EL SOLDADO DEL RIF
Las armas tienen por objeto
Las armas tienen por objeto y fin la paz, que es el
mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida.
(Miguel de Cervantes)
PRESENTACIÓN
Esta novela histórica es un homenaje a todos los
españoles que lucharon en el Rif africano, —entonces Protectorado español de
Marruecos—y fueron llevados a esa posesión colonialista, la mayoría como
reclutas de leva en los años 1918 y siguientes, y también a todos sus mandos.
Estos soldados reclutados eran hombres muy jóvenes cuyo interés más relevante
fue salvar su vida, aunque murieron a millares.
Muchos de los que allí lucharon dejaron su vida,
llenando a sus familias de luto. Gran parte de ellos no habían salido nunca de
sus lugares de origen, donde nacían, vivían y morían. No les importaban las
minas que algunos capitalistas españoles explotaban allí ni los intereses
colonialistas del Estado pero tuvieron que ir a defender los beneficios de la
oligarquía financiera muy interesada en ello. Tampoco pretendían colmar sus
guerreras de medallas ni aspiraban a realizar ascensos militares. Sólo querían
cumplir con sus obligaciones, sufrir lo menos posible, poder vivir y regresar
sanos y salvos a sus hogares al calor de su familia.
A través del personaje principal, Mariano, un hombre
real, así como otros personajes secundarios, se van detallando y plasmando en
continuas descripciones—algunas imaginadas— la realidad histórica y humana que
allí vivieron muchos miles de soldados.
Mostramos asimismo los orígenes familiares de
nuestro protagonista, describiendo principalmente los quehaceres de su abuelo
paterno, don Leopoldo Torreblanca, relacionado profesionalmente en la novela
con el conde de Romanones, hombre liberal, adinerado y gran propietario que
destacó por ser un gran accionista en las minas del Rif y firmaría en 1912,
como Presidente del Gobierno, la constitución del Protectorado Español en
Marruecos, en cuyo conflicto moriría precisamente su quinto hijo, el teniente
de ingenieros José de Figueroa y Alonso Martínez, como consecuencia de las
heridas sufridas el día 19 de 0ctubre de 1920.
Nos ocupamos de forma prioritaria en esta novela, de
la gran importancia que tuvo el denominado Desastre de Annual, en 1921, en
realidad un conjunto de sucesos trágicos
que tuvieron lugar en Abarrán, Igueriben, Annual, Monte Arruit y otros, en el
que más diez mil españoles, dejaron su vida en tierras norteafricanas.
Abd-el-Krim,
un hombre sin experiencia militar, fue el líder de los rifeños que ocasionaron
estos catastróficos sucesos para el ejército español que sufrió una de las
mayores derrotas de su historia.
En bastantes pueblos y ciudades de nuestra
geografía, muchas familias tuvieron que teñir sus prendas de negro por alguno
de sus hijos o allegados, a los que un día despidieron y nunca más volvieron a ver, caídos sobre
aquellas colinas y barrancos del Rif, en la parte oriental del Protectorado.
A todos ellos nuestro más encarecido homenaje y
reconocimiento desde las páginas de esta novela, basada mayoritariamente en las
descripciones de los hechos históricos vividos in situ por nuestro personaje
principal y también por sus compañeros,
algunos ficticios.
La
documentación histórica utilizada se ha basado en fuentes primarias
documentales de los archivos General Militar de
Madrid, de Alcalá de Henares, de Guadalajara y de Segovia, así como en
unas selectas fuentes secundarias, propias de una escogida bibliografía muy
específica y también en la prensa del momento.
INDICE
CAPÍTULO 1………………………………. La familia y la sociedad
(1), pág,…
CAPÍTULO II………………………………. La familia y la sociedad
(2), pág.…….
CAPÍTULO III……………………………….Camino de Melilla, pág.….
CAPÍTULO IV………………………………. Período de instrucción y destinos, pág.…
CAPÍTULO V………………………………… El general Fernández
Silvestre extiende el control militar
sobre el Protectorado oriental, pág.…………………….
CAPÍTULO VI………………………………… El comienzo del Desastre de
1921 (1). Abarrán. Pág.………
CAPÍTULO VII………………………………… El Desastre de 1921 (2). Igueriben, pág.……..
CAPÍTULO VIII………………………………… El Desastre de 1921 (3)
Entre Annual y Monte Arruit, pág.……….
CAPÍTULO IX……………………………………El soldado del Rif gravemente herido. La vuelta a casa,
pág,
CAPÍTULO I
La familia y la sociedad (1)
Cuando la Armada Española entró el dieciocho de mayo
de 1898 en la Bahía de Santiago de Cuba, (la estadounidense lo hizo el día
treinta y uno, bloqueando la ciudad), el propio almirante Cervera había
comunicado a los capitanes de los buques, las escasas posibilidades que tenían
de vencer a los barcos norteamericanos en un combate al que estaban abocados.
Los seis buques españoles presentaban tantas
carencias que les hacían vulnerables frente a la moderna flota de acorazados
norteamericana. Uno de los ejemplos más llamativos era el del barco denominado Cristóbal Colón, el más rápido y
único acorazado español, que, de forma precipitada fue enviado a Cuba sin
terminar de montarse sus cañones principales.
Dicha situación fue denunciada por el almirante
citado, jefe de la flota, respondiendo el Gobierno de Sagasta quienes defendían
la idea de que “el valor de los marinos españoles supliría todas las carencias
como ya había ocurrido en el pasado”. Le ordenaron salir con su escuadra de la
Bahía
El domingo 3 de julio de 1898, se convirtió, cerca
de la Bahía de Santiago de Cuba, en un infierno de fuego y calor. El Almirante
Pascual Cervera y Topete, sabía que si se dirigía a mar abierto para presentar
batalla, perdería a muchos de sus hombres y
de sus naves.
Se sentía atado por las órdenes que recibió ese día:
fue obligado a hacerse a la mar, en cumplimiento de una orden tajante, emitida
desde La Habana, en consonancia con Madrid, por el gobernador y capitán Ramón
Blanco, para enfrentarse a la escuadra estadounidense, que era muy superior en
porte, en alcance y calibre de su artillería y en blindaje, y ocupaba además
una posición táctica muy ventajosa.
El almirante Cervera no tenía libertad de decisión
para tomar posturas y poder paliar, en lo posible, aquel tormento de pesadillas
que le abatían.
Le dijo a su hijo Luis, teniente de Navío y miembro
de su flota, con una sonrisa inquieta y
algo blanda:
— ¡Vamos al
sacrificio tan estéril como inútil! ¡Sólo podrán tomar las astillas de nuestras
naves! ¡Perderemos todo, salvo una cosa: la honra de saber que cumpliremos
escrupulosamente con nuestros deberes como militares!
En el Diario que Edmundo realizaba de su vida
marinera—que fue entregado a sus padres con todas las pertenencias personales
tras su muerte— éstos encontraron esta nota en la que el almirante,
dirigiéndose a todos los marineros les dijo entre otras arengas:
“Hijos míos, el enemigo nos aventaja en fuerzas,
pero no nos iguala en valor. Clavad la bandera y ni un solo navío prisionero.
¡Viva siempre España! Zafarrancho de combate y que el Señor acoja nuestras
almas".
Sin desanimarse, el almirante, decidió enfrentarse a
la flota americana. A bordo de su buque insignia, el Infanta María Teresa,
salió en primer lugar de la bahía enfrentándose al barco estadounidense más
cercano, presumiblemente para permitir que alguno de sus naves escapase, si así
lo decidían. Todas las maniobras las realizaron muy próximas a la costa,
sabiendo lo que iba a suceder y buscaron simplemente el “mal menor”.
Cuatro horas después, al final del combate, la flota
española quedaba totalmente destruida. Hubo cuatrocientos setenta y cuatro
hombres muertos y los supervivientes fueron recogidos de la mar y hechos
prisioneros.
Entre los españoles fallecidos se encontraba Edmundo
Torreblanca—tío de Mariano, nuestro futuro Soldado del Rif— teniente encargado
de la artillería, en el Infanta María Teresa y amigo íntimo del teniente de
navío Luis Cervera, hijo del almirante.
Todo ocurrió cuando el S.XIX español estaba
finalizando: una centuria cargada de guerras, revueltas populares y
pronunciamientos militares. Moría este turbulento y herido siglo; presto para
brindarnos su luz y amanecer comenzó dos años más tarde el S.XX. Otra centuria
poco tranquila para los españoles que se vieron inmersos en acontecimientos
bélicos exteriores y también fratricidas.
Con las pérdidas de las colonias americanas, los
intereses colonialistas españoles comenzaron a mirar a África, donde
posteriormente aparecería el Protectorado Español en Marruecos (1912-1957) que
nos traería un cúmulo de guerras y pérdidas humanas muy numerosas, una aventura
colonialista que repudiaba el país.
España, a comienzos de siglo, seguía siendo una
nación atrasada, con una población ciertamente apartada de la modernización
demográfica y donde cada día la mayoría de la gente tenía que luchar por su
supervivencia. Era un país campesino y analfabeto situado en las antípodas del
progreso, dirigido por unos políticos incompetentes. En esta sociedad la
pobreza era acuciante y estaba muy extendida. Las bajísimas rentas de la mayor
parte de la población impedían el consumo y el ahorro, dificultando el desarrollo
industrial y la modernización social.
