “Han sucumbido hoy los hombres de Igueriben, compañeros solidarios de sangre y las secuelas de la sed durante todos esos días.

—Varios soldados del cuerpo de ingenieros, pertenecientes a las compañías de telégrafos y radioteléfonos ligeros, que salieron de allí, no sé cómo, quizás escondiéndose entre el zigzagueo de aquellas lomas y eludiendo como pudieron a los rifeños, llegaron a este campamento dos días antes del final de aquella contienda de desesperación: diezmados, con las zapatillas de esparto destrozadas y con los pies ensangrentados por aquellos suelos pedregosos, exhaustos y con heridas dibujadas en su cuerpo. Si los moros hubieran advertido su presencia, su huida, les hubieran degollado con sus gumías.

—Nos informaron de todo lo que en la posición caída vieron en los últimos días:

 ¡Las tiendas eran meros jirones de tela y los hombres dormían de pie pegados al parapeto o en hoyos excavados en la pedregosa tierra. No había medicinas ni vendas para los heridos, mientras a los muertos se los cubría con sus propias guerreras ensangrentadas. El hedor de los cadáveres insepultos y los mulos descompuestos agravaba aún más la situación!

Los albéitares no podían hacer nada por ayudar a los animales a seguir viviendo. Había que exterminarlos cuando estaban muy heridos. Eso creaba una deficiencia de ayuda de las acémilas que eran muy necesarias y útiles para transportar peso en terrenos tan montañosos".

—Ente aquellos hombres extenuados que llegaron de la posición de Igueriben, se encontraba Germán Espinosa (artillero), de Mora de Toledo, al que no había vuelto a ver desde que desembarcamos en Melilla. Estaba destinado en el Regimiento Mixto de Artillería de esta ciudad. Tenía la cara desencajada con una expresión dolida. No se tenía apenas de pies por la debilidad de sus piernas y brazos debido al cansancio, la fatiga y la falta de energía. Sus ojos reflejaban unas miradas  encolerizadas pero contenidas y una emoción que le alteraba su disposición más racional, generándole múltiples sensaciones somáticas, como un nudo en la garganta que le ahogaba. Apenas podía hablar, estaba extenuado.

—Me acerqué a él, le cogí por los hombros, le levanté del suelo donde estaba sentado y nos dimos un abrazo. Sufría un pavoroso cansancio y calambres por todo el cuerpo. Estaba herido pero no era su estado físico el que arrastraba el peor daño, pues su mente variaba por estar muy turbada. Me miró, bajó la cabeza y se hundió en su pena.

—Me comentó:

—“Ha sido todo una odisea horrible. Padecimos grandes sacrificios. Sólo dormíamos cuando el desvanecimiento se apoderaba de nosotros. Los “pacos”, día y noche, no paraban de anunciar la presencia de los rifeños, aunque la sed era más temida que el propio peligro de los moros. Los compañeros de intendencia nos repartían chuscos duros que nos costaba mucho masticar porque no producíamos saliva”.

Observé en él un profundo amargor en su alma, en su situación vital. De pronto bajó la cabeza y se hundió de nuevo en las penumbras de su pena. Rompió a llorar desplazando su cabeza sobre mis hombros. Una pena se apoderó de nosotros al vislumbrar todos aquellos trastornos psicológicos que sufrían Germán y sus acompañantes.

—Bastantes compañeros murieron por el impacto de  tiros sueltos que espontáneamente se introducían por cualquier lado en la posición. Todo era muy vulnerable. No teníamos cobijos seguros. No nos daba tiempo a cargar el fusil y cogíamos el de un compañero herido o muerto.

—De madrugada los gritos rifeños nos atraían a sus siluetas que veíamos en la Loma de los Árboles o en otros lugares de aquel entorno: montados en sus caballos, fusil en bandolera y enarbolando en la mano  sus gumias desafiantes que zarandeaban de un lado para otro. Muchos de ellos estaban acostumbrados a vivir en espacios abiertos, entre cuatro paredes sin techo o al aire libre,  entre las inclemencias del sol y la luna y las frías noches rifeñas. La pobreza era su verdadero cobijo.

Sus monturas mayormente la componían caballos “bereberes”, la mayoría de  color alazán. Eran briosos, con mucho nervio, equilibrio, valor e  ideales para las justas y el combate. Su carácter dócil, su fortaleza, su resistencia y su adaptación a las pruebas, sean las que sean, fueron de probada utilidad en las guerras entre las cabilas rifeñas y contra el ejército español.

Esos moros malditos, saltaban en grupos numerosos sobre nuestra posición. Les repelíamos con piezas de artillería Schneider, que les hacían volar por los aires a ellos y a sus caballos. También fueron muy importantes las ametralladoras Hotchkies muy efectivas hasta que se recalentaban bastante e impedían un tiroteo muy insistente. “Allí, en la posición de Igueriben, el tiempo sólo era existente para la muerte o para la vida. “La sangre vertida de vidas cautivas de los soldados de leva, engrandecía el ánimo de los rifeños”.

—Me sentí muy mal, abrasado y estrangulado como si me quemaran vivo en una hoguera  de la Inquisición —esclarecía Germán con sus palabras

—A veces los rifeños se acercaban mucho a nosotros queriéndonos sorprender. Les observábamos con los prismáticos y nos parecían seres famélicos, portadores de una violencia arropada por estrepitosos gemidos, con  rostros desacoplados. Cualquier hilo de inquietud rompía nuestra concentración, pero a pesar de todo seguíamos razonando y luchando hasta sucumbir físicamente.

—En un momento concreto de hace dos días, en Igueriben, un rifeño ágil, felino y envalentonado intentó cruzar la alambrada por uno de sus sitios más vulnerables y batirnos a los que estábamos allí custodiando esa entrada. Llevaba  una serie de “granadas” de mano que nos hubieran hecho volar por los aires por su gran e indiscriminada letalidad. Un compañero de regulares le vio a tiempo, le disparó varias veces y le dejó como un colador.

—Creo que la furia del desierto corre por las venas de esta gente aguerrida y traicionera—comentaba Mariano— Parecen ser portadores  de  una iracunda multitud de miradas asesinas cargadas de saña.

—He pasado por momentos tan críticos en los que creí que el corazón se me paraba y el estómago se me encogía. Mi excitación se reflejaba en mis ojos que, aunque me sentía angustiado al infinito, dejaban de producir lágrimas y notaba que se me secaban.

Después de aquella conversación, Mariano acompañó a Germán al botiquín para que le curaran de algunas heridas que tenía en piernas y brazos.

                          

 

                                   

CAPÍTULO VIII

              El Desastre de 1921 (3) Entre Annual y Monte Arruit

Al día siguiente, 22 de julio caería Annual y allí moriría el general Fernández Silvestre. Nadie sabe cómo ni de qué manera. Nunca se encontró su cadáver. Le había abandonado para siempre su “buena estrella”, La suerte personal en la que él confiaba y que tanto le ayudó en la guerra de Cuba.

Se sentía un hombre superior en todo, con una  modestia muy estrecha y portador de cóleras borrascosas. Había tomado conciencia de la situación, comprendiendo de golpe que estaba rodeado en proporción de uno a cuatro por los rifeños y que carecía de provisiones.

Cuando ya era demasiado tarde, quiso evitar que le cortasen la eventual retirada por la carretera que iba de Annual a Melilla y que pasaba por a Ben Tieb, Dar Drius, Batel, Titsuin, Monte Arruit, y Nador.

Los grandes núcleos de enemigos, ubicados en las altura fronterizas a la posición, y al campamento general, nos intentaban intimidar con la algarabía de sus gritos. Aumentaban la continuidad  del asedio con todos los elementos necesarios para aniquilarnos.

“Lo peor para todos estaba por venir: la retirada de Annual, “El Desastre”, en el que miles de soldados de un ineficaz ejército colonial, formado en lo esencial por tropa de leva, hundidos por la falta de moral, la mala gestión e ineficacia de sus mandos, fueron aniquilados por las cabilas rebeldes que se rebelaron contra la presencia española en su territorio, dirigidos por Abd-el-Kim, su líder indiscutible y antiguo colaborador de la administración española en el Protectorado de Marruecos. Estos hechos fueron trascendentales para  el rumbo de la historia española”. Ocasionaron años más tarde, en 1923, la llegada de la primera dictadura española, la del general Primo de Rivera.

Al día siguiente del final de Igueriben, el 22 de julio de 1921, el dirigente rifeño realizó una ofensiva sin cuartel, atacando el campamento de Annual junto a unos diecinueve mil cabileños. Nos rodeaban por todas partes. Eran como el acecho de las hormigas a una presa.

“Había un velo de maldición presente en ese cielo azul rifeño, habitado por un sol abrasador de julio que iluminaba el desalentador paisaje pedregoso que se diluye entre montañas, valles y desfiladeros. Ese era el hábitat natural de los aguerridos rifeños que, sin duda les infería carácter”: un territorio tremendamente árido, yermo y de poco valor.

Ante el empuje enemigo, el general Silvestre ordenó una retirada precipitada en la que fallecieron miles de soldados. Él  había sido el artífice de un espectacular e imprudente avance desde Melilla hasta ese centro neurálgico militar, a lo largo de la carretera que pasaba por Nador-Monte Arruit-Titsuin-Batel-Dar Drius-Ben Tieb y Annual donde se establecieron los 144 posiciones y blocaos referidos.

Aquel día sucedió una de las mayores tragedias militares de nuestro país. Se produjo una confusión total. Los soldados huían dispersos y alocados hacia ninguna parte.

El 22 de julio de 1921 amanecen las primeras luces del día al mismo tiempo que los rifeños comienzan sus “paqueos” sobre el campamento.

Los coroneles Morales y Maella (jefe del regimiento Alcántara número 14) le propusieron resistir  al general  Silvestre, hasta agotar las municiones, y no llevar a cabo esa precipitada huida que él proponía y que así se realizó.

La zozobra  se abrió sobre Annual y se apoderó de todos nosotros. Ya no existían líneas de abastecimiento, la munición era escasa, y la línea telefónica con Melilla estaba cortada.

—Pude comprobar— porque yo estaba situado cerca de él— cómo el comandante Villar gritaba el avistamiento de un gran ejército rifeño que venía derecho hacia nosotros formado por cinco columnas de unos dos mil moros cada una.

En este campamento estábamos cerca de 5000 hombres (unos 3500 españoles y el resto nativos de la Policía nativa y de Regulares). El general Silvestre ordena inutilizar la artillería y abandonar el campamento, tal y como estaba, para que los enseres y demás, que allí se quedaran, sirvieran a los rifeños como saqueo y se detuvieran  en ello, y así ganaríamos tiempo para eludir algo la atroz persecución que íbamos a sufrir.

Se suceden las órdenes y contraórdenes, gritos, carreras, una confusión extremada, oficiales desorientados que nos impregnaron el pánico desatándose el caos. Corríamos de un lado para otro intentando huir y escapar sin saber cómo y hacia dónde.