A partir de 1917 se produjo en nuestro País una gran
agitación social y una contundente conflictividad laboral, tanto en las zonas
urbanas como en las rurales, especialmente debido a la enorme subida de los
precios de primera necesidad.
Para muchos
el espectro del hambre y de la miseria planeaba diariamente sobre sus
vidas. La máxima preocupación de los hogares más modestos era la consecución de
la alimentación diaria. La mayoría de los niños, desde los seis años de edad se
afanaban por conseguir el pan en las recolecciones del campo o en el duro
trabajo fabril.
Edmundo Torreblanca fue un hijo modélico, íntegro,
con una conducta irreprochable y una carrera en la marina española fulgurante.
A pesar de su juventud —veintidós años— había ascendido a teniente de navío
hacía poco tiempo, en febrero de ese mismo año de1898. Era muy querido por sus
mandos y compañeros.
Don Leopoldo Torreblanca y Doña Úrsula Uribe, padres
del teniente fallecido, fueron informados de la muerte de su hijo en los días
siguientes. El padre, repleto de sentimientos confusos y hundidos comentó:
—Cuando los representantes del pueblo, sentados en
sus escaños en las Cortes—la mayoría pertenecientes a los partidos conservador
y liberal— miembros de la nobleza y de la burguesía capitalista, deciden las
acciones de guerra, son los soldados profesionales y otros de leva, los que
mueren en ella.
— ¡Todos los
conflictos bélicos siempre traen consigo dolor
y sufrimiento! ¡Odio las guerras por su estupidez, brutalidad e
inutilidad!
La aflicción les abatió y se apoderó de ellos una
pena inmensa. Sus rostros reflejaban una suma de angustia, un dolor
incontenible, sus ojos revelaban una ira contenida y profunda.
España había realizado grandes esfuerzos económicos
y militares en las colonias y estructuralmente tenía una situación social y
económica graves después del 98. No estaba la realidad para meterse en otra
aventura colonialista como la del Protectorado marroquí. Comenzaba para España
un eclipse colonial que no podía ser compensado con la luz que presentaba el
Rif, en realidad un foco de fuego bélico que se convertiría en la plataforma de
una tragedia humana.
Aquel hecho tan luctuoso, la muerte de su hijo en
acto de servicio a la Patria, corrió como la pólvora entre sus allegados y
conocidos. En la prensa, tertulias, mentideros y comentarios a pie de calle, se
disertaba sobre el desastre de la Bahía de Santiago. Era el tema principal de
conversación: España perdía definitivamente su imperio.
Don Leopoldo llevaba trabajando con don Álvaro de
Figueroa y Torres Sotomayor, conde de Romanones, desde el mes de abril, quien
se enteró del lamentable suceso y presto fue a mostrarle sus condolencias.
D. Álvaro sabía moverse con destreza por la vida
palaciega, obteniendo una estrecha amistad y un afable servilismo con la
regente María Cristina de Habsburgo-Lorena quien había enviudado del rey
Alfonso XII, en 1885, unos meses antes de que naciera su hijo póstumo Alfonso.
Presidía el Gobierno, Práxedes Mateo Sagasta y Escolar.
Don Álvaro de Figueroa era un hombre de luz blanca,
sin tinieblas en sus conductas, cercano a la Regente, persona dúctil y
condescendiente, hasta tal punto que le
concedió el 30 de enero de 1893, el título de Conde de Romanones (haciendo
alusión a la localidad guadalajareña del mismo nombre). Posteriormente, el 14
de abril de 1.910, el rey Alfonso XIII le otorgó la dignidad de grande de
España, la máxima dignidad de la nobleza española en la jerarquía nobiliaria. Se
situaba después del Príncipe de Asturias.
El flamante conde, en una entrevista con la Regente
en palacio, analizando los sucesos de la derrota de la escuadra del almirante
Cervera—quien en tiempos fue su asesor naval— le hizo sabedora de la muerte en
esa batalla naval de Edmundo, hijo de una persona muy allegada a él.
— ¡Alteza! De cara a vuestra popularidad, sería muy
emotivo y trascendente, para su consideración en la opinión pública, que
enviarais vuestras condolencias, en este caso, a la familia del teniente de navío Edmundo Torreblanca, muerto en el
barco que mandaba el almirante Cervera, y considerado héroe de guerra. Tendría
un gran eco en los círculos mediáticos y populares!
La Regente, consideraba normalmente los consejos del
conde, de gran valor para sus intereses, y así lo hizo. Envió una misiva
personal breve a don Leopoldo y doña Úrsula donde les decía:
Mis más profundas condolencias para vosotros,
Leopoldo y Úrsula, por la muerte de vuestro hijo Edmundo Torreblanca Uribe en
acto de servicio a la Patria. Se podrá haber escapado de vuestra vista, pero
jamás de los corazones de todos los españoles. ¡Que Dios os de la paz que
buscáis y necesitáis!
Guardaremos todos siempre un recuerdo muy especial
de él, así como de la cercanía y lealtad con las que siempre se distinguió.
Abrazos entrañables
María Cristina de Habsburgo
Regente de España
En las afamadas tertulias del café Levante, a las que acudía don Leopoldo siempre que
podía, se debatía esta cuestión de la imagen de la Regente, con sus quehaceres
y decisiones políticas.
Estanislao
Cienfuegos, acreditado periodista de El Imparcial, comentó:
—La Regente tratará de sacar adelante su acuciada
situación, máxime cuando su hijo Alfonso está punto de cumplir la mayoría de
edad y ser nombrado rey.
—Aníbal Lacalle, del periódico vespertino, El
Heraldo de Madrid, un hombre que inquietaba por su imagen porque tenía un ojo
velado y el otro brillante, adujo que un
factor fundamental que pesa sobre ella, como una losa, es su condición
femenina.
El modelo de feminidad vigente todavía restringe de
alguna manera la presencia y actuación de las mujeres al espacio privado,
mientras que la actividad política se reservaba en exclusiva a los varones, por
lo que la encarnación de la más alta magistratura del Estado en una mujer
introduce una circunstancia anómala en la política del momento.
— Isaías Bermejo, crítico político, de mente algo
oscura y agria, en el que, según sus colegas más cercanos cohabitaba en él la
intransigencia periodística, comentó: otro elemento que hace complejo su
sustento en el trono y que repercute en todos los mentideros, es el debate en
torno a su imagen por su origen austriaco. Algunos, con mala fe, la llaman “la
extranjera”.
María Cristina de Habsburgo, en
efecto, aparecía como una madre atenta y abnegada, sencilla, religiosa, cuyo
comportamiento era modélico, como esposa y viuda fiel. Como afirmaba el liberal
marqués de la Vega de Armijo su virtud era clave para su futuro político:
"una Reina joven tenía que vivir como en un palacio de cristal".
Don Leopoldo, un hombre de verbo selecto y de
floridas oratorias, utilizaba habitualmente, en sus intervenciones, una rígida
dialéctica acompañada de una sonrisa sarcástica, haciendo uso de una voz sonora
y resolutiva, expuso en la tertulia que la Regente les había enviado un
comunicado personal, a él y a su esposa, dándoles el pésame por la muerte de su
hijo Edmundo, considerado héroe de guerra, situación funesta que todos los allí
presentes conocían. Pasó a su lectura guardando todos los presentes un silencio
sepulcral.
La prensa del día siguiente se hacía eco de este
comunicado con una fotografía de don Leopoldo levantado, rodeado de los
tertulianos asistentes a aquella reunión del café Levante.
— ¡Un verdadero montaje mediático de Romanones! —
Comentó Arsenio Ridruejo, con voz áspera e irónica, ante la quietud del
silencio de los presentes en la tertulia Un comunicador tosco y ordinario, pero
líder en algunos círculos diligentes de este tipo de asuntos— ¡Efectivamente
así parecía ser!
Los consejos del Conde de Romanones a la Regente, comenzaban a cobrar
sus frutos.
En algunos
foros selectos de opinión, se
concebía críticamente a María
Cristina de Habsburgo como “una mujer
joven, extranjera, con escaso tiempo de permanencia en España, poco popular y
con fama de escasamente inteligente, que podía poner en peligro la más alta
institución del Estado”.
—Intervino asimismo en la tertulia de esa tarde, el
escritor y crítico literario Arturo Espinosa, quien llegó a conocer a Edmundo
en dos ocasiones:
— ¡Su vida,
en fin, ha sido un ejemplo de integridad y grandeza puestas al servicio de los
demás. Sus sacrificios, sus convicciones, sus gestos y sus decisiones conforman
el legado que nos deja a sus compatriotas y a todos los hombres y mujeres que
en España han luchado y luchan por su grandeza!
España era un país inconexo, lleno de desigualdades
y de conductas reprimidas, con odios a flor de piel, cuyas campanas anunciaban
situaciones futuras de grandes enfrentamientos civiles entre los propios
españoles.