Pudimos observar cómo el general Silvestre vagaba por Annual de un lado para otro, asistiendo al impávido desorden y a los atropellamientos que se ocasionaban. El campamento se vacía en menos de una hora, en una anárquica huida. Allí quedaban equipajes y otros utensilios desparramados por el suelo, armas , vehículos inutilizados, junto a  animales muertos, heridos y abandonados.

— ¿Cuál fue, entonces, el gran error del general Silvestre? Desde luego el más importante fue no planear el repliegue de Annual de forma previa! La retirada estuvo muy mal organizada. Se produjo una estampida sin orden ni concierto, basada en el “sálvese quien pueda” No hizo el mínimo planteamiento para la retirada ni estableció líneas de contención a retaguardia. Tiró la toalla cuando vio a los miles de rifeños de Abd-el Krim que asediaban Annual y entonces el ejército se retiró a la carrera.

¿Por qué no llegó alguno de esos 25000 hombres que ese mismo día desembarcaron en Melilla para proteger la ciudad? ¿Cuál fue la responsabilidad del mando supremo, es decir, el general Berenguer?

El principal cargo y condena de este general fue no haber acudido en nuestro socorro—apuntaba Práxedes—Un panorama dibujado por una enorme  columna de soldados en retirada, sin orden ni concierto, sumidos en un derrumbe táctico  y donde además las posiciones eran  sitiadas una tras otra.

—El general  Silvestre fue el perfecto cabeza de turco para una sociedad que buscaba culpables. Como éste murió y su cuerpo jamás se encontró, se cargó contra él toda la responsabilidad.

—En opinión del cabo primero , Servando Peláez, ¿Por qué se ocuparon bajo la dirección del alto mando militar de Melilla: Annual, Sidi-Dris, Igueriben y Abarrán y muchos blocaos y posiciones, estando situadas con un largo desfiladero a retaguardia,  que era la única vía de comunicación, sin aguadas de fácil acceso y mal comunicadas? Esta es mi gran incógnita.

En el denominado Desastre de Annual, unos diez mil españoles, la gran mayoría soldados de levas, dejaron su vida en tierras norteafricanas. En muchos de los pueblos de nuestra geografía, padres, hermanos, esposas o novias tuvieron que teñir sus prendas de luto por alguno de sus hijos o familiares caídos sobre aquellas colinas y barrancos del Rif, a los que un día despidieron y que nunca más volvieron a ver.

—Recuerdo que estando en Annual salió ese día 22 de julio, el general Silvestre, al centro del campamento de improviso, ante una gran expectación de los soldados que allí estábamos en ese momento haciendo aspavientos de la situación que nos rodeaba, dirigiéndose a sus ayudantes con una voz sonora y resolutiva. Un hombre que parecía portador de una gran cólera borrascosa en  aquel momento.

—Observé cómo su cara se turbó haciendo una mueca contenida de rabia y humillación—apuntaba Mariano.

—Le vi por casualidad y me parapeté detrás de una tienda para observar de cerca lo que allí se dilucidaba. Hablaban— él y su Estado mayor— de la situación tan dura del momento.

—Observé cómo el general Silvestre, oyendo lo que le transmitía al coronel Morales se atusaba el bigote, ese mostacho soldadesco, lo retorcía, tratándolo con ademán nervioso. Ambos fallecerían ese trágico  22 de julio precisamente en este lugar.

En sus decires y ademanes manifestaba ser comúnmente un hombre superior en todo. Era irrefutable en sus manifestaciones, enérgico y devorado de ambición, cubierto de un desmesurado y sanguíneo poder temerario.

 ¿Fue realmente el general Silvestre el responsable de ese fracaso estratégico y esa gran matanza de soldados? Su muerte en Annual prolongó esta incógnita para siempre. El magnífico y aclaratorio Expediente Picasso, excelente trabajo realizado por este general de división (tío del pintor Pablo Picasso) trató de esclarecer esta gran incógnita pero no lo consiguió. Su trabajo se diluyó entre los poderes públicos.

—Aquel día, al máximo Jefe Militar de Melilla, se le  podía imputar por sus ademanes, que era portador de un gran enfado que se traducía en él como si tuviera brasas en los ojos.

Posiblemente se había dado cuenta ya tarde que no tuvo en consideración una gran realidad: además de furia y  valor, los rifeños tenían un líder frío, tenaz y capacitado, Abd- el-krim- al que Silvestre conocía personalmente- que logró aglutinar los odios de las cabilas levantiscas y guerreras contra los españoles.

—La tensión en Annual, ese famoso día, era muy fuerte—apuntaMariano. Lucrecio llegó a la tienda y me dijo que el general Silvestre estaba con la pistola  en la mano, junto al coronel Gabriel Morales, ambos  al lado del parapeto, indicaban a voces que “cada uno vigilara su propia vida y luchara por su propia salvación”.      

Salimos juntos fuera para ver aquel enorme alboroto y estruendo humano desbocado, que nos desorientaba y nublaba el pensamiento, sin saber qué hacer en aquella gran confusión.

Tuvimos que abandonar a toda prisa el campamento porque llegaban los moros disparando y degollando a todo el que encontraban a su paso. Estaban ya en las puertas. Yo me armé de dos machetes y una pistola Mars del calibre 9  mm   para la que tenía solo el cargador puesto sin balas de repuesto.

No sé cómo Lucrecio, que había espabilado mucho por las circunstancias tan adversas que vivíamos, consiguió una pistola Campogiro modelo 1912  también del calibre 9 milímetros.

Práxedes estaba muy nervioso, con un miedo atroz metido en el cuerpo, como los demás. Hacía todo un esfuerzo sobrehumano para realizar una reacción adaptativa para actuar ante el peligro que corríamos. Su interés por no perder el bloc de notas donde apuntaba todo lo que veía era insólito. El compromiso y deber que había adquirido como corresponsal de guerra parecía que era superior a su miedo ante las circunstancias que estábamos viviendo.

 

 

 

 

 

En fin, un ejército desecho, sumido en el pánico, desmoralizado, sin ninguna disciplina, agobiado por el miedo y la cobardía que alimentaron conductas infames.

—Cuatro compañías de zapadores que protegíamos la vanguardia fuimos prácticamente aniquiladas, muriendo muchos compañeros. En concreto la cuarta perdió los dos tercios de sus componentes. La avalancha de soldados, asediada por el pánico, era cada vez mayor, produciéndose una hemorragia de deserciones.

Todo aquel dolor, aquella inquina acumulada por la muerte de miles de soldados españoles, rompió a tal nivel el alma de la sociedad española que, se hizo lo imposible por buscar un culpable al que señalar con el dedo.

Muchas madres enlutaron el corazón para el resto de sus días, con sus infinitas amarguras que acabaron también con la paz de muchas familias sustituida permanentemente por la zozobra y la intranquilidad aflorando al mismo tiempo los odios enconados hacia Marruecos y los rifeños. Patria, guerra y dolor eran tres eslabones importantes de esa nefasta coyuntura.

¡Seguid familias pidiendo la terminación de la guerra, exigiendo  que os devuelvan a vuestros hijos, los herederos de vuestra sangre, que habéis criado con tanto amor para que sirvan a otros fines más nobles y beneficiosos que los de matar o ser matados!—escribía Práxedes.

Alejandro Lerroux, líder del Partido Republicano Radical, caracterizado por su lenguaje populista, agitador y manipulador, opinaba que ”España no debía abandonar Marruecos porque debemos considerar ese territorio como una prolongación de nuestra patria”.

La controversia oposición entre colonialistas y anticolonialistas era patente. La prensa se hacía eco de ello.

Se publicó en el diario  “El Sol” el 30/XI/1921: “todo lo ocurrido en nuestra zona de Marruecos, no es otra cosa que el reflejo de nuestro estado social y moral. Allí ha estallado la cloaca que aquí se engendró” (…) En El Desastre son muchos los causantes. Todos los dirigentes del Estado, han patentizado .su ineptitud. Es el fracaso del régimen político, social y económico; son causantes también  aquéllos que por la Constitución están exentes de responsabilidad.

El dolor por los soldados españoles destinados en Marruecos, que dejaban allí sus vidas, se expandió por las calles de España. El Rif se estaba convirtiendo en nuestra ruina. La violencia se generalizó y culminó con la muerte en el mes de marzo del presidente Eduardo Dato. Se realizaron todo tipo de iniciativas para recaudar fondos  a través de instituciones, familiares y allegados destinados a ayudar a los heridos y enfermos de la guerra.

Todo el país quedó conmovido por los sucesos que ocurrían en el Rif. Un fervor patriótico extraordinario se apoderó de una gran parte de la sociedad española.

Lo que sucedió desde las primeras horas del 22 de julio fue infernal. En cuestión de horas, el repliegue de unos tres mil soldados españoles desde Annual, se convirtió, primero, en franca retirada, y después, en desbandada general. Fue entonces cuando comenzó El Desastre y el pánico se generalizó entre los soldados. Aquel día tuvo lugar una masacre. Los rifeños no tardaron en acceder al campamento, conquistarlo, y asesinar a cuantos enemigos hallaron en su interior.

Se acusó al general Silvestre de ser uno de los máximos responsables de esta situación pero no el único culpable, también tuvo sus responsabilidades el general Dámaso Berenguer, y cómo no, los políticos y sus paupérrimas ayudas al ejército de Marruecos, aunque en cierta ocasión Luis Marichalar y Monreal  político conservador español, vizconde de Eza y ministro de Guerra en esos momentos  dijo que el ejército de África tenía cuanto necesitaba.

El presupuesto para aquellas veleidades de guerra era muy pobre. Los políticos asimismo fueron responsables por abandonar económicamente las posibilidades de aquellos hombres, sin tomar conciencia de su situación, a los que se les exigió demasiado a cambio de su sufrimiento y de su muerte.

Al final la opinión pública cargó contra Silvestre  por su obsesión por avanzar a marchas forzadas sobre el Rif cuando sabía que contaba con soldados de reemplazo , con una preparación escasa.

El horrendo panorama también afectó , no solo a Annual,  sino a los “blocaos”, separados varios kilómetros unos de otros. El general Silvestre los colocó en posiciones que dominaban los valles. Hay que decir que su ubicación era probablemente perfecta a nivel militar, pero no contó con la realidad de que no había agua en lo alto de aquellos montes, sino en los valles. Fue un fallo logístico.

En muchos entornos olía a pólvora, hedor de animales y personas sin enterrar y cómo no, los olores a humanidad añeja y “consolidada”, a mugre por la  falta de higiene de los soldados. No había agua para paliar estas situaciones que muchas veces desembarcaban en enfermedades incurables.

La retirada hacia Melilla la dirigió entonces el general Navarro, que decidió no resistir al ataque rifeño con el permiso del general Berenguer. Desde el  22 al 29 de julio  recorrimos los 60 km que separaban Annual de la posición de Monte Arruit, donde llegó la columna de supervivientes, tras una trágica persecución que en algunos momentos se convirtió en una cacería sin paliativos, y un pánico que acuciaba por todas partes.