La nueva esfera
política de la centuria inaugurada, comienza a flotar con el
nombramiento de un nuevo rey, Alfonso XIII, reinado inaugurado el 17 de mayo de
1902, al cumplir dieciséis años, la mayoría de edad.
Nuestro país parecía una especie de erial lleno de
jornaleros agrícolas. Toda una gran masa de campesinos poblaba el mundo rural,
donde la productividad de los cultivos era escasa. Esta situación marcaba el
paso muerto de la economía junto a una industria focalizada e incipiente. Los
propietarios pobres constituían el 94% y poseían el 32% de la riqueza agrícola,
el resto estaba en manos de los grandes
latifundistas. El conde de Romanones llegó a tener, 15171 hectáreas en
1931, a lo que con seguridad contribuyó en alguna medida la labor de don
Leopoldo.
La miseria afloraba en muchos puntos de nuestra
geografía, lo que influía notablemente en la mortalidad y en aspectos tan
curiosos como la prostitución de mujeres
y en volver borrachos y gandules a sus maridos, en ese régimen de
servilismo que producía el hambre que
acarreaba muchas cosas más.
Úrsula y Leopoldo tenían dos hijos más: José (el
primogénito) y Servando. El primero lloró amargamente cuando conoció la noticia
de la muerte de su hermano Edmundo. Apretó los puños y, mirando al cielo,
mostrando una rabia desbordante, gritó:
— ¿Por qué le
ha tocado a él?—Sus padres seguían dando vueltas a la muerte de su hijo
fallecido.
— ¡Fue
un valiente del que todos nos sentimos muy orgullosos!— Le recordaremos
eternamente. Siempre vivirá con nosotros.
— José
mostraba una especie de chispas incandescentes en sus ojos por la ira contenida
al perder a su hermano.
Edmundo y José eran dos hermanos bastante unidos. Se
entendían muy bien en la diversidad de las cosas de la vida y en el
pensamiento: ambos eran liberales progresistas.
Le recordaba este último a su padre, la admiración
que su hermano tuvo siempre por el almirante Topete-un referente profesional y
personal para él- y por sus actuaciones tan relevantes en la Revolución de
1868.
José era el padre de Mariano el soldado del Rif.
Ingeniero agrimensor, culto y muy estudioso de todo lo que le rodeaba. Muy
puesto al día como su padre. Un hombre
de ademanes inteligentes y cercanos.
Servando, el más joven, asumió también con gran
dolor la muerte de su hermano. Fue un nefasto estudiante que no finalizo ningún
tipo de estudios. Tenía una planta excelente, alto, guapo, muy dicharachero,
envestido de una ciega pasión por las mujeres, gran conversador, ameno y con
excelentes habilidades sociales. Desde
muy joven se inclinó por las
andaduras hedonistas de la vida. Visitaba poco la casa de sus padres por eso de
estar de acá para allá. Tuvo un trágico final.
Comenzó a inclinarse
por el mundo del espectáculo, empezando su andadura como tramoyista y
figurante e incluso de auxiliar de sala de espectáculos. Más tarde se convirtió
con el tiempo en un representante muy vivaz
de artistas importantes.
Llevaba una vida bohemia e irregular. Eso le dio pie a conocer a mucha gente,
especialmente a mujeres de todo tipo de la alta sociedad que eran su objetivo:
señoras de alta alcurnia poco atendidas por sus maridos, solteronas demandantes
de amor, y viudas.
Haciendo permanentemente uso de su donjuanesca
habilidad triunfadora, basadas en la alegría que proyectaba siempre y en la
ficción, casi siempre enamoraba a las damas que elegía en su camino.
Tuvo muchas de ellas a sus pies, de las que vivió
utilizando sus acostumbradas maniobras trapisondas y sus cualidades varoniles.
Se llegó a decir que en una ocasión satisfizo los deseos libidinosos de la
famosa Carolina Otero, conocida como “La Bella Otero”, “una gallega bailarina,
cantante, actriz y cortesana española afincada en Francia: mujer destacada de
la Belle Époque francesa en los círculos de élite parisinos”.
En el seno de estas vicisitudes profesionales y
amorosas, Servando entabló amistad con doña Bárbara de Mequínez, marquesa de
Villacortada, mujer de mediana edad, muy sensual y de buen ver, cuyo marido, un enriquecido
burgués, estaba siempre de un lado para otro custodiando y supervisando sus
grandes negocios. Se sentía muy sola y se fijó en Servando, en un
acontecimiento teatral, interesándose por conocerle y con el que comenzó a tener encuentros
amorosos furtivos, cada vez más cercanos, surgiendo una pasión muy acentuada
entre ambos, viviendo Servando de ella muy desahogadamente.
Fueron varios los años de embrollos amorosos con la
alta dignataria, hasta que su marido, don Baldomero José Ulloa se enteró del
estrecho idilio de su esposa con Servando y de los tejemanejes amorosos habidos
entre ambos, lo que enceló en grado máximo al susodicho marqués quien contrató
los servicios de unos sicarios que acabaron con la vida del hijo menor de los
Torreblanca, en los Jardines del Campo del Moro, junto al Palacio Real de
Madrid, una noche solitaria fría y lluviosa.
Cuando don Leopoldo y doña Úrsula conocieron la
funesta noticia, se sintieron de nuevo
inmersos en el manantial amargo de la muerte de otro hijo. Florecieron en ellos
las emociones pertinentes que salen a la luz en estos casos: el dolor más
triste al que puede estar expuesto un ser humano. El silencio prolongado, las
reflexiones más estrechas y la patética pena que les invadió, les dejaron
inmersos en los recuerdos de los dos hijos fallecidos.
José, su hijo primogénito, había contraído
matrimonio el viernes 26 de junio de 1896, día de San Pelayo, en la iglesia de San Jerónimo el Real de Madrid, con María Amparo Iglesias,
una joven muy guapa y elegante, propietaria de un céntrico e importante
establecimiento de vestidos femeninos de alta costura donde acudían a vestirse
las señoras de la alta sociedad madrileña. Ambos llevaban una vida
económicamente muy desahogada. Su matrimonio fue corto, duró sólo tres años y
no tuvieron hijos. Ella sufrió una embolia inesperada que acabó con su vida.
Habían contratado los servicios de una joven
asistenta, interna, huérfana y toledana, Gregoria, muy joven, espabilada, de
gran belleza y muy agradable, dulce en sus comportamientos y gestos. Se quedó
prendada de José, el cual pronto tuvo aventuras amorosas con ella de forma clandestina.
A doña Úrsula, aquella joven le inquietaba por todo
lo que aparentaba. Se percataba a menudo que José la miraba con cierta
disposición sensual. No le gustaba esa actitud y presentía qué podría haber un
idilio entre ellos, como así fue. Se sentía realmente dolida, poniendo en
juicio las disposiciones propias de una sociedad cerrada muy pegada a las
diferencias sociales.
Don Leopoldo Torreblanca, además de ingeniero
agrónomo, era un hombre muy culto, liberal, que comulgaba con las ideas
krausistas introducidas en España por Julián Sanz del Río. Le gustaba
participar en las tertulias, que con más
solera tenían lugar en Madrid en aquellos tiempos, como eran las de los cafés
Suizo, Gijón, Varela, Levante o Fornos, donde convergían conversación, oratoria
y lecturas sobre los pensamientos andantes de mayor interés en ese momento, libros
y periódicos. A estas tertulias acudían los intelectuales más sobresalientes de
la época, aunque en ocasiones concretas se colaba algún “ceporro de mente paramera” e incluso algún
humilde “junta letras” aspirante a erudito. Los cafés se consolidaron como instituciones
fundamentales en la vida cultural de Madrid y de otras ciudades españolas por
las tertulias tan notorias cultural y políticamente que en ellos se realizaban.
Valle –Inclán, dramaturgo, poeta y novelista
español, visitador con frecuencia de
estas reuniones, llego a decir en el café Levante, situado en esos momentos en
la calle Arenal de Madrid, que “este café había ejercido más influencia en la
literatura y el arte contemporáneo que dos o tres universidades y que muchas
consagradas academias”. Por el aparecieron grandes personajes como el citado
Ramón del Valle-Inclán, Azorín, Gutiérrez Solana, Santiago Rusiñol, Romero de
Torres, los hermanos Baroja o Corpus Barga.
Don Leopoldo, asistía frecuentemente a muchas de
estas charlas, donde conoció a todos los grandes literatos. De igual manera,
por las mesas de estos significativos cafés pasaron los más ilustres y variados
personajes de la vida social madrileña de las distintas épocas. En sus
conocidas y concurridas tertulias se dieron cita, entre otros, celebres
escritores como Pío Baroja, los hermanos Machado, León Felipe o Emilio Carrere
Moreno.
Cómo no destacar también su asistencia al Café de
Pombo, un antiguo establecimiento de la calle Carretas de Madrid, junto a la
Puerta del Sol que a partir de 1915 fue la sede de una de las tertulias
literarias más conocidas, organizada los sábados por el novelista Ramón Gómez
de la Serna y frecuentada por prácticamente toda la vanguardia intelectual
española. El pintor Gutiérrez Solana lo plasmó en su obra “La tertulia del café
de Pombo” (1920).
En la Puerta del café Varela, un camarero, llamado
Orestes, ataviado siempre con una chaquetilla blanca y una sonrisa muy
hospitalaria, recibía a estos contertulios, que tenían su rincón reservado,
acompañándolos con cierto protocolo hasta el lugar.
—
¡Bienvenidos sean ustedes a su casa!— Les decía a todos.
— ¡El Café a su servicio para lo que gusten y les sea necesario!
Según llegaban los contertulios se ubicaban en
aquellas mesas rectangulares de mármol blanco y frío que originaban un eco
llamativo cuando se depositaban sobre ellas los platillos y tazas de café,
copas de licor o vasos de agua. Procuraban situarse cada uno al lado del
compañero más afín a sus ideas y pensamientos.
Orestes les servía con exquisita prudencia y
amabilidad por lo que era muy querido y solicitado por todos los tertulianos.
Nunca se molestaba por nada a pesar de que entre los participantes se
originaban conductas de carácter agrio y alguna que otra alzada de voz sacada
de su lugar.
En una de las acostumbradas tertulias, donde a don
Leopoldo se le consideraba un ilustrado hombre de ciencia, éste comentó:
—Ya han fallecido Cánovas (asesinado en 1897), el
ideólogo del turnismo y de la Restauración, y Sagasta (1903) y todo sigue igual
en España. El dosel que cubría nuestros últimos restos imperiales se ha
desquebrajado para siempre. Ahora parece que nuestros políticos miran a África,
en concreto a Marruecos para ocupar una serie de territorios de este sultanato,
lo que se ha fraguado en la Conferencia de Algeciras (enero de 1906).
—Ciertamente es así—respondió Cayetano Alba,
redactor del periódico Blanco y Negro—en este panorama político, el caciquismo,
la oligarquía dominante, el fraude electoral, la perversión constante del
principio de soberanía nacional y de la práctica del sufragio universal, siguen
vigentes y creo que permanecerán por mucho tiempo todavía. Además, anclados en
esa sed de poder internacional, nos quieren llevar a aventuras coloniales en el
Rif marroquí.
—Asimismo estamos cada vez más inmersos en el
aumento de las luchas sociales, las diferencias que van flotando poco a poco en
la dualidad campo-ciudad, el analfabetismo, la cuestión religiosa, el problema
militar y la cristalización del nacionalismo y el ascenso del movimiento
obrero, por ejemplo—apuntaba Isidoro Castillejo, ingeniero de caminos, puertos
y canales, hombre anti borbón y admirador
del fallecido general Prim.
— ¡Un general así nos haría ahora falta para que
pusiera firme al joven rey Alfonso XIII y le condujera por los caminos del
liberalismo progresista!—prosiguió.
—Creo que aunque no podamos cambiar el pasado,
siempre lo podremos rescribir—apuntó. Hablaba con mucha elocuencia, produciendo
un buen efecto de interés en aquella audiencia que le seguía atentamente, lo
que le permitía transmitir eficazmente sus mensajes.
—Cuéntanos una vez más cómo asesinaron al general
Prim, según tu padre que fue comandante
de infantería y ayudante suyo— le solicitaron algunos tertulianos.
Isidoro gozaba enormemente contando esta triste
efeméride, que le abría la puerta de la
oratoria para que gozara con ello, especialmente en algún momento en el que la
tertulia estaba algo apagada o sin ningún interés candente que les envolviera.
—Todo sucedió en la calle del Turco, de Madrid., el
27 de diciembre de 1870 sobre las ocho de la tarde. Por cierto, nevaba
copiosamente en la capital de España. —apuntaba Isidoro.
— Tras despachar los asuntos del día— continuó, el
general salió del Congreso de los Diputados por la puerta de la calle
Floridablanca. A una señal de mi padre, el cochero acercó el carruaje hasta la
puerta. Hacía bastante frío y los caballos resbalaban con la nieve, lo que
producía inestabilidad a la berlina en la que se iba a montar. Pero entre todos
los presentes consiguieron dominar la situación.
—Tal era el empeño que Isidoro ponía en sus
expresiones que se le secaba a menudo la garganta y le brotaba
espontáneamente una especie de sonrisa
bobalicona.
—Prim se despidió de Práxedes Mateo Sagasta, jefe
del partido progresista, y subió al coche acompañado de dos asistentes, amigos
de mi padre. El general estaba cansado. Había concluido unas jornadas de
trabajo duro, la situación política era delicada y tenía que ultimar numerosos
temas para marchar al día siguiente a Cartagena y recibir a Amadeo, duque de
Aosta, el nuevo rey en el que había puesto todas sus esperanzas.
Aquella tarde,
el general era ajeno a cualquier posible maquinación contra él pero al
llegar a la esquina con la calle de Alcalá, un frenazo brusco del carruaje que
les precedía obligó al cochero a parar en seco. En ese mismo instante, dos
grupos de hombres cubiertos con amplias capas se situaron en torno al coche del
general.
—Estupefacto mi padre, quien le acompañaba, advirtió que uno de ellos sacaba un trabuco y
apuntaba al interior del vehículo. Solo tuvo tiempo para gritar: “¡Mi general,
cuidado...!”. La descarga resonó en el interior del coche mientras una nueva
ráfaga de disparos alcanzaba al general que sangraba abundantemente. Los
últimos impactos le habían destrozado el hombro y un brazo. Sólo pudo decir:
¡Veo la muerte...!
— Avisados y alarmados por el bellaco acontecimiento, un cuarto de hora más
tarde llegaron el general Serrano y el almirante Topete. El general Prim murió
dos días después. Nos comentaba mi padre, en casa, que el general ya había
salido ileso de dos atentados anteriores tenidos en Daimiel (Ciudad Real) y
Aranjuez (Madrid).
Aquellos contertulios-una vez más- aplaudieron a
Isidoro Castillejo que quizás era la vigésima vez que contaba la muerte de
Prim, exactamente igual, con la misma entonación, levantándose en algunos
momentos de la mesa para enfatizar sus expresiones y poderse mover con
libertad en sus gesticulaciones, atrayendo siempre la
atención de los presentes y dosificando adecuadamente sus argumentos Nunca
admitía preguntas esporádicas ni
interrupciones a sus narraciones.
Aludiendo a la coyuntura política nacional, Emilio
Carrere, comentó:
—Aunque es
difícil adaptarse a los nuevos cambios que parecen excitarse subliminalmente,
considero que la sociedad y la economía han puesto en marcha, muy lentamente, el camino de la modernización
que está naciendo en España
—Hemos heredado en el nuevo siglo problemas y
conflictos tan relevantes como la insuficiente nacionalización del Estado, los
límites de la representación política, el peso de instituciones como el
ejército y la Iglesia o la falta de canales legales para la incorporación de
las demandas de las clases populares, el fracaso de la industrialización, la
inexistencia de una revolución burguesa, la ausencia de la modernización
agraria, el arcaísmo del sistema caciquil y la desmovilización popular.
— ¡Aplausos de los presentes a
Emilio!
—No lo olvidemos, y me cuesta decirlo en esta
tertulia tan llena de diversidades ideológicas—añadió Aparicio Méndez, profesor
de literatura y escritor, uno de los mejores oradores que pasaban también por el Ateneo— que España es hoy en día, a mi
parecer, una sociedad desarticulada, donde la mayor parte de la población es
rural, situada en un claro abandono y que vive, en su mayor parte, en el seno
de una economía subdesarrollada y de subsistencia. Así no vamos a llegar muy
lejos. Existen muy pocas iniciativas emprendedoras de los capitalistas- en su
mayoría absentistas- necesarias para el desarrollo de nuestro país.
—El
periodista Nicolás Brondo Rotén, —apuntaba: somos ya un país con más de 13
millones de habitantes y, efectivamente el predominio de la vida en el campo,
donde viven cerca del 70% de la población, es patente y notoria.
—El mundo rural permanece estático y atrapado en el
pasado—adujo Ramón Cienfuegos, jefe de redacción del diario El Imparcial, un
hombre metido siempre en el fango de las noticias, rotativos, papel y tinta.
Así, entre cafés, puros, vasos de agua, anisetes y
otros licores, aquellos hombres
radiografiaban el País y lo que era mejor, desarrollaban cultura, historias y
opiniones valiosas. Así entretenían muchos de sus ratos de ocio.
Al menos durante el tiempo que don Leopoldo vivió
los momentos de la Restauración, extensibles más o menos hasta el final del
período constitucional de Alfonso XIII, en 1920, la sociedad estaba, prácticamente polarizada
entre el campo y la ciudad, entre la riqueza y la pobreza, arraigada en las
tradiciones y la incultura, con fuerte dependencia de las oligarquías y el
caciquismo, y al servicio de las élites políticas que rigen los destinos de
España, con un cierto auge demográfico que animaba los afluentes movimientos de
población.
La economía entre 1898 y 1923, evolucionó poco a
poco en España. Mimbreaba, desde una situación cerrada, tradicional, rural y
agrícola, hasta una modernización donde aparecen los primeros momentos de la
incipiente industrialización.