Por el barranco y desfiladero de Izummar — hacía referencia Mariano—nos retiramos unos cinco mil hombres en dos columnas encajonados y bajo el fuego de los nativos rifeños .Se cayó en una auténtica desbandada de la muerte, porque nos  disparaban a su antojo desde las alturas. Sus fusiles echaban humo. No daban abasto a la  ansiedad de sus dueños por liquidarnos. El periplo de la retirada fue horrorosa.

Miguel Cerceño y Serafín Taboada trajeron junto a nosotros a un compañero herido en una pierna, esperando poder introducirle en algún camión o subirle a alguna acémila porque no podía andar, echaba bastante sangre y tenía un dolor insólito.

Se trataba de Juan Gabriel Montilla, sevillano, de profesión descuidero y carterista, según nos dijo, mientras le hacíamos un vendaje con la manga de mi camisa. Nos contaba que en su ciudad solía entrar a robar cuando veía alguna vivienda con la puerta abierta o tornada, o, en su caso, también las abría él atacando al resbalón de la cerradura. Nunca le habían cogido a pesar de haber robado montones de carteras y domicilios.

Proseguimos en nuestra ruta de evasión. Las alturas que dominaban el camino de la huida estaban defendidas por la policía indígena. Nos traicionaron, se insubordinaron y se rebelaron contra nosotros. Asesinaron a los oficiales españoles y comenzaron a hacer fuego sobre las tropas en retirada y los heridos mientras los rifeños seguían nuestra persecución.

Comenzó el caos y, sin que nadie cubriera su retirada, tratamos de ponerse a cubierto de la balas corriendo hacia adelante. Muchos oficiales abandonaron a su suerte a sus hombres en desbandada. Esa era la situación por ese valle de la muerte. La gente caía herida o muerta a decenas por los barrancos. No había manera de salir de esa vaguada de la desolación, entre aquellas angostas alturas propias de una adusta orografía.

Intentábamos poner a punto nuestro máuser y calamos las bayonetas en el extremo de los cañones de los fusiles, mientras una fogosa tensión y un apabullante miedo nos perseguía entre los silbidos peregrinos de las balas que no sabíamos en que cuerpo se podrían ubicar. Se imponían el malestar, el agobio, los murmullos espontáneos y los rostros llenos de asombro e inquietud.

Ese amplio espectro de agresiones de toda índole, por parte de los rifeños, nos producía los más insólitos trastornos que puede ocasionar una guerra entre los contendientes.

La presencia fehaciente de ese conflicto en el que estábamos inmersos, suscitaba la figura de la muerte. Provocó entre todos nosotros, allí desprotegidos una serie de emociones incontroladas como el miedo que interiorizábamos a una velocidad vertiginosa. Debido— en este caso— a la torpeza de los mandos militares que nos dejaron huérfanos e indefensos ante la crueldad enemiga. Nuestra ignorancia para analizar esas circunstancias era supina según huíamos.

La atención a  los heridos brillaba por su ausencia. Los gritos, manifestaciones de dolor y auxilio de los afectados, se perdían en esa despavorida huida hacia adelante. Todo trastocaba las percepciones de los sentidos y nuestras emociones que nos perturbaban. Nos movíamos sin saber qué hacer. Nuestra intuición era el arma verosímil para evitar ser apuñalado degollado o blanco de un tiro.

   —Mirábamos a la cara del terror—indica Mariano—Sentí ese escalofrío que me identificaba con él. Lloré, sufrí y tuve esperanza de vivir, no había otro remedio. Los moros siempre  degollaban con salvaje ferocidad y sin piedad a los soldados que cogían vivos o heridos.

—Nos quedábamos sin municiones, nos rodearon en las cercanías de nuestro camino y se produjo la lucha cuerpo a cuerpo contra esos salvajes. Huíamos como podíamos de esa barbarie. Estábamos tan aterrados que no nos enterábamos  que, en ocasiones, pisábamos los cadáveres de nuestros compañeros.

La tenacidad de los rifeños en el combate era enorme. Nosotros poníamos como escudo un muro de valor y  heroísmo que derribaron poco a poco. Se imponía sobre nosotros la fatiga del combate. Apenas pudimos dormir. Algunos lo hacían sentados, recostando sus espaldas ente ellos .Las noches eran cada vez más inseguras e inciertas.

¡Cada cual tenía que atender a su propia salvación! La sangre de miles de soldados de leva, jefes, oficiales, suboficiales y cabos,  todos sin distinción corríamos por el desfiladero tiñendo con nuestro sudor, lágrimas y sangre el color marrón pálido de esas tierras.

Las tensiones musculares y mentales eran evidentes, intentando buscar locamente un horizonte de salvación que no llegaba para muchos. Nuestro grupo iba teniendo suerte, no hubo bajas.

Arrinconados  en los barrancos en la huida, o aislados en los pequeños puestos que quedaban, sin esperanzas de auxilio o  refuerzos, murieron unos 4000 hombres en El Desastre. Las posiciones españolas caían como fichas de dominó.

En la profundidad de aquel estrecho desfiladero la noche era fría, y con un viento muy sonoro y un amanecer que enseguida dominó el sol abrasador. El hedor circundante a sangre humana y animal y a más cosas que una mente aturdida e irreflexiva no sabía distinguir, penetraba en nuestras fosas nasales taponando nuestros sentidos.

Por un momento pensé que todos estábamos educados por la obediencia, la lealtad, el dolor y el sacrificio. Me percaté de que en cada guerra se mata de una forma distinta. Los compañeros que iban cayendo por centenares, eran los únicos que realmente veían el final de aquel enfrentamiento tan cruel. Necesitábamos mucha “baraca”. Práxedes, Lucrecio, Miguel, Casimiro y yo la teníamos.

—Empuñé mi pistola y noté que algo me injuriaba. Me temblaban las manos y me faltaba sensibilidad en la yema de los dedos. Eran experiencias físicas desconocidas por mí hasta ahora.

—Miraba al cielo y sólo veía las penumbras de la muerte. Estábamos en una situación –como decía Platón-donde era mejor evitar el combate que vencer en él, aunque el asedio de algún rifeño con ansias de matarnos a alguno de nosotros estaba  firme en el ambiente.

—Observé a mi derecha y vi cómo dos moros, a unos cinco metros de mí, pretendían con su gumia segarle el cuello a Práxedes. Me abalancé sobre ellos sin pensarlo. A uno le pegué un tiro en la nuca y le atravesé el cráneo; a otro le clave mi machete en el cuello de lado a lado. Mi amigo ni se había dado cuenta del peligro que corrió—se abalanzó sobre mí y me dio  un fuerte abrazo mientras me decía:

— ¡Mariano, amigo mío me has salvado la vida!

Cada vez corríamos más peligro. La gente no sabía dónde parapetarse de los disparos y acoso de los rifeños que nos mataban como a conejos. Se oían constantemente quejidos de dolor y se observaba la pérdida de movilidad de muchos hombres por las heridas. Aquello era una locura pavorosa. Vertíamos lágrimas de sufrimiento y de sangre, entre la angostura de unos valles cerrados por altísimas montañas.

El relente  de la noche nos calaba las ropas, los pies se nos helaban. Era muy duro soportar las inclemencias de la oscuridad hasta que amanecía, porque al alba parecía que encontrábamos el sendero de nuestra existencia.

Los fogonazos de los cañones rifeños y las acciones de su fusilería relampagueaban en la oscuridad marcando la línea de peligro en las alturas que nos rodeaban. Algunas veces atacaban en cualquier momento y nos creaban un nerviosismo infernal.

Los rifeños no dormían—o eso parecía— porque también nos asediaban con sus gritos de guerra que les daba una entidad,   que les unía en  la lucha y  la acción, a todos ellos.

Intentábamos otear la frontera del peligro, moviendo los ojos abiertos, muy tensos, con insistencia, de un lado para otro, tragando saliva. Se quebrantaba paliativamente nuestro estado de ánimo por ese miedo intenso que nos subía de los pies a la cabeza.

El lenguaje corporal de esa turbación que nos aterraba, se manifestaba en ciertas micro expresiones faciales comunes a la mayoría: las cejas ligeramente levantadas, el ceño tenso y la boca entreabierta, señales inequívocas de que el temor estaba presente en nuestro interior.

  — Ya estábamos muy mermados, casi aniquilados, al borde de perder la vida.  Cada vez más llegaban cientos de rifeños, se multiplicaban constantemente y las balas de sus fusiles  se impregnaban en sus dianas que éramos todos nosotros.

 Considerábamos que era el final para todos cuando comenzó a actuar en nuestra defensa, abriéndonos caminos de huida el Regimiento de Cazadores de Alcántara, 14 de Caballería, mandados por el teniente coronel Primo de Rivera. Nos cubría la retirada hacia El Batel.

Oímos un ruido de fondo, de caballos, toques de corneta y voces de mando.

 Hacia las 10.30 de la mañana estos hombres llegaban desde Dar Drius hasta Izummar para proteger de forma ordenada el repliegue general, de esa diáspora de soldados temerosos, de esa masa desperdigada, ingente, cerca de 5.000 hombres que huíamos desde Annual, que corríamos ya despavoridos por el desfiladero estructurado por una serie de gargantas y barrancos que descendían desde el alto.

El resultado fue una carrera horrorizada en la que nos mezclábamos todos. Hasta los heridos con un mínimo de vida intentaban escapar como podían en ese confuso tropel.

—Le dije a Lucrecio: ¡a mi lado, a mi lado! No te separes de mí. Moriremos juntos si hace falta. Ese puede ser nuestro orgullo.

Desde la carretera, Primo de Rivera intentó poner orden a punta de pistola, tratando de reorganizar la situación e intentando controlar la desbandada

Observamos que era imposible ejecutar su buena intención. Toda aquella masa se venía encima de la caballería como un alud una avalancha que producía, a su vez, muertos y heridos, colapsando asimismo los pocos medios de transporte que teníamos de mulos y alguna camioneta que otra.

En el camino de huida encontramos moribundo a Bucéfalo que estaba debajo de su caballo que había caído muerto. Levantó los brazos hacia mi presencia, la de Práxedes y Lucrecio. Nos miraba en silencio pidiéndonos auxilio. Eso hicimos. Estaba entre los soldados del Alcántara que habían sido heridos de muerte. Esos hombres de caballería eran únicos y excepcionales.

Nos contó balbuceando cómo intervino, como otros muchos compañeros, contra los rifeños:

 

—Tensé los músculos de mis brazos y piernas, respiré con profundidad, enarbolé mi espada, apreté las grupas de mi caballo y me acerqué a la muerte en  el combate. Me silbaban las balas  mientras sostenía el sonido de sus relinchos y movimientos bruscos, hasta que una ráfaga de tiros de fusilería, mató al animal y me hirieron a mí.

Me batí corriendo en retirada, como pude, entre caballos muertos y  compañeros heridos que levantaban los brazos pidiendo ayuda.

Un sargento se acercó a mí con su caballo, subí al animal y nos marchamos huyendo de todo aquel horror hasta que nos hirieron de nuevo a los dos. El animal salió despavorido y nos tiró al suelo. Así me habéis encontrado ¡Mirad ahí está el sargento muerto!

—Ese era su relato de angustia.

 

—Nosotros habíamos observado cómo el regimiento Alcántara nos estaba salvando de aquella tragedia gracias a la valentía de sus hombres y a las múltiples bajas que estaban sufriendo, abriéndonos el camino de la huida. Su entrega fue absoluta.

 

FIGURA 7 Ataque del Regimiento Alcántara

 

Los caballos del Alcántara, ligeros y briosos, bufaban, relinchando sin sosiego ni descanso. Se ponían en corbeta cuando atacaban, impresionando a los rifeños. Briosos corceles que caracoleaban nerviosos A muchos de ellos les corría la sangre por sus tripas y patas debido a las heridas recibidas. Todos fueron muy disciplinados hasta el final siguiendo las órdenes de sus jinetes. Aquello era un coro de relinchos que llamaban la atención y asustaban en algún momento a los rifeños en esa feroz pelea que atronaba en el ambiente envuelta en esa espesa nube de polvo.

Era durísimo atisbar montones de jóvenes muertos. Su sangre humilde hacía regueros junto a la de los animales que montaban. Era la odisea de aquellos hombres que estaban muriendo por la Patria.                                      

Dos sanitarios pasaron con una camilla por nuestro lado y les pedimos que  le llevaran a Bucéfalo a un lugar más seguro. Se despidió de nosotros llorando. Tenía una gran herida en el pecho. Nunca más volvimos a vernos.

Mientras tanto la visión del paisaje del Rif seguía transmitiéndonos  un gran temor.

Esa estampida humana, llena de virulencia, que se movía en una sola dirección sin atenerse al buen orden o las consecuencias para los demás integrantes del grupo, estaba llena de pánico. La mayoría de veces los choques humanos y los aplastamientos se producían porque no contábamos con las suficientes salidas o vías de escape, por unos caminos estrechos delimitados por barrancos a veces muy peligrosos.

Fue del todo imposible seguir un orden de retirada, ya que había cundido el pánico y se había perdido todo vestigio de jerarquía militar. Tras permitir que la marea humana rebasase su posición, los escuadrones de caballería se fueron desplegando primero por las lomas que dominaban el paso y después por la carretera que iba a Ben Tieb (donde el fuego decreció) y Dar Drius, tratando de repeler escalonadamente los continuos ataques del enemigo. Las columnas habían superado los desfiladeros de Izummar y los barrancos, y el camino transcurría ya por una llanura que permitía a la caballería desplegarse por los flancos.

Práxedes, que iba esta vez más adelantado que nosotros,  parapetándose en el interior de un grupo de compañeros muy compacto, escribiendo sus apuntes de reportero, tomaba notas de todo lo que veía y oía, como la arenga del Teniente Coronel Primo de Rivera dirigiéndose a sus soldados:

“¡Soldados! Ha llegado la hora del sacrificio, que cada cual cumpla con su deber”.

“Si no lo hacéis, vuestras madres, vuestras novias, todas las mujeres españolas dirán que somos unos cobardes”.

“Vamos a demostrar que no lo somos!”

La caballería, que estaba acampada en Drius, salió para el combate con un valor increíble, al trote furioso de sus caballos, abría pasillos de seguridad para que pudiéramos escapar a la mayor velocidad posible, entre nubes de confusión y polvo: ocupaban las lomas “en orden cerrado”: formación en línea o columna.

Los rifeños nos seguían atacando sin compasión. Los nervios de todos los soldados, que estábamos en esa ratonera,  se tensaban  hasta el límite y, en muchas ocasiones, llegaban a quebrarse y romperse. El tiempo y el espacio se convertían entonces en una pesadilla para todos, que se repetía, una y otra vez.

Nada más pisar las cercanías del río, la columna se vio obligada a enfrentarse a cientos de tiradores rifeños bien apostados. La situación era desesperada, así que el general Felipe Navarro ordenó al Regimiento Alcántara proteger nuestra retirada a toda costa.

La mayoría de las bajas de la columna que salimos de Annual se produjeron justo en el momento de abandonar el campamento por el desfiladero de Izummar, cuando íbamos todos en una fuga estrepitosa, entorpeciéndonos unos a otros en un tumulto de unidades revueltas, desorientadas y errantes.

 Necesitábamos la ayuda de la caballería del  regimiento Alcántara para abrirnos paso ante el acoso multitudinario, que sufríamos de los rifeños, quienes caían sobre nosotros como hienas, en esa campaña de persecución y exterminio donde estaban muriendo centenares de soldados.

—A pesar de los esfuerzos que estaban realizando los agotados soldados del Alcántara, con sus continuas cargas sobre los rifeños para proteger nuestra retirada, llegamos al cauce seco del río Igan, donde estaban atrincherados miles de moros y nos fue de nuevo necesaria su ayuda, pues los miembros la columna habíamos realizado una retirada desesperada hacia Batel y Tistutin, y teníamos montones de heridos que suponían un gran problema para el avance.

Fueron ataques desesperados,  casi suicidas, con los rifeños parapetados y emboscados en los accidentes del terreno, algo que prácticamente acabó con el Regimiento.

Los disparos del enemigo hicieron estragos en lo que algunos llamaron “las cargas de la muerte”, y, al final, la columna pudo seguir retirándose, pero en esas cargas el Regimiento de Caballería Cazadores de Alcántara 14 quedó deshecho ese 23 de julio de 1921.

Su entrega en la lucha fue total; con obediencia, pundonor, mostrando un heroísmo más allá de lo razonable. Al grito de “¡Viva España!”, los 700 jinetes cargaron una decena de veces contra los rifeños ubicados entre aquellos barrancos y hondonadas, con un único objetivo en la mente: proteger la retirada de los cientos de soldados que llegábamos desde el aniquilado campamento de Annual.

En esa tragedia conmovedora el Regimiento  perdió un 90% de sus hombres que se dejaron allí la vida. Ese día se produjo en aquellos parajes una situación dantesca, en medio de un sol infernal y un entorno de piedras, remolinos de polvo, sangre y muertos. Se estaba culminando el proceso de El Desastre.

—La prensa en España señalaba:

¡Murieron hasta  los educandos y trompetas del Regimiento Alcántara combatiendo contra el enemigo rifeño. Eran 13 y todos perecieron heroicamente el 23 de julio. La mayoría eran casi niños, algunos salidos de la inclusa, con infancias desgraciadas, pero en valor no cedieron a nadie. (ABC, 25 de julio de 1921)

Práxedes plasmaría en los días siguientes, en la crónica que enviaba  para su periódico, los hechos que presenció:

“Estábamos totalmente asediados en Izummar e Igan. La muerte caía sobre nuestras espaldas. Parece que venía del cielo, de los laterales y no sé de cuántos sitios más. La matanza era horrorosa y la indefensión total.

El Regimiento Alcántara comenzó a enviar pequeñas partidas a ocupar las alturas y desalojar al enemigo de ellas por el peligro que suponían. Una vez pasó la columna de Annual, se continuó haciendo fuego sobre los rifeños hasta la llegada a Ben Tieb, donde los del Alcántara dejaron a los soldados heridos que habían transportado en la grupa de los caballos.

La actuación ese día de este Regimiento  de caballería fue ejemplar, intentando poner orden en la retirada con los pocos medios de que disponía, cubriendo los flancos y la retaguardia de aquella muchedumbre, hasta su llegada a Dar Drius.

“El día siguiente  fue el día más duro para estos soldados. Setecientos jinetes tuvieron que dar protección a más de 5.000 de sus compañeros hasta llegar a la posición segura indicada”.

El Teniente Coronel Primo de Rivera salió con los Escuadrones al galope haciendo varias cargas, llegando al cuerpo a cuerpo y persiguiendo con fuego al enemigo para aniquilarlo o dispersarlo.

Sin embargo, aunque los soldados nos replegábamos  muchos de nosotros gracias a este Regimiento valeroso, conseguimos salvarnos del asedio multitudinario rifeño. La unidad sufrió muchas pérdidas debido al abundante fuego de fusilería.

Los compañeros que se quedaban rezagados, por ejemplo, por estar heridos o sufrir alguna enfermedad, era degollados sin paliativos por los moros.

Primo de Rivera se reunió, con sus oficiales y dirigiéndose a ellos, esbozó una mueca altiva y  les dijo:

—La situación, como ustedes verán, es crítica. Ha llegado el momento de sacrificarse por la patria, cumpliendo la sagradísima misión de nuestra Arma. Que cada uno ocupe su puesto y cumpla con su deber.

 Tras conocer el destino de sus compañeros, los jinetes del Alcántara volvieron a protagonizar una nueva carga. Cada vez aumentaba más el número de bajas.

Al llegar al cuerpo a cuerpo, la lucha fue sangrienta e, incluso, los miembros del Alcántara se vieron obligados en alguna ocasión a retirarse y reagruparse, pero sólo fue para cargar nuevamente contra el enemigo con mucho más ímpetu. Finalmente, les vencieron y les obligaron a huir”.

Cabe destacar que, en las últimas cargas, ante lo menguado de las fuerzas, hasta los oficiales veterinarios (“albéitares”) y los trompetas, se incorporaron y cayeron junto a sus compañeros.

Al finalizar de esa jornada, el Regimiento de Alcántara dejó de existir como Unidad.

Días después en Monte Arruit, el  6 de agosto de 1921, falleció el Teniente Coronel Primo de Rivera a causa de la gangrena producida al amputarle un brazo tras ser alcanzado por un proyectil de cañón”.

Era un militar muy valioso. Valorado por todos los hombres que estábamos a su servicio—nos comentaba Isaías Sastre, superviviente del regimiento de caballería Alcántara Nº 14 quien tenía una considerable herida en la espalda hecha por un rifeño con su gumia. Era un hombre portador de una mirada arisca, sagaz y la voz entrecortada. Había vivido momentos extraordinarios, en su existencia cotidiana, teñidos quizás de imprudencia y temeridad.

—Mariano plasmaba así estas vivencias en su mente porque no quería olvidar aquellos hechos insólitos que deseaba guardar en su cerebro para siempre : “el sacrificio humano y militar de nuestros compañeros del regimiento Alcántara, fue digno de admiración y agradecimiento. Muchos de nosotros salvamos nuestras vidas gracias a su entrega y defensa”.

Aturdidos y huidizos pudimos comprobar cómo muchos jinetes y sus caballos caían en tropel llevándose antes por delante a todos los rifeños que encontraban y les era posible matarlos. La caballería demostró ser rápida, muy veloz en sus movimientos, de brava acometida y avance arrollador”.

            Eran relatos conmovedores los que Mariano quería guardar en sus neuronas:

¡Compañeros del Alcántara: os mostrasteis tenazmente valientes en vuestras  cargas donde a muchos os esperó la muerte que nosotros observábamos espantados, mientras huíamos al mayor paso posible. Nos apartamos, con la mayor rapidez posible del estrecho camino, siguiendo las partes más bajas de las lomas, para dejaros paso a vuestro ímpetu—buscábamos aterrados la libertad ante aquel asedio de muerte!