Don Leopoldo Torreblanca- gran innovador en su
profesión de ingeniero agrónomo- trabajó para el Ayuntamiento de Madrid cuando
D. Álvaro de Figueroa, conde de Romanones era alcalde de la capital de España,
entre marzo de 1894 y el mismo mes de
1895. En ese tiempo ambos se saludaron
en dos ocasiones en las que el conde se interesó por sus conocimientos sobre el
patrimonio agrícola de la capital de España.
Para don Leopoldo—quien sería el abuelo paterno de
Mariano, nuestro futuro “Soldado del Rif”—la nueva monarquía de Alfonso
XIII-que tenía una naturaleza liberal, aunque no democrática- iba a gobernar en
una España que era en esos momentos uno
de los países más atrasados de Europa en todos los órdenes de la vida y
compartía la ferviente opinión de los medios intelectuales que necesitaba de
una regeneración que la impulsara.
—Le comentaba a doña Úrsula, su esposa: ¡comparto,
con Joaquín Costa, uno de mis más admirados políticos y pensadores actuales, la
urgente necesidad económica y cultural
que necesita España, que él resume en “despensa y escuela”.
Las circunstancias de la vida, hicieron posible que
don Leopoldo, con fama de excelente profesional en los medios de la ingeniería agrícola, entrara
al servicio de don Álvaro de Figueroa, conde de Romanones.
Todo sucedió porque éste era amigo del político conservador don Manuel Allendesalazar,- quien fue
ministro y posteriormente jefe del Gobierno
de donde dimitió tras el Desastre de 1921— también ingeniero agrónomo y compañero de promoción
de don Leopoldo.
Cuando don Manuel fue ministro de Agricultura,
Industria, Comercio y Obras Públicas entre el 5 de diciembre de 1903 y el 5 de
diciembre de 1904, en un gobierno de Maura, en el que desarrolló y favoreció
los proyectos de transformación del secano en regadío, llamó a don Leopoldo
para que colaborara con él, de cuya labor y asesoramiento quedó muy satisfecho.
El conde de Romanones, un político de riquezas extensas, sobre todo agrícolas, con
predios enormes, y propiedades mineras en el Rif Marroquí, estaba muy
preocupado por el desarrollo de los votantes en sus propiedades y por la
evolución de las mismas, de las que deseaba obtener siempre los máximos
beneficios posibles. Por cierto, estaba siempre muy presente en la prensa por
ser un hombre mediático e importante en la época, donde habitualmente se le caricaturizaba porque estaba aquejado de
cojera desde su juventud.
Entre otros muchos compromisos políticos que realizó
como dirigente de las riendas del Estado publicó, el 3 de abril de 1919, el llamado Decreto de
la jornada de ocho horas, regulándola de forma oficial tras la histórica huelga
de los trabajadores de "La Canadiense" de Barcelona y reconocía a los
sindicatos su capacidad para la negociación y también el 11 marzo de 1919, se había aprobado el
denominado Seguro Obligatorio del Retiro Obrero que constituyó el primer seguro
de jubilación de carácter obligatorio para los obreros españoles.
El conde de Romanones buscaba un buen gestor de sus
grandes haciendas y predios de todo tipo. Para ello contactó con don Manuel
Allendesalazar que conocía perfectamente el solar agrícola español como
ministro de agricultura.
—Necesito un hombre experto y fiable en todo lo
concerniente a la agricultura—le dijo ¿A quién me aconsejas de tus
colaboradores en el Ministerio o conocidos tuyos?
Sin dudarlo un momento, don Manuel pensó en don
Leopoldo:
—Te presentaré a un compañero de promoción,
colaborador mío, muy competente culto y además liberal como tú.
—Que venga a verme y le conozco. Si me interesa le
pagaré bien. Me servirá también para otros muchos quehaceres en mis posesiones
de Guadalajara — apuntó el conde.
Don Leopoldo tuvo una cita con el conde en el
Congreso de los Diputados donde hablaron de todas las funciones que aquél
tendría, mostrándole especial preocupación porque sus gestiones no fueran
contra las voluntades de sus votos. Pactaron un viaje juntos por Guadalajara,
en concreto por las tierras alcarreñas, donde tenía repartidas sus mayores
posesiones. Así lo hicieron.
—Le dijo a don Leopoldo: ¡siempre hay que soñar con
metas muy altas para volar como las águilas!—por supuesto así lo haremos.
Simbólicamente, el conde, siempre veía al águila
como un ave que representaba el instinto, la astucia, la fortaleza y el poder.
“También las legiones romanas llevaban
emblemas de águilas en sus estandartes para representar equivalentes
principios”.
Le comentó—reiteramos—que necesitaba un ingeniero
agrónomo para que se encargara de supervisar sus tierras y propiedades, la
potenciación de las cosechas, así como
el control sociológico de las personas que viven en ellas, de cara a las
convocatorias electorales, convirtiéndole en el valedor de su imagen ante los
alcarreños. Él siempre quiso alcanzar las cumbres de la vida española. Fue un
inconformista nato y un luchador incansable.
Le dijo asimismo que, una vez realizado juntos el
primer viaje, su cometido sería desplazarse lo antes posible por sus tierras
alcarreñas y realizar un informe de cómo
estaban sus posesiones, sugerir las mejoras convenientes y estudiar la
situación vital de jornaleros, criados y
todo tipo de gentes a su servicio.
En el fondo, éste terrateniente, empresario y
magnate siempre a flote, quería igualmente contratar a un hombre de confianza que le ayudara a tener
a la gente contenta y a sostener y potenciar su amplio aparato caciquil, que
cuidaba mucho, para combatir en las urnas a sus oponentes. La relación laboral
entre ellos comenzó en el mes de abril de 1898. En los procesos electorales de
1901 y 1903, don Álvaro no implicó en absoluto a don Leopoldo pero sí en las
siguientes de1905.
Ese año se celebraron elecciones generales el 10 de septiembre.
Serían las segundas convocadas en la mayoría de edad de Alfonso XIII, bajo la
base legal de la Constitución española de 1876. El Conde quería volver a salir
diputado a Cortes por Guadalajara y comenzó a allanar el camino porque estaba
algo preocupado por su escaño. Nunca se fiaba de nada ni de casi nadie.
D. Álvaro le volvió a reiterar:
— Como usted sabe, acaba de caer
-hace una semana-el pasado 23 de junio, el gobierno de mi contrincante el
conservador Raimundo Fernández Villaverde, resultando elegido presidente del
Consejo de Ministros de España, mi compañero de partido, el liberal Eugenio
Montero Ríos, quien Inmediatamente ha
convocado las Elecciones Generales a Cortes señaladas.
— Necesito
que en su inminente viaje por Guadalajara analice usted cómo está situada mi
imagen entre los electores con respecto a mis oponentes.
—Éste le
comentó: puedo constatar que es usted muy querido por las gentes más sencillas
y mal comprendido por las élites. Pastores, herreros, jornaleros y campesinos,
que viven entre el sudor y la penuria, le estiman y le seguirán votando.
—Es posible—
adujo don Álvaro, pero lo importante es triunfar en la realidad y salir diputado.
Don Leopoldo sabía que este noble era muy previsor,
trabajador y cauto. Estaba en posesión los ingredientes necesarios para
triunfar. Contaba con el apoyo de las personas más activas de la vida local,
ampliaba sus fortuna y heredades casi de forma constante, lo que llevaba
consigo también un aumento de su influencia, había creado y controlaba una
amplia red caciquil que le permitía, sin duda, resistir el envite de las
fuerzas más poderosas, potenciando y protegiendo el fraude electoral y la
compra de votos.
El Congreso resultante de estas elecciones reeligió
presidente del Consejo de Ministros de España al liberal Eugenio Montero Ríos
(1905), aunque tendrá que dimitir a los pocos meses por el escándalo del
¡Cu-Cut!
En esas elecciones venció el Partido de don Álvaro,
el Partido Liberal, obteniendo la
necesaria mayoría para el ejercicio del gobierno: 229 escaños del total de 406,
seguido a distancia por los Conservadores con 96 diputados. Él logró
sobradamente su escaño por Guadalajara.
D. Álvaro le explicó que sus victorias electorales
estaban basadas en su imagen y la potencia de sus amparos a todos los que se lo
solicitaban, procurando ensanchar al mismo tiempo el círculo selectivo de sus amistades.
Cuidaba mucho lo que decía y dónde lo decía.
Solía
visitar, cada cierto tiempo, un pueblo tras otro y asistir, si era pertinente y
conveniente para sus intereses, a bodas, entierros o bautizos. Iba
continuamente buscando sus adeptos entre todas las clases sociales.
Quería tener contentos, en todo o posible, a sus
“paniaguados alcarreños” quienes le recibían en las plazas de los pueblos como
si estuvieran en época de fiestas.
Llegaba en
sus visitas incluso hasta la apartada Sierra del Ducado, cuyos pueblos siempre
estuvieron poco poblados, amenazados por la despoblación, enclavados entre
sinuosas carreteras que cruzaban los verdes trigales y que fueron en su día frontera entre Castilla y
Aragón.
Don Álvaro de Figueroa fue elegido diputado por
Guadalajara desde 1888 hasta 1936, ininterrumpidamente, para alcanzar este
éxito se apoyó especialmente en las prácticas caciquiles que controlaba con
gran esmero.