—“Contemplábamos despavoridos el trote impetuoso de vuestros caballos y la velocidad  que cogían, algo imponente que  podía aturdir a cualquiera. Parecían que volaban. Nos inculcabais la seguridad necesaria para escapar de ese infierno y nos abristeis el camino para poder huir de aquel matadero”.

   — ¡Todos observamos que luchabais como fieras protegiendo nuestra retirada. Os estabais sacrificándose por todos nosotros. De no ser por vuestra entrega y heroicidad, a cientos de nosotros nos habrían asesinado a sangre fría los hombres de Abd el-Krim. Los temíamos considerablemente porque los rifeños daban buena cuenta de los prisioneros que cogían pasándolos a cuchillo. Era atroz su ensañamiento contra nosotros. Un odio ancestral de venganza y exterminio interiorizado en sus venas!

Según Mariano,  ese 23 de julio nos reunieron, cuando llegamos a  Dar Drius, a los soldados que sobrevivíamos de las seis compañías de Ingenieros de la Comandancia; la 1ª, 2ª, 4ª , 5ª y 6ª procedentes de Annual, donde se hizo cargo de la retaguardia una fuerza de 433 hombres al mando del capitán Aguirre. Habíamos tenido más de cien bajas.

Por orden del general Navarro los ingenieros atendimos a la fortificación del campamento de Dar Drius, junto a una compañía de infantería, reforzando la fortificación del campamento.

Fue exterminador. No podíamos más. Estábamos agotados aunque parecíamos infatigables. Pensábamos que teníamos que resistir porque el pensar que a los rifeños les encantaba contar las cabezas de los españoles, decapitarlos, nos insuflaba una energía especial para no amedrentarnos en el cumplimiento de nuestros difíciles objetivos.

El 23 de julio el general Navarro, dictó una retahíla de órdenes y se decidió a evacuar  la posición Dar Drius. La columna emprendió la salida, en aparente buen orden, mientras las compañías del regimiento "San Fernando" permanecían apostadas en el parapeto y protegían la salida, de forma que al finalizar ésta, se incorporaron a la misma para convertirse en su retaguardia.

El general, suspiró algo agobiado por la incertidumbre latente de las circunstancias existentes y optó por la retirada de las tropas hasta Batel, situado a unos 20 kilómetros,  donde pernoctamos. Al día siguiente continuamos camino hasta Melilla.

—Retrocedimos combatiendo durante seis agotadores días a partir del día 23, deteniéndonos en Ben Tieb, Dar Drius, El Batel y Tistutin hasta llegar el día 29 a Monte Arruit. El enemigo ocupaba todo el terreno entre esta posición y Melilla. El ensañamiento de los rifeños con la posición, permitió la salvación de Melilla pues las cabilas rebeldes se centraron en acabar con este foco de resistencia en vez de proceder contra la indefensa ciudad que realmente corría peligro.

—Apuntaba Práxedes que “de los 2.566 soldados, aproximadamente, que salimos de Dar Drius tan solo 1.295 llegamos a la posición de  Batel; el resto quedaron muertos, dispersos o continuaron hacia Monte Arruit y Melilla sin control de sus oficiales. Muchos se contaron como desaparecidos.

El general Navarro ordenó a nuestro capitán Aguirre, alojar todas las compañías de Ingenieros en Titsutin a fin de realizar trabajos de fortificación en la posición y mantener el enlace con la retaguardia. El 29 de julio, iniciamos la marcha de repliegue hacia Monte Arruit, al primer rayo de sol que apareció por el horizonte, que nos atrajo a todos como un foco de esperanza.

A medida  que la columna se acercaban  a esta posición, la agitación se apoderó una vez más de todos nosotros acosados por un inmenso y nuevo ataque enemigo. No nos explicábamos de dónde podrían salir tantos rifeños fanáticos hostiles y beligerantes dispuestos a todo. Eran muchos más que nosotros. Una oleada de pánico nos invadió y nuestra naturaleza quedó mermada.

A escasa distancia del fuerte de Monte Arruit se rompió la disciplina  y nos desbordamos a la carrera, de manera alocada. Comenzó otra vez esa especie de  desbandada que llevó a muchos de mis compañeros a la muerte.

 El refugio en esa posición, se llevó a efecto con enorme precipitación y desconcierto. No se había programado nada y el desorden era la tónica dominante.

—Me sentía torpe para expresar mis sentimientos y confuso para diferenciarlos en aquel momento—manifestaba Mariano en uno de sus acostumbrados soliloquios.

Nos mirábamos unos a otros sin saber qué hacer.

—La  2ª compañía de ingenieros zapadores realizamos grandes trabajos de defensa, aunque estábamos agotados por las marchas, el continuo combatir y la falta de agua y alimentación, me sentía como si me hubieran metido varios dedos en los ojos. Me costaba, con una desmedida amargura, contemplar ese panorama y sufrir esas vivencias tan duras.

 

A las pocas horas de llegar a la posición, ya estaba totalmente cercada y no se podía seguir la retirada hacia Melilla. El eminente peligro  se ceñía de nuevo sobre nosotros. Miles de rifeños caían otra vez sobre la multitud de soldados que allí estábamos. El general Navarro le comunicó al Alto Comisario, general Berenguer cuál era nuestra situación y la baja moral de los soldados. Le apuntó que necesitaban urgentemente refuerzos o si no la posición  se vendría abajo. Así fue.

El general Berenguer le dio carta blanca para realizar la rendición en las condiciones que él creyera oportunas pactar. El 9 de agosto la posición se caía por sus cimientos: “agotados todos los recursos de defensa, extenuada la fuerza, no disponiendo de munición, agua ni víveres necesarios ni equipamiento. Además era imposible mantener una higiene y unas condiciones de vida aceptables, lo que provocó enfermedades a mansalva y casi más bajas que los rifeños.”

Práxedes escribió una  crónica sobre lo que estaba sucediendo para su periódico, la última que conocieron sus compañeros:

“Estaba claro que, si no se podía auxiliar Monte Arruit, solo quedaba negociar la rendición. El Alto Comisario Berenguer, que transfirió desde el principio esta responsabilidad al general Navarro, le sugirió tratar la situación con el caíd Ben Chelal, de la cabila de Benibu Ifrur.

Además, llegaban noticias de que Abd el-Krim respetaría escrupulosamente las condiciones de la rendición, y que castigaría duramente a los que las incumplieran. No fue así ni mucho menos. Se cometió una ignominia contra los soldados españoles.

Aunque el general Felipe Navarro no estaba convencido de la conveniencia de negociar con los  cabileños, ante la falta de alternativas, decidió pactar con sus sitiadores, entre los que ya daba cuenta de la presencia de contingentes de Beni Urriaguel.

            Se cerraba el acuerdo: la guarnición, desarmada, debía dirigirse hacia Melilla; los heridos y enfermos que no pudieran ser transportados, quedarían en Monte Arruit, junto con médicos y una escolta de rifeños. Tras formarse el convoy, y mientras los cabileños tomaban nota del armamento que se iba entregando, una multitud de rifeños cada vez más numerosa, amenazante cercaba la posición, comenzando entonces una matanza sin escrúpulos ni consideraciones. Los rifeños cometieron salvajemente montones de atrocidades contra todos nosotros.

Será difícil saber si la traición fue deliberada o si la masa, desenfrenada, escapó al control de sus dirigentes. En todo caso, es más que probable que se ignoraran las instrucciones de Abd el-Krim el cual, desde el principio, había solicitado que se respetara a prisioneros y heridos.

Los supervivientes tras deponer las armas fueron asesinados por las tropas rifeñas, quedando prisioneros únicamente algunos oficiales  y  soldados de tropa. Fallecieron 3000 miembros del ejército español, la mayoría soldados, solamente lograron escapar con vida unos 60 hombres”.

 

(Práxedes Urquiza, soldado y corresponsal de guerra del diario Castilla Libre en el Rif)

                                                           CAPÍTULO IX

                 El soldado del Rif  gravemente herido. La vuelta a casa.

La fortificación de Monte Arruit fue asediada desde el 24 de julio hasta el 9 de agosto en que se produjo nuestra rendición,

La excepción a toda esta matanza la forman alrededor de quinientos jefes, oficiales y algunos soldados, con el general Navarro a la cabeza, que fueron hechos prisioneros y  trasladados por orden de Abd el Krim a Axdit (bahía de Alhucemas) como prisioneros de guerra. El líder rifeño quería cobrar un rescate por ellos como así sucedió posteriormente.

El Rif había cambiado su fisonomía de control y poder. En tan solo unas pocas semanas, Abd el Krim, el que había sido un amigo de España en otros momentos, se hace con el control de gran parte del Rif oriental y quiere llegar hasta las mismas puertas de Melilla que se convirtió en una ciudad aterrorizada y asediada. Dos cañones arrebatados al Ejército español empezaron a bombardearla a su antojo desde el cercano monte del Gurugú.

—Miguel Cerceño apostillaba: “una vez que nos desarmaron los rifeños en Monte Arruit  comenzaron las vejaciones más severas e inhumanas de los rifeños. Unas ejecuciones y violaciones contra nuestra. Sí contra la integridad de todos nosotros soldados de leva, la mayoría muy jóvenes y poco expertos en las andaduras militares, que combatimos en los escenarios del “Desastre”.

Una serie de atrocidades por parte de los moros que se convirtieron en verdaderos crímenes de guerra.

—Rufino Cabero, parafraseaba sobre lo vivido señalando: “hemos sufrimos el terror y el castigo de la muerte, desde nuestra salida de Annual.”

Cuando comenzó la matanza, Mariano, herido de muerte en el cuello, el hombro y en una pierna por el alcance de la metralla de una bomba de mano mora, pudo contemplar— ya casi inconsciente, en estado de suma gravedad, con la vista llena de penumbras— que le brotaban desde sus rincones cognitivos más inesperados, cómo la muerte le conducía hacia Dios y le alejaba de su vida, sus amigos, la familia..., sorteando una situación inequívoca e imparable.

Miró hacia ese cielo del atardecer y no encontró respuestas a su incertidumbre. Su percepción visual le condujo hacia un lado y hacia otro donde percibió múltiples escenas tétricas y dolorosas que se producían a su alrededor.

Su amigo Lucrecio estaba luchando contra dos rifeños a los que abatió con la bayoneta de su fúsil. Pero a los pocos minutos, varios moros le redujeron por la espalda, de los que intentó liberarse con la pericia de un gato montés, mientras le abrían su abdomen con una gumia y le extraían los intestinos que caían al suelo, siendo decapitado posteriormente y pateada su cabeza que fue a parar al lado del cuerpo de  Mariano que permanecía inamovible, dando la sensación virtual de que estaba realmente muerto.

¡El dolor y la ansiedad encubierta se apoderaron de él en ese silencio estremecedor que le producía su impotencia e indolencia producidas por sus heridas!

De pronto notó que alguien intentaba manipular su cuerpo, era Mohamed Amar Ahmed, un rifeño de la Policía Indígena a quien conoció en Melilla, realizando juntos el período breve de instrucción. Mohamed en ese momento era auxiliar para la formación de los nuevos reclutas que como Mariano habían llegado recientemente y les preparaban con brevedad para llevarles al frente a luchar contra los rifeños.