Solía enviar circulares a sus electores, de vez en
cuando, ofreciéndose para cuanto pudiera interesar su apoyo y servirles de
utilidad. Lógicamente le llovían multitudes de peticiones referentes, sobre
todo, a favores, influencias, o demandas de trabajo. “Su imagen caciquil era la
del amigo abnegado”. Ahí estaba él para ayudar a sus allegados y colaboradores.
Era “el aliado agradecido” que actuaba en consecuencia con quienes le apoyaban.
—Hay que tener muy en cuenta lo que hable usted con
las gentes que se va a encontrar, porque “¡la frase es el alma del pensamiento.
Con ella se hiere y hasta se mata durante largo tiempo!”—solía afirmar.
Valle-Inclán le mencionó en su obra “Luces de
Bohemia” como paradigma del millonario.
Un hombre que no se inclinó por el hedonismo sino por el fuego del poder. Le
gustaba ser político y gobernar.
Muy partidario de ayudar a los demás, le consideraran como un referente a quien
tenían que votar ciegamente y trabajar disciplinadamente para él porque les
merecía la pena para obtener su pan, trabajo, ayudas, recomendaciones..., que
eran las monedas de cambio. Todo aquello era posible en una sociedad diseñada
de arriba abajo por clientelas y la compra de votos.
Por motivos profesionales, don Leopoldo conoció a
Calixto Rodríguez, diputado también por Guadalajara, ingeniero de montes,
perteneciente políticamente a Unión Republicana, quien tenía una fábrica de
resinas en el distrito serrano de Molina de Aragón y era Presidente de la Unión Resinera Española, fundada
en1898. Solía hacer grandes campañas de prensa que alzaban su importancia
política en la comarca. Acudió a él para pedirle asesoramiento con respecto a
don Álvaro a quien Calixto conocía muy bien.
Éste, junto a Adalberto Gabaldón, director y
redactor importante del periódico La Crónica, quien era contertulio de don
Leopoldo en los cafés Levante y Varela,
le pusieron al día sobre el conde, sus maniobras e incluso
de sus peripecias políticas y electorales. Calixto le expuso de forma
reservada:
—Vas a trabajar para el mayor cacique de España. Un
hombre del que conviene ser amigo, nunca enemigo. Por ello toma conciencia de
que si te pones a su servicio es para colaborar estrechamente con él evitando
futuras confrontaciones.
—Me dijo en cierta ocasión:” ¡en momentos de
peligro, los amigos te abandonan, pero los enemigos te persiguen hasta la
muerte!”. Una frase paradigmática que siempre tiene muy presente.
Adalberto Gabaldón ilustró una anécdota que corría
por las tierras alcarreñas sobre las actuaciones de don Álvaro, a quien todos
asociaban como hombre de grandes habilidades para maniobrar en las turbulentas
aguas de la política, un hombre de abolengo (descendía de la familia
Mendoza y llegaba hasta el mismo marqués
de Santillana), a lo que unía su inmensa fortuna.
—En el siguiente proceso electoral, se presentaba
Maura, político conservador, ha diputado también por Guadalajara. Como se decía
que el conde pagaba los votos a dos
pesetas- suficiente incentivo para los jornaleros de los pequeños pueblos- el
político mallorquín comenzó a pagar a los alcarreños tres pesetas por cada
voto.
Cuando se enteró Romanones se marchó a Guadalajara y
anunció que tendría un duro cada uno que le diera su voto. Así los electores se
llevarían cinco pesetas cada uno, el pago de las dos que solía dar y las tres
de Maura (un fervoroso católico miembro del núcleo de la élite política nacidos
en la clase media) quien quedó sin escaño y sin dinero. De aquella maniobra
quedó la expresión: “dar duros a tres pesetas” que permaneció en España a lo
largo de los tiempos. Eran las peripecias de las clases dominantes- en este
caso el terrateniente conde de Romanones- que unían el capital financiero y el
latifundismo.
Después de diversas andaduras y contactos por las
tierras de Guadalajara, don Leopoldo le envió al conde el informe que éste le
había mandado hacer, cuya síntesis exponemos seguidamente:
INFORME A FAVOR DEL EXCELENTÍSIMO CONDE DE
ROMANONES, DON ÁLVARO FIGUEROA Y TORRES MONDEJAR.
EXCMO SR:
Por mandato suyo paso a exponerle la situación
observada en sus tierras de la provincia de Guadalajara:
“(…) Entre mis gestiones más relevantes he puesto en
funcionamiento productivo tierras de rastrojo, jarales, matorrales, páramos,
baldías y estériles, yermas e incluso algún sotobosque aislado e inservible
para el ganado. Así como zonas despobladas e inhóspitas, en barbecho.
He introducido la oveja merinera en las zonas
apropiadas sin juntarlas con las autóctonas. Los pastores merineros se han
contratado, en los alrededores, entre personas con experiencia en esta raza
ovina.
Entre sus criados, jornaleros y braceros, fijos y
temporales que trabajan en sus tierras, aunque su poder adquisitivo es bajo, no
están inmersos en los umbrales de la pobreza extrema ni del hambre. Sus
jornadas de trabajo son amplias, prácticamente definidas como “de sol a sol”.
Procuro que no haya desigualdades salariales ni de trato entre ellos. Una
cuadrilla suficiente de azacanes surtirán de agua con sus búcaros a los
trabajadores de las tierras de pan llevar.
Las familias suelen ser amplias y a veces azotadas
por las enfermedades, sobre todo a los niños más pequeños. Su capacidad de
consumo es débil con dietas alimenticias pobres, aunque suficientes para la
subsistencia.
He ampliado sus propiedades, con algunas colindantes
de pequeños propietarios que se han
arruinado por las inclemencias del tiempo, plagas o falta de roturaciones adecuadas, obteniendo
las malas cosechas, y estando condenados a vender, situaciones que hemos
aprovechado para su compra.
Todos los favores y solicitudes de recomendaciones
que podemos conceder, se hacen en su nombre para que surtan así los
agradecimientos a su persona, sobre todo en épocas electorales (…)”
Excmo. Sr., me gustaría que este informe fuera de su
satisfacción plena. Siempre a su servicio con mi máxima consideración hacia su
persona.
Firmado: LEOPOLDO
TORREBLANCA ALBA
Ingeniero agrónomo.
CAPÍTULO II
La familia y la sociedad (2)
Entre estos avatares, José (“Pepe”) Torreblanca,
comunica a sus padres que se iba a casar con Gregoria, la sirvienta, una
chica joven, muy guapa y con mucho menos
edad que él, de quien se había enamorado.
—Doña Úrsula,
manifestando una cierta angustia en sus ojos dijo a su marido: ¡le ha
pillado, lo sabía! Esta bruja huérfana, atea, voluptuosa ha enredado a nuestro
hijo. ¡No lo podemos permitir! Encolerizada advirtió la gravedad de la
situación, apabullada por ese gran error personal de su hijo. Era una decisión
paradójica, imposible.
— ¡Su origen es demasiado humilde.
Desconocemos su verdadera procedencia familiar y su única herencia es la
orfandad en la que siempre ha vivido—señaló con aire torvo: ¡Esta arpía nunca
será aceptada en nuestro entorno más cercano! Mañana mismo que coja su maleta y
se marche de esta casa.
La decisión firme de José fue tajantemente
censurada, por sus padres hasta el infinito, impregnada de un arrebato
turbador. Las diferencias de clase y de edad entre ellos, no era bien visto en
la sociedad del momento, constreñida por una moral tradicional.
Ella, joven doncella de aspecto exótico de baja
condición social, veinte años más joven que Pepe, no la consideraban demasiado
virtuosa ni idónea como mujer de su hijo. Para ellos era simplemente la
sirvienta de la casa. Consideraban que le había hipnotizado.
—José, si decides caminar por la voluntad de esa
decisión, nos tendrás enfrente y desde luego sin ningún apoyo por nuestra
parte—le comentó don Leopoldo con la anuencia de doña Úrsula. — ¿Qué van a
decir nuestros allegados? ¡Estaremos en boca de todos!—apuntaba doña Úrsula,
mujer de misa diaria y muy apegada a la moral católica más ortodoxa.
—Creo que vamos a perder para siempre a nuestro
único hijo—- aludió seguidamente.
—Doña Úrsula le dijo en intimidad, a su hijo, con un
ímpetu algo cargado de vehemencia, llena de gemidos y ademanes poco
halagadores: ¡como dijo Horacio: “Odi profanum vulgus, et arceo”. (“odio al
vulgo ignorante, y me alejo de él”)!
— ¡Hijo mío, esta joven nos va a crear el mayor
conflicto de nuestra vida! Te separará
definitivamente de nosotros. Siento que te vamos a perder como hijo, el
único que nos queda. Manifestaba con sublime congoja— Tu padre y yo, veníamos
advirtiendo la gravedad de esta situación ¡Tú eres un hombre de cuna mucho más
ilustre que ella!—Socialmente te vas a deslizar por un precipicio.
Esa familia, que llevaban una vida fácil, acomodada,
privilegiada, no podía soportar que una sirvienta, procedente de la plebe más humilde alcanzara, en su
seno, el mismo sitio que ellos ocupaban por razón social. Mostraron una actitud
infranqueable a todo razonamiento.