Arrastró a Mariano, sorteando a los militares fallecidos  con cierta destreza, hasta un recóndito lugar, le secó lo que pudo la sangre de sus heridas y se las taponó en lo posible tras utilizar varias camisas de soldados españoles muertos.

Mariano elevó la vista hacia ese hombre al que reconoció, que ahora era soldado de Abd- el –Krim porque su familia había sido amenazada de muerte si no se sumaba a la causa rifeña y desertaba de la Policía Indígena española. Era miembro de una cabila  no muy guerrera cercana a Melilla, los Beni Sicar, que en otros tiempos fue amiga y subsidiada de España.

Mohamed cambió de vestimenta a Mariano y le puso las ropas de un soldado rifeño fallecido. Desde el 9 de agosto que se produjo la rendición de Monte Arruit hasta el 24 de octubre que se recuperó la posición por los españoles, le estuvo cuidando camuflado en unas casas cercanas de unos parientes. El rifeño se quedó con otros muchos compañeros suyos más tiempo  en la guarnición de la posición.

A medida que La Legión, los Tabores de Regulares y otros soldados, iban recuperando las posiciones perdidas, retrocedían los rifeños.

Cuando éstos acordaron retirarse de Monte Arruit porque los españoles había atravesado el río Kert y ya estaban cerca, Mohamed esperó hasta el último día en que pudieron resistir en el fuerte, para poner de nuevo a Mariano sus ropas de soldado, con su identificación correspondiente, dejándole entre los muertos para que los soldados españoles se hicieran cargo de él si todavía podía vivir.

            “Se alcanzó Monte Arruit el 24 de octubre y allí las tropas revivieron el horror: 3000 cuerpos insepultos y medio momificados, muchos degollados, destripados o lapidados. Los harqueños se habían afanado incluso en desenterrar a los muertos. En la puerta del fortín, un grupo de unos cuarenta muertos, unos sobre otros. Todo el recinto completamente lleno de cadáveres en posturas trágicas. La sanidad trabaja activamente y los identifica cuando ello es posible. Continuamente salen camiones repletos de muertos para Melilla,  de cuyo montón salen cabezas manos, pies y otras partes del cuerpo que están desprendidos.”

Cuando los españoles recuperaron la posición, un cabo de la Legión llamó a dos de sus hombres para mover a unos muertos y notó que allí se encontraba un soldado de ingenieros que todavía respiraba. Le chequearon y vieron su identificación. Se trataba de Mariano Torreblanca Laredo, natural de Aranjuez (Madrid).

Llamaron a los sanitarios y de inmediato le evacuaron a Melilla (ciudad situada a unos 37 kms de Monte Arruit) en una ambulancia, junto a otros compañeros que estaban en una situación similar.

La gran cantidad de heridos que se produjeron a raíz del Desastre, a lo largo de todas las posiciones, colapsó la estructura sanitaria que se había extendido, a  lo largo del territorio rifeño, controlado hasta ese momento, desapareciendo los hospitales de campaña y la estructura sanitaria existente que estaba establecida, trasladando a Melilla a todos los heridos. Muchos murieron en esa impetuosa desbandada por no poder recibir las atenciones sanitarias necesarias.

En aquellos momentos los hospitales estaban completamente llenos, a rebosar de heridos, habilitándose incluso tiendas de campaña donde los agrupaban, mezclándose en tremenda e inevitable confusión, heridos y enfermos, obligando a los médicos a un trabajo fuera de toda medida.  La atención debía ser rápida y solventando una multiplicidad de dificultades.

Se podría observar cómo  entraban y salían continuamente soldados que vivían  sus últimos momentos y fallecían. A Mariano le prestaron las atenciones médicas de urgencia. Tenía bastantes  heridas crónicas y también  tejidos y músculos dañados.

Tuvo la suerte de poder ser ingresado y operado en el Hospital Militar de Melilla, conocido como el Docker, por un cirujano militar del equipo del doctor Mariano Gómez Ulla que se había desplazado  desde Berlín al Protectorado donde sería nombrado “cirujano consultor-director de los servicios de cirugía del ejército de operaciones de Marruecos y hospitales de evacuación de la península”. Le operó y cosió todas sus lesiones proponiéndole -dada su gravedad- para ser embarcado, en un buque- hospital, “el Alicante”, que salía al día siguiente rumbo a  Málaga. También fue operado por el doctor Rogelio Gil de Quiñones, un especialista de gran estima y profesionalidad.

 Parecía que vivía  en una sombra que separaba su cuerpo   y la situación vital casi inerte en la que se encontraba.

Al llegar a Málaga fue ingresado en el hospital militar, en una habitación con otros dos soldados. Comenzó a hablar despacio y sentir que era él. Parecía enteramente un cadáver viviente.

Le tenían atado a la cama porque sufría alucinaciones auditivas y visuales, teniendo terrores nocturnos de alta intensidad que además le impedían dormir. Gritaba con angustia y estaba muy asustado y alterado, moviendo las piernas constantemente, parecía que tenía azogue. La guerra le había producido este estado de derribo demoledor como a otros muchos soldados.

La comida se le suministraba a través de una sonda. Estaba entubado, y con suero. Le tuvieron que hacer varias transfusiones de sangre, inyectándole bastante morfina por los dolores tan fuertes que padecía.

Cuando recuperó su estado de mínima conciencia, tras haber sufrido un importante daño cerebral— una lesión cerebral traumática severa—comenzó a  presentar evidencia de actividad cognitiva residual, mostrando conciencia de sí mismos y de su entorno, comenzando a acordarse de su madre hermanos y hermanas y también de su ciudad, Aranjuez, su cuna, ciudad a la que tanto amaba. Tenía que seguir luchando porque a todos les prometió que volvería, incluso a Tasio, su paisano, para seguir ganando campeonatos de mus.

Mohamed, el rifeño, le había salvado la vida. Como agradecer esa gran ayuda a un  rifeño con tan buen corazón.

            Éste le contó en Melilla a Marian que era descendiente de una larga familia de sefardíes que vivieron en 1492 en Toledo, en el barrio judío, cuando fueron expulsados por los Reyes Católicos. Todavía guardaban la llave de su casa que se fueron pasando a través de los siglos, entre la familia, y un pequeño croquis escrito a mano, repujado en un trozo de cuero, indicando donde se encontraba su domicilio ancestral. De hecho toda la familia habló a través del tiempo el idioma judeoespañol o ladino propio de esas comunidades y lo seguían haciendo. Toledo era para ellos un icono de vida, un referente inolvidable del pasado.

Mariano le prometió que,  cuando acabara el conflicto— si iba a España— le acompañaría a Toledo. De ahí surgió su entrañable amistad. La gran ilusión familiar de Mohamed.

En el hospital de Málaga estuvo compartiendo habitación con otros dos soldados: Florián Carreño y Breixo Vázquez. El primero era natural de la localidad de Valdemoro (Madrid) y el otro, de la localidad gallega de A Veiga.

El madrileño-quien realizó junto a Mariano el mismo viaje de recluta hasta Melilla pero no se conocieron- tenía un carácter supersticioso, dicharachero y alegre. Era funcionario de correos. Le habían amputado un brazo y tenía múltiples heridas.

—Florián comentó a sus compañeros:

—Dicen que estamos sufriendo aquí la guerra contra los rifeños, defendiendo los intereses de capitalistas españoles que han hecho grandes inversiones en las minas de hierro como el conde de Romanones. Por cierto, un hijo suyo, teniente de ingenieros, murió el año pasado luchando  en estas tierras, cuya soberanía sobre el Protectorado firmó su padre en 1912.

—Os voy a leer lo que decía el recorte de prensa de ese diario que me dieron y que aún conservo:

 

Muerte del teniente Figueroa y Alonso Martínez:

 

El teniente de Ingenieros D. José de Figueroa, hijo de los condes de Romanones, ha muerto en África al frente de las fuerzas que mandaba, debido a la gravísima herida que recibió en la cabeza, luchando contra los cabileños de Ajmas. Su cuerpo se encontraba en el campamento de Tefer, cerca de Tetuán, tras haber sido herido el día 19. Allí se dirigieron  los condes de Ramonones, desde Madrid, con la esperanza de verle vivo, pero ya no fue posible.

Era el número cinco de los hijos de los condes de Romanones, contaba veintitrés años de edad, pues nació el 24 de diciembre de 1897. Ingresó en la Academia de Ingenieros en septiembre de 1912, y en junio de 1918 salió de primer teniente. Activo e inteligente, deseaba prestar servicio donde su esfuerzo pudiera ser pronto eficaz. Por esto y por su afición a la aviación, fue adscrito a la sección de Aeronáutica”.

                        (La Correspondencia de España, Jueves 21 de octubre de 1921).

 

—“Los ricos al parecer también mueren aquí”— indicó Breixo,  descendiente de italianos, abogado, recién licenciado, muy competente. Él nació en Galicia donde había vivido toda la vida. Padecía ataques psicóticos. Le repercutió mucho el impacto que tuvo en su cabeza  una bomba de mano que le tiró un rifeño a poca distancia.

—Yo diría los militares ricos, para ser más exactos—contestó Florián. Seguro que el teniente José Figueroa era un hombre valiente e inconformista porque cartas de recomendación no le faltarían  para ocupar algún puesto más seguro que donde estaba, oliendo el peligro de estas tierras.

Mariano miraba y escuchaba atentamente la conversación, pues iba poco a poco recuperando la actividad cerebral, aunque sólo podía gesticular levemente. Pensaba en esos momentos en sus compañeros Miguel y Cipriano a los que no había vuelto a ver más. Tampoco sabía nada de Práxedes. ¿Habrá muerto? Se preguntaba en ese silencio autónomo de espiración lenta prolongada en el que se encontraba.

Práxedes sobrevivió en Monte Arruit. Fue hecho prisionero. Llevaba un letrero en su guerrera que ponía “Prensa”. Cuando se lo comunicó un jefe rifeño a Abd-el-krim, quien quería estar informado minuciosamente de todo,  dijo que tuviera el mismo trato que los jefes y oficiales a los que había perdonado la vida como una inversión para luego pedir dinero por ellos al Estado español, como así fue.

Además el líder rifeño—por su experiencia como periodista en el Telegrama del Rif— pensó que Práxedes sería un buen instrumento a su servicio para enviar crónicas al periódico para el que trabajaba.

La vida en el hospital de Málaga era agitada, entre carreras y sustos ocasionados por la cantidad de soldados enfermos en estado grave y que morían a decenas de un día para otro.

Pasaron dos días más y Breixo tuvo que ser tratado en Psiquiatría porque tenía disfunciones y trastornos cognitivos muy acentuados. Presentaba trastornos mentales, principalmente en la memoria y en la percepción con amnesias y  demencias. Los psiquiatras arreglaban todos estos problemas con fármacos muy fuertes. Bastantes soldados tenían estos u otros problemas similares y el personal médico psiquiátrico era poco numeroso.

Identificar y comprender los resultados perniciosos de la guerra en la psicología de aquellos soldados no era fácil, sobre todo debido al  estrés postraumático provocado por el miedo y la incertidumbre por la muerte de compañeros, de heridos o desaparecidos, trastocaban las emociones y perturbaciones de aquellos hombres hospitalizados. Era el caso de Mariano que tenía siempre en su retina la imagen impregnada de cómo vio morir a su gran amigo Lucrecio.

— ¡Qué impotencia, Dios mío, que impotencia! No pude hacer nada por él. Aquellos salvajes le sacrificaron como a un cerdo. Tenía clavados en su mente los gritos de dolor que emitía Lucrecio hasta que le segaron la vida con el acero de sus gumías, posteriormente le sacaron los intestinos, clavándole en esa zona unas estacas. Una crueldad horrorosa, rotunda, sin paliativos.

A los dos días siguientes, Florián se asomó a la ventana de la habitación por las voces, carreras y mucho ruido que había en la calle. Vio a un soldado tumbado boca abajo con los brazos extendidos, empapado en un amplio charco de sangre. Estaba muerto. Era Breixo, el gallego. Se había subido a la terraza del edificio, tuvo un brote psicótico, saltó al vacío y se suicidó. Perdió el  contacto con la realidad, y se le presentaron delirios y alucinaciones posiblemente persecutorias que le llevaron a ejecutar esa decisión.

Florián muy afectado comenzó a gritar y a llorar. Mariano se percató del suicidio, e inmóvil, gemía con una fuerza contundente. Las venas le afloraban en el cuello, le corría un manantial de sudor y los ojos se le salían de sus órbitas. Gracias a que estaba atado a la cama, con gruesas correas de cuero, se quedó todo en un  sofoco muy agresivo. Puso en marcha la exagerada vehemencia de su propia voz y sus gritos envolvieron la habitación acudiendo de inmediato las enfermeras.

En la semana siguiente, Mariano tuvo crisis muy fuertes. Además no mejoraba satisfactoriamente de sus heridas  y se despertaba dando voces por la noche. Tenía terrores nocturnos y pesadillas con episodios de gritos, miedo intenso y agitación del cuerpo mientas dormía. Le dolía especialmente su rodilla de la pierna derecha.

Florián avisaba a la enfermera de guardia quien le administraba algún calmante y le sedaba. En una de las muchas curas que le hicieron en los  cuidados médicos y la aplicación de los remedios que podían conducir a la recuperación de la salud, se le detectó gangrena en la pierna afectada que estuvieron a punto de amputarle..

Esta enfermedad se le propagó de forma invasiva por falta de irrigación sanguínea, unido a una infección bacteriana que le afectó a varios órganos internos: Mariano, el soldado del Rif,  estaba a punto de morir.

— ¡Entre tinieblas, notaba que la muerte llegaba a su lado! Vio esa luz que vislumbran muchas personas en el límite de su vida y a punto de fallecer: “la puerta de entrada al más allá”. Unas experiencias cercanas a la muerte" que podrían estar causadas por un aumento repentino de la actividad eléctrica en el cerebro.

Pero también esa noche  tuvo un sueño que le animó a vivir. Se le apareció su tío Segismundo, quien murió en la Bahía de Santiago de Cuba, animándole a mantenerse firme ante el acecho de la muerte.

— ¡No puede ser que te rindas a la vida! Tienes que cumplir el legado familiar que debe ser tu mayor compromiso

— ¡Adelante, vas a vivir!—le decía.

Llegó el alba y las enfermeras que le cuidaban notaron en él una gran mejoría, parecía otra persona. Mariano saldría adelante entre dolores y sufrimiento pero impregnado de una fuerza vital inconcebible, algo milagroso.

¿Qué sabemos  de Práxedes, su gran amigo y compañero? Iba entre los  prisioneros cautivos de Abd-el-Krim quien había conseguido que el dominio militar español de la Comandancia General de Melilla se viera reducido a los límites de la propia plaza amenazada por unos quince mil aguerridos rifeños que no se saciaban de verter sangre española en sus tierras.

Eran numerosas las peticiones de todo tipo que llegaban hasta al propio rey Alfonso XIII para que interviniera en liberación de esos cautivos.

 

Práxedes procedió a redactar un artículo para su periódico donde señalaba:

 

“Aunque en un principio los rifeños nos han alimentado y tratado con una cierta dignidad Ahora nos han encerrado en habitaciones que son verdaderos calabozos sin ventilación y tan reducidos que es un verdadero milagro no se hayan registrado casos de asfixia. Una habitación pequeña que ocupamos 14 personas. Ahora ya no podemos gozar de esas horas de paseo que nos daban antes, estamos totalmente incomunicados y encerrados. Tratan de martirizarnos psicológicamente y acabar con nuestra autonomía. Esta es la situación en la que vivimos: recibimos una alimentación totalmente precaria, nos obligan a trabajar hasta la  extenuación, se dan muchos casos de desmayos y enorme padecimiento, enfermedades, como tifus, fallecimientos, somos objeto también de tratos violentos y apaleamiento por parte de los guardianes rifeños quienes dan muestras continuamente de ferocidad y salvajismo. Nos someten a todo tipo de vejaciones inimaginables.

Un soldado trató de escaparse y Avd.-el-Krim ordenó su fusilamiento. Tiene perfecto conocimiento de todos los horrores que nos hacen.

Estamos en diciembre, cerca de las Navidades de 1922, llevamos casi año y medio de presidio y cautiverio ¿Qué están haciendo en España por nosotros? ¿Qué esperanzas tenemos para que se ejecute nuestra liberación?

¿Qué hace ese nuevo Gobierno de concentración nacional, que se acaba de formar, por nosotros? Si existen intentos de rescate, estos estás siendo ineficaces y vacíos de eficacia.

Nos llegan noticias de que se ha formado una Comisión pro-rescate de varias familias de los que aquí estos cautivos, quienes ven una única forma eficaz de alcanzar resultados satisfactorios  pagando el rescate que pide, Abd-el-Krim.

Es preciso rescatarnos con el dinero y los moros que aquél pide por la liberación.

Al parecer en una carta que nos han difundido a los tres miembros de la prensa que estanos aquí cautivos, para hacéroslas llegar a los periódicos de España, Avd.-El Kim ha hecho esta propuesta:

“Aceptamos negociar el rescate de los prisioneros sobre la base de las dos condiciones conocidas por vosotros y que son: entrega de la suma de dinero pedida antes de hoy y la libertad de los detenidos rifeños.

 En cuanto a la venida del señor Horacio Echevarrieta para consumar estas exigencias, puede hacerlo en completa seguridad y le damos la  bienvenida a estas tierras y sus costas, pudiendo entrar o salir, de ellas con entera libertad. Nosotros por nuestra parte le prometemos prestarle las facilidades necesarias para la mejor marcha de las negociaciones…18 de enero 1923. Fdo.: Mohamed Ben Abd-elKrim El Jatabi».

No podemos olvidar que el líder rifeño, azote del ejército español en el Rif, fue uno de los precursores de los movimientos de liberación nacional.

Al parecer el Gobierno de  Santiago Alba ha autorizado a Echevarrieta para llevar adelante la operación quien viene de camino. Esperemos que sea así y en ello ponemos toda nuestra confianza.”

         

                    (Práxedes Urquiza, soldado, corresponsal de guerra del diario Castiila Libre)

 

El 23 de enero de 1923 tuvo lugar el esperado rescate de los 357 prisioneros que estaban en poder de los rifeños. A cambio se entregaron cuatro millones de pesetas y 270.000 más que entraban dentro del capítulo de “atenciones al transporte y otras causas diversas”.

Nos sacaron de esas tierras inolvidables de guerra y cautiverio en el barco Antonio López de la Compañía Transmediterránea. El general Navarro fue el último en embarcar—indicaba Práxedes.

Prensa como La Libertad, El Diario Universal, vinculado estrechamente a Romanones , El Liberal de Bilbao, El Heraldo de Madrid y el diario Castilla Libre ( para el que trabajaba,  Práxedes cuya ventas se duplicaron en ésta época) se hacían eco de este “éxito”, así como El Socialista y ABC, desde líneas de izquierda y conservadora más críticas.

El rey también envió un telegrama muy expresivo: decía en el texto que  transmita su satisfacción por su liberación, a todas y cada una de las familias de los compatriotas que han sufrido cautiverio

Las derrotas militares en Marruecos, llevaron a España a un nuevo destino: a la dictadura de Primo de Rivera -para acallar las voces que pedían responsabilidades tras el 'expediente del general Picasso' que daba cuenta de la incompetencia de los mandos españoles en  el Desastre.

Práxedes Urquiza, soldado de leva, periodista y corresponsal de guerra de su periódico Castilla Libre fue licenciado del ejército y se marchó a su tierra, Valladolid. Siguió siendo un hombre de prensa.

En 1925, volvió a Marruecos, para cubrir los hechos del desembarco de  Alhucemas (8 de diciembre ) el primero aeronaval de la Historia, realizado conjuntamente entre tropas españolas y francesas por el ejército y la Armada española y, en menor medida, un contingente aliado francés, hecho histórico relevante que propiciaría el fin de la guerra del Rif. El comandante en jefe fue el general Miguel Primo de Rivera.

Los lugares del desembarco, elegidos fueron  la Playa de la Cebadilla y Cala del Quemado, al oeste de la bahía de Alhucemas. Allí una bala perdida de algún rifeño le voló la cabeza a Práxedes quien murió abatido cumpliendo sus obligaciones profesionales, como corresponsal de guerra que tanto le gustaban a este admirador de Pedro Antonio de Alarcón.

Mariano pasó muchos meses hospitalizado, sobreviviendo  entre intervenciones quirúrgicas curas y dolores, hasta que salió poco a poco adelante y fue abandonando sus enfermedades y dolencias. Sufría una cojera permanente en su pierna derecha que le duraría toda la vida, producto de una bala rifeña,  que le impactó en Monte Arruit, y le destrozó la rodilla, lesión de la que fue operado tres veces.

            Un día de otoño de 1923, paseando por los aledaños ajardinados del hospital, acompañado de una enfermera que le ayudaba en su movilidad, le comunicaron que a la semana siguiente saldría para Madrid en un tren-hospital que se había fletado para entregar a los heridos —muchos, inválidos, mutilados e inhabilitados para seguir en el Ejército—entregándoles a sus hogares respectivos ubicados en esa ruta.

Recordemos que en este conflicto bélico del Rif, como en otros, el ferrocarril se encargó de la distribución de tropas, suministros y armamento, aunque tuvo un papel menos conocido, pero de suma importancia, en el traslado y la atención de heridos.

Tras un viaje duro, fatigoso y lleno de incertidumbres, donde se podía observar la situación física y anímica de los soldados que viajaban hacia sus hogares. Pero ahí estaban, vivían con mayor o menor calidad.