— ¡Sois
unos clasistas—manifestaba Pepe— que menospreciáis y tratáis de humillar a
cualquiera que desde sus orígenes modestos puedan alcanzar o insertarse en
ambientes o familias que consideráis reservados a los de vuestra estirpe.
— Gregoria
sintió un gran dolor en su corazón por ese desprecio clasista de los padres de
José. Se sintió muy humillada y apretó la boca llena de ira y se insufló de
silencio. Recogió sus enseres y se marchó al pueblo al lado de su tía Pascuala
quien la había criado.
Así fue. Pepe
llevó adelante su decisión. Gregoria y él se marcharon de Madrid y se casaron
en la más absoluta intimidad en la Iglesia de San Isidro, en el Real Cortijo
del mismo nombre de Aranjuez, localidad donde se instalaron.
El amor
triunfó entre ellos. Llegaron a tener cinco hijos varones. El primero de ellos, Mariano (“nuestro
soldado del Rif”), nació el domingo 7 de
octubre de 1899, en Aranjuez- como todos los demás- un pueblo de la provincia
de Madrid.
Las relaciones entre Pepe y sus padres se acabaron
para siempre. Éstos estaban llenos de vergüenza y resentimiento por la decisión
de su hijo. La dureza de las relaciones sociales clasistas y tradicionales no
permitía esas posturas ni admitían ese tipo de matrimonios.
Fue contratado para gestionar todo lo referente a su
profesión en tierras del mencionado Cortijo de San Isidro y en fincas de pueblos como Colmenar de Oreja, Chinchón y
muchas otras situadas en las riberas del río Tajo (entre Madrid y Toledo) y del
río Jarama. Proyectaba, dirigía e implementaba los servicios de información
parcelaria, identificando, y evaluando las propiedades rurales de las que se
ocupaba, así como proponía las mejoras oportunas de su desarrollo. Actuaba también como
perito de partes en los juicios y como asesor de problemas de confusión de
límites y parcelaciones, entre otras tareas.
Mariano
Torreblanca tuvo una infancia alegre, jovial, como cualquier niño sano de su localidad. Asistió al colegio y
aprendió los conocimientos propios de la escuela elemental de aquellos tiempos.
Sus hermanos de hecho también lo hicieron.
Mientras tanto, en 1909, durante el denominado
Gobierno Largo de Antonio Maura, ocurrieron unos sucesos que conmovieron al
país. Fue el conflicto bélico en el norte de Marruecos: “la trascendente guerra
de Melilla.”, precedente bélico, en tierras del indómito Rif, de los
acontecimientos del Desastre de 1921.
En el denominado Desastre del Barranco del Lobo, los
rifeños, tras atacar a objetivos económicos y civiles, lo hicieron también a
otros militares. Se trataba de afirmar la seguridad de la plaza de Melilla
contra los continuos ataques de los marroquíes. Las tropas coloniales españolas
reaccionaron y conquistaron Nador, Zeluán y el Gurugú.
Esta guerra dejó marcadas a muchas familias,
mutiladas de amor y cariño para siempre, por la pérdida de esos seres queridos,
soldados de varias levas anteriores, que reclutó el ejército y que allí, en
esas tierras indómitas, dejaron sus vidas.
Célebre es la famosa canción que sobre estos hechos
se compuso y que cantaba la gente del pueblo:
En el
Barranco del Lobo
hay una fuente que mana
sangre de los españoles
que murieron por España.
¡Pobrecitas madres,
cuánto llorarán,
al ver que
sus hijos
a la guerra van!
Ni me lavo ni me peino
ni me pongo la mantilla,
hasta que venga mi novio
de la guerra de Melilla.
Melilla ya no es Melilla,
Melilla es un matadero
donde van los españoles
a morir como corderos.
Lo que había pasado en el Barranco del Lobo (1909)
era la consecuencia lógica de una autosuficiencia frívola por parte de sujetos
desbordados de autocomplacencia (militares y políticos) sin ninguna empatía
hacia los hijos del pueblo que, a su
vez, se creían amparados por una bandera que creaba muchos huérfanos, viudas y
madres desamparadas.
Comenzaron a enlutarse muchas localidades encerradas
en el dolor por la muerte de los seres más queridos. Los más privilegiados, los
que no fueron reclutados por la leva, les exoneraron de luchar contra las
díscolas y levantiscas cabilas y harkas
rifeñas. Los pudientes no fueron a morir
a esas tierras lejanas del Rif por la denominada “redención en metálico”
(pagando 6000 reales se libraban de vestir la ropa militar) o por “la
sustitución de otra persona” a la que pagaban o llegaban a un acuerdo. A los más
pobres les fue imposible alcanzar estas actuaciones, constituyendo el grupo
conocido como soldados de leva.
Pepe comentaba con Gregoria-porque afectó el tema a
algunos de sus familiares - que se
decretó la obligación de la incorporación a filas de 20.000 reservistas de 1903-05, que comienzan
a salir de la Península para África el 11 de julio de 1909.
Eran hombres maduros, la mayor parte perteneciente a
la clase trabajadora, que no tenían el
caudal necesario para liberarse de la guerra pagando el dinero correspondiente.
—Los hijos de la poderosa derecha conservadora y
adinerada compran la exclusión del servicio militar”— comentaba Pepe. Pero los
pobres , jornaleros agrícolas e industriales van a derramar su sangre, dejando
muchos de ellos viudas y huérfanos para defender las minas del Rif en Marruecos
y los intereses de capitalistas como el conde de Romanones o los Güell. Estos
soldados reclutados ya habían cumplido su servicio militar, se habían
licenciado y la mayoría tenían obligaciones laborales y familiares.
Por la Ley de
1.878 se generalizó para toda España el alistamiento obligatorio, aunque
subsistieron los privilegios reseñados, a los que tan solo podían acogerse
aquellos que poseían medios de fortuna e influencias caciquiles o políticas,
situación que perduró hasta 1.912.
El rechazo popular a este conflicto ocasionó la
convocatoria de una huelga general, promovida por anarquistas, socialistas y
republicanos, produciéndose un conjunto de grandes disturbios anticlericales, sin precedentes
desde 1835, que estallaron en Barcelona, en la conocida como la Semana Trágica,
que tuvo lugar desde el 26 al 31 de julio de 1909.
Gritos como “¡Abajo la guerra! ¡Que vayan los ricos!
¡Todos o ninguno! Hacían clara
referencia a las existentes desigualdades del reclutamiento para ir al
conflicto.
Debido a estas desavenencias, se desencadenó una
violencia sacrofóbica, especialmente en Barcelona, que pagaron de un modo
directo iglesias, conventos y otras instituciones y símbolos religiosos.,
muchos de ellos incendiados. El gobierno
de Maura declaró el estado de guerra en la ciudad y ordenó al ejército sofocar
las revueltas. El antimilitarismo y el anticlericalismo violento fueron
dominantes, a los que las masas populares veían como enemigos de la
libertad.
La mayoría de la población se vio de pronto inmersa
en un conflicto exterior, del que se sentía totalmente ajena, algo muy similar
a lo que ocurriría posteriormente con El Desastre de Annual de 1921.
—Pepe, disertó con Gregoria que había leído en la
prensa, en el casino del pueblo, que un tal Francisco Ferrer y Guardia, persona
importante de la cultura, de cincuenta años, había sido fusilado en Montjuit
sin ninguna prueba. Se le acusó de haber instigado los hechos de la Semana
Trágica de julio de 1909 después de un juicio sin garantías a cargo de un
tribunal militar. Fue condenado a muerte y fusilado el 13 de octubre de 1909.
—Se comentaba bastante en la calle, a nivel popular,
lo que estaba ocurriendo en esto momentos en España—indicó Gregoria. Todo por
esa maldita guerra de Marruecos. Mi primo Evaristo ha sido movilizado y allí está jugándose la vida. A
nosotros no nos interesa en absoluto esa guerra ni tampoco Marruecos.
(Gregoria no podía pensar que unos años más tarde,
en 1921, su hijo Mariano sería movilizado para otra guerra similar y en el
mismo sitio, en el Rif marroquí).
Evaristo Laredo y Gregoria eran como hermanos. Los
había criado Pascuala. Evaristo, en una de sus cartas decía:
Mí querida familia:
Espero que
estéis todos bien, yo lo estoy por ahora. Me acuerdo mucho de vosotros y, sobre
todo de ti madre que estarás sufriendo mucho y que lo vienes haciendo desde que
padre te dejó dos meses antes de vuestro
primer aniversario de bodas, y se fue al otro mundo. Siempre has sido
una mujer luchadora y de hierro. Por eso ahora no te mereces que tengas ese
sufrimiento por mí.
—Estos moros son gentes salvajes, bárbaros, que
buscan sólo nuestra muerte. Unos tienen la piel cetrina otros son más blancos y
algo rubios; visten túnicas negruzcas pardas o marrones, sucias y haraposas. Son fanáticos muy fieros en el
combate y emiten fuertes sonidos, como si fueran fieras, para impresionarnos.
—Parece que han nacido para matar. Para ellos, morir
por Alá y alcanzar su cielo, es lo mejor que les puede pasar en esta vida.
— Vienen a miles para combatirnos y eliminarnos si
es posible. La tierra tiembla bajo el trote acelerado de sus caballos-muchos de
color alazán que corren a la velocidad del viento- quedando envueltos en enormes nubes de polvo.
—La primera vez que entré en combate abierto a la
bayoneta contra ellos, me estremecí de su fiereza. Al menor descuido te segaban
el cuello con sus gumías. Vi estas atrocidades en compañeros que mataron cerca
de mí y
no pude socorrerlos. Es algo
atroz.
Las temperaturas aquí son infernales y además
estamos realizando una aventura militar en un territorio sin recursos del agua
necesaria. La sed nos persigue constantemente y nos produce un estado de ánimo
maltrecho al tener que movernos entre unos valles cerrados por altas montañas
donde se enconden los rifeños para acabar con nosotros.
—Pero bueno, sabré salir de ésta si la suerte me
acompaña. — ¡Volveré a vuestro lado! Os lo prometo.
¡Os quiero mucho a todos y me acuerdo
permanentemente de vosotros!
¡Muchos besos de Evaristo!
A los pocos días le llegó a Pascuala una comunicación militar que decía:
— ¡Evaristo
Laredo ha fallecido, en acto de combate contra los rifeños, en la falda del
Monte Gurugú, con la alta dignidad de un soldado español! Reciba nuestras
condolencias y pésame más considerado.
Firmado: Gómez Jordana, Francisco. Teniente General.
Alto comisario de España en Marruecos.
Toda la familia quedó afligida y consternada
apoderándose el luto de cada rincón de la casa. Una madre más lloraría por las
secuelas de la guerra marroquí.
—Pascuala cerró la comunicación llorando a lágrima
viva y dijo: ¡Rezaremos todos por tí, hijo mío, a quien tanto hemos querido y
seguiremos queriéndote siempre porque nunca te olvidaremos. Sólo mueren los que
quedan en el olvido donde tú no vas a estar nunca, al menos para tu madre. Creo
que has alcanzado la cumbre de la vida: el cielo!
En Madrid las críticas a la guerra y al gobierno de
Maura eran permanentes. Una de las tertulias habidas en el café Gijón con don
Leopoldo y sus asiduos compañeros como Eduardo Liborio Herrera López,
colaborador del periódico liberal-socialista La Mañana quien comentaba:
—La sociedad española está consternada por el
asesinato el pasado 12 de noviembre de 1912
del jefe de Gobierno don José Canalejas Fernández por un pistolero
simpatizante anarquista llamado Manuel Pardiñas, Promovió La ley de Reclutamiento y Reemplazo del
Ejército aprobada por Real Decreto de 19 de enero de 1912, una norma legal que
supuso una reforma del servicio militar en España y la implantación de la
obligatoriedad de éste.
— Comentó
don Leopoldo, como liberal, que Canalejas ha sido un gran presidente de
Gobierno.
— Eduardo
Liborio apuntó: era un hombre perteneciente a la burguesía ascendente y
proveniente de una familia con grandes intereses en las compañías ferroviarias,
incluidas las nacientes en el Protectorado marroquí.
Le sustituyó
de inmediato, a los dos días siguientes, el conde de Romanones quien
dimitió posteriormente el 27 de octubre de 1913. Según él, Marruecos fue para
España la última oportunidad de que España mantuviera su posición en el
concierto europeo.
—Firmó con Francia la constitución del Protectorado
de Marruecos el 27 de noviembre. Allí, en el Rif, donde tuvo muchos intereses
en las minas de hierro con miembros de su familia, pero también allí murió, en
1920 su quinto hijo José, joven teniente de ingenieros, luchando contra los
rifeños como veremos más adelante.
Romanones, como presidente del Gobierno, parecía que
legalizaba la constitución de un espacio territorial colonial, que tantas
desgracias y muertes trajeron a los
jóvenes españoles e incluso se llevó la vida un hijo suyo.
Cuando Mariano tenía catorce años murió Pepe, su padre, en un accidente al caerse de un caballo desbocado cuando iba
a la finca llamada de “Las Infantas”, cerca de Aranjuez, a realizar unas
peritaciones agrarias. Esos terrenos fueron regalados por el rey Fernando VII a
su hermano Carlos para que dispusiera de un lugar donde poder criar su propia
yeguada.
Entonces la desgracia vino a llamar a las puertas de
la familia. Gregoria pidió ayuda económica a don Leopoldo y doña Úrsula quienes
sin llegar a conocer nunca a sus nietos, comenzaron a pasarles una exigua
pensión de subsistencia. También miembros
del Cortijo de San Isidro les ayudaban mensualmente con algunas frutas y
hortalizas. La incertidumbre se apoderó de la familia.
Dirigiéndose a sus suegros en una carta, les dijo:
—Su hijo Pepe ha muerto en un accidente al caerse de
un caballo. Quiero que sepan ustedes que, en esta casa, vamos camino de una
absoluta indigencia, si no recibimos ayuda alguna, ya que él era el que traía
los medios para sustentarnos.
—Son ustedes abuelos de cinco nietos y dos nietas,
algunos en edades muy cortas y no tenemos ningún medio de ingresos. Se nos está
acabando el poco dinero que teníamos ahorrado.
¡No pido nada para mí pero si para estas criaturas
que llevan su sangre. La necesidad y el hambre llamarán pronto a nuestra puerta
si ustedes no palían con su ayuda nuestra situación!
Su hijo Pepe, desde el cielo, es testigo de toda
nuestra realidad y así lo estará viendo.
Esas palabras llamaron al corazón de doña Úrsula,
especialmente por sus creencias cristianas, sintiendo la necesidad de
ayudar a sus descendientes de los que
desconocía su existencia.
Don
Leopoldo hizo las gestiones oportunas para que Gregoria tuviera una ayuda
oficial según la Ley de Accidentes de Trabajo, el primer seguro social creado
en España en 1900, bajo el gobierno presidido por Marcelo Azcárraga Palmero.
Mariano tuvo que comenzar a trabajar en lo que salía. Hacía mandados para una
sastrería, vendía pan en una tahona, trabajó de ayudante de jardinero en el
Palacio de Aranjuez y otras tareas poco
cualificados hasta que se colocó de bedel interino en el Ayuntamiento de la
localidad recomendado por un comandante del ejército en la reserva, cuyas
fincas al lado del río Tajo las había gestionado José, su padre.
En África, por otro lado, las cosas no iban bien. El
conflicto armado que se venía desarrollándose desde 1909 va a desembocar en una
larga guerra posterior a raíz del tratado hispano-francés de 1912. Los rifeños
volvieron de nuevo a una rebelión constante y masiva.
El Rif era un territorio homogéneo habitado por
diversas tribus bereberes, entre ellas las de Beni Urriagel la más poderosa y
poblada, a la que pertenecía el líder carismático Abd-el-Krim. De ella surgen
dos importantes oponentes a las pretensiones colonialistas, los hermanos
Mohammed y Hamed Abd-el.Krim Jatabbi,
famoso el primero por ser el artífice de la derrota española en Annual (1921),
en principio aliado de España y luego un feroz enemigo al frente de las cabilas
rifeñas a partir de mil novecientos veinte. Otro tanto ocurrió con el jefe
cabileño Raisuri.
Revueltas, situaciones de inquietud,
desestabilización y asesinatos, irán minando la ocupación española en Marruecos
hasta desembarcar en los conflictos que se inician a partir de 1920.
En Madrid, esta situación iba poniendo en
efervescencia a la opinión pública sobre
el tema.
Estaba muy presente en las tertulias, círculos de
opinión e instituciones a las que acudía asiduamente don Leopoldo quien llevaba una vida desahogada cohesionada con
intelectuales y élites de la vida madrileña. Seguía trabajando para el conde de
Romanones con el que tenía una relación muy estrecha.
En una de esas reuniones de
tertulianos, concretamente en la celebrada en el Ateneo, citó, como algo digno de años pasados, por su
trascendencia, la labor histórica del aristócrata quien había incorporado el
sueldo de los maestros a los
presupuestos del Estado, siendo ministro de Instrucción Pública en el gobierno
de Práxedes Mateo Sagasta, iniciado el 6 de marzo de 1901. Una profesión a la
que todo el mundo aludía por la fase “pasas más hambre que un maestro escuela”
que quedaría por generaciones en el léxico de los españoles.
—En España, la incultura- señaló el tertuliano y
escritor Alonso Diéguez con una voz arisca e imperante terquedad-, en un
sistema donde impera el caciquismo, la ignorancia beneficia a los gobernantes,
lo que se denota con claridad, hoy en
día, aunque se quisiera paliar esta situación posteriormente, en 1909 cuando se
decretó la enseñanza primaria obligatoria!
Pasaban los años y la relación familiar de los
Torreblanca era inocua. No existía ningún nexo entre ellos. Don Leopoldo
comunicó a Gregoria que su esposa Úrsula acababa de fallecer el veinte de
diciembre de 1918 de tuberculosis, tras una larga temporada
enferma de los pulmones, aunque al parecer pudo