Mariano traía prendidas en su chaqueta las dos medallas recibidas por sus actuaciones en el Rif, todo orgulloso, admirado por muchos compañeros que viajaban con él: “la Medalla Militar Individual de Marruecos y la Cruz de Plata del Mérito Militar con Distintivo Rojo”. Esas medallas eran codiciadas, respetadas y admiradas por todos los que luchaban en esa guerra fatídica en la que se vivieron tantos horrores. Mostraban que ese soldado había sido recompensado por ciertas acciones, actuaciones o servicios en el ejército español en Marruecos

Al llegar a Aranjuez, donde se bajaron del tren algunos soldados, todos heridos, varios de ellos tuvieron que ser colocados en camillas por sanitarios, familiares o personas que ayudaban desinteresadamente; otros transportados en sillas de ruedas y los más válidos se sujetaban y caminaban con muletas, como Mariano.

Toda su familia fue a esperarle. Gregoria, su madre, sufrió un desmayo ante la emoción de ver de nuevo a su hijo, herido pero a salvo. Patro, su hermano, cogió a hombros a su hermano y lo llevó hasta un automóvil que había conseguido su amigo Manolo “el escopetero”.

Tasio también fue a esperarle y le dijo:

— ¡Creí que ibas a arruinar mis ganancias con el mus—Ahora pagan muy bien los campeonatos. Contigo a mi lado los ganaremos todos.

Al llegar a su domicilio, Mariano besó la puerta de su casa y rompió a llorar.

— ¡No me puedo creer que esté aquí!— comentaba. He visto varias veces las garras de la muerte que me acechaban dispuestas a apartarme de esta vida!

            Todas sus hermanas y hermanos, impactados emocionalmente por su presencia, lloraban de alegría, abrazándole y besándole con ansiedad. Muchos vecinos se agolpaban en su hogar para darle la bienvenida. Era considerado como un héroe viviente.

Mariano tenía su corazón lleno de angustia, unido a un gran dolor que le había proporcionado esa maldita guerra del Rif donde vio tantas tristezas y morir a tanta gente. En esos instantes se acordó especialmente de Práxedes, Lucrecio, Bucéfalo y demás compañeros, llorando amargamente. Sentía que a  esos grandes hombres, compañeros de armas y amigos no volvería a verlos jamás.

Regresar vivo a casa después de haber estado luchando contra los rifeños en el Protectorado marroquí, una colonia tan virulenta y hostil, donde se respiraba un odio cruel contra todo lo que fuera español. Sabía asimismo que sólo por no regresar muerto de un lugar en guerra, le convertía en un auténtico héroe, especialmente para sus familiares y allegados.

Toda su familia recordaba el estupor de la despedida del último día antes de marcharse a África. Para ellos fue inevitable, dentro de ese silencio conmovedor,  el pensar lo peor que le pueda ocurrir. Creían fervientemente que podría de ser la última vez que le iban a ver con vida.

 Durante los meses de ausencia, “mientras ejerció su valioso servicio a la Patria”, todos sus familiares vivieron—especialmente Gregoria, su madre— la angustia pertinente que le ahogaba, minuto a minuto, día tras día, sopesando el frágil equilibrio emocional que le acosaba por la ausencia y las grandes posibilidades de morir que tenía su hijo. La afluencia de tantas lágrimas por la carencia de su querido hijo, habían creado en su cara  verdaderos surcos de dolor. 

            Mariano se sentía  más viejo deteriorado, con su corazón cargado de angustia. Un gran  dolor para él  fue aquella dolorosa experiencia que supuso un antes y un después en su vida. Ahora daba gracias a Dios por haber vuelto a su hogar con su familia y sus amigos, aunque fuera cojo para siempre.

Después de un descanso razonable, Mariano volvió a su trabajo en el ayuntamiento de Aranjuez, donde fue ascendido a oficial administrativo. En el transcurso del tiempo, volvió a sus quehaceres de jugador de mus, ganando junto a Tasio muchos campeonatos por toda España, lo que les proporcionaba unos buenos de dinero complementarios.

Se casó con Benardina, una sencilla y buena mujer que cosía para fuera. Formaron su propio hogar y vivían felizmente con los tres hijos que les había dado la vida.

Llegó 1936 y España se incendió en una guerra civil cruenta y dolorosa donde se enfrentaron padres y hermanos por las diversidades políticas e ideológicas. Muchos de los generales africanistas, compañeros en el Rif, se convirtieron ahora en enemigos. A Franco no le tembló la mano para eliminar a algunos generales que se opusieron al golpe de Estado del 18 de julio,  que habían sido incluso superiores suyos en el Protectorado.

Unos 80.000 marroquíes combatieron entre 1936 y 1939 en las filas del ejército nacional liderado por  Franco. Eran voluntarios que buscaban un “ganapán” para sí y sus familias. Muchos de ellos reclutados de entre las cabilas levantiscas  que se enfrentaron a los soldados españoles en El Desastre de 1921.

Los caídes, siguiendo instrucciones de los mandos militares españoles,  fueron los que llevaban a cabo una activa propaganda entre los cabileños y su recluta correspondiente. Fue para ellos una nueva forma de vivir y alimentar a sus familias, necesaria para estos soldados mercenarios voluntarios, envueltos por el hambre, la miseria y las malas condiciones de vida que tenían en el Rif.

Su papel en la Guerra Civil de Española fue relevante, sobre todo en los primeros meses, en los que, imparables, avanzaron sembrando el terror en pueblos y aldeas y arrasando todo a su paso, con los métodos propios de la guerra colonial utilizados por las fuerzas de choque en Marruecos.

La ferocidad de “los moros de Franco” espantó a los republicanos. Aquellos mercenarios tenían la bendición de sus muy católicos oficiales españoles para saquear, violar y mutilar en las poblaciones conquistadas con el mismo ensañamiento que lo habían hecho antes en sus tierras marroquíes.

Entre las tropas moras de Franco venía el cabo  Mohamed Amar Ahmed, quien se había vuelto a enrolar en el ejército español al finalizar de la guerra del Rif en Marruecos. Al ocupar los nacionales Aranjuez, él preguntó por los familiares de Mariano y fue a su  domicilio.

Cuando Gregoria vio a un moro con su fusil a la espalda, en bandolera, a través de cristales de las ventanas delanteras de su casa, se puso demasiado nerviosa y llamó de inmediato a su hijo Patro que cogió su escopeta de caza y se camufló detrás de unos cortinones.

Gregoria abrió la puerta,  Mohamed le dijo: “Salam aleikum”, haciendo una genuflexión.

—Vengo a visitar a mi amigo Mariano——Le conocí en Melilla y luego le salvé la vida en Monte Arruit. — Un gran amigo mío. La guerra nos separó  pero no nuestros corazones.

—Prometí visitarle, si venía algún día a España. —Mohamed les contó  a la familia, apiñados junto a él, su historia sefardí— Posteriormente  le acompañaron al domicilio de Mariano.

—Ya sabes dónde encontrarnos—le dijo Gregoria—Te estamos muy agradecidos por todo lo que hiciste por nuestro hijo.

—Si sobrevives en la guerra, ven a visitarnos y cumpliremos la promesa que él te hizo 

Ya en casa de Mariano, éste abrió la puerta a  Mohamed, se reconocieron fundiéndose en un abrazo estremecedor. “El soldado del Rif” le confirmó que atendería su deseo de ir a Toledo cuando terminara el conflicto de la Guerra Civil Española y le licenciaran.

Aquel bonito deseo, aquella bella historia no se pudo llevar a cabo porque Mohamed murió el 14 de noviembre de 1938 combatiendo en la batalla del Ebro.

Mariano y su familia, estuvieron siempre esperando que algún día les volviera a visitar aquel buen soldado rifeño que había salvado la vida a nuestro personaje y fue gran amigo suyo: Los hombres y los verdaderos amigos también se lloran.

Aquella sangrienta guerra en el Rif  tuvo igualmente sus enseñanzas de fraternidad entre los hombres que lucharon por ideales e intereses distintos.

“¿No es triste considerar que sólo la desgracia hace a los hombres hermanos?”

                               (Benito Pérez Galdós)

Mariano no fue movilizado en esta nueva guerra por su estado de mutilado. Sí su hermano pequeño Juan—al que estaba muy unido—Fue militante del Ateneo Libertario de Delicias en Madrid en los años bélicos. Posteriormente fue represaliado por el franquismo, y murió fusilado el 18 de octubre de 1939 en el Cementerio del Este de Madrid, a la edad de treinta y tres años.

Aquel hecho represivo supuso un golpe emocional para Gregoria, su madre Mariano y toda la familia que supieron de su fusilamiento, por Demetrio Aguinaga, uno de los enterradores del cementerio , vecino de ellos en Aranjuez, quien vio morir fusilado a Juan junto a esta “necrópolis del Este”, en el entorno de sus tapias. Había sido condenado a muerte, junto a  treinta republicanos más, el nueve de octubre tras ser sometidos a juicio por los tribunales franquistas.

“Se emitía de forma rápida una orden de inhumación que se emitía de manera automática para cada ejecutado para las llamadas tumbas de “cuarta o de caridad”, esto es, gratuitas.

A los sepultados de esta forma se les adjuntaba en la tumba una chapa de plomo donde figuraba el número identificador apuntado en la orden de inhumación correspondiente- permanecían en estas tumbas de cuarta hasta diez años, tiempo durante el cual podían ser reclamados para ser exhumados y sepultados de nuevo en una tumba de pago. Al final de ese plazo, los cadáveres terminaban en el osario o fosa común.

Ya en el cementerio del Este, toda la familia de Mariano fue autorizada a ver el cadáver de Juan, encargándose   de su entierro en una sepultura que dispusieron dentro del cementerio y “sin boato ni ceremonia”, en la más estricta intimidad, como se recogía en un oficio donde constaban las órdenes oportunas

 —Gregoria, al recoger el cadáver de su hijo Juan, al día siguiente, le besó y abrazándole dijo: ¡Ay mi hijo querido, mi amor, que se vino vivo a Madrid, a ganarse el pan, abrazó el anarquismo, y me lo encuentro difunto, lleno de agujeros de balas— ¡Contigo se ha perdido parte de mi vida. Pero no has muerto porque sólo muere el que se le olvida. Siempre estarás a mi lado, en mi corazón!

— El dolor ilimitado, el malestar, la sensación  de esa pérdida irreparable, se apoderaba de toda la familia que quedó hundida por mucho tiempo.

—La madre se vistió de negro para el resto de su vida. Era como  la expresión del dolor más íntimo, como si renunciara al mundo, un ritual de despedida para siempre de ese ser allegado y querido, Juan. Estaba dominada por una angustia pavorosa de la que nunca se libró.

Mariano vivió una vida de posguerra feliz con su familia a la que siempre estuvo muy unido. Fue un hombre bueno, sencillo, honrado, trabajador, amante de la verdad.

Escribió sus memorias sobre todas las vivencias tenidas en el Desastre de 1921, siendo muy solicitado en muchos pueblos y ciudades para que diera conferencias al respecto, dado que había mucha gente interesada en saber las vicisitudes por las que pasaron sus hijos o familiares en el Rif que dejaron allí su vida y no volvieron jamás.

Siempre terminaba sus discursos con esta frase “La paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida.”

Sus abuelos, doña Úrsula y don Leopoldo, sus tíos Segismundo y Servando, y especialmente su padre José estarán siempre muy orgullosos de él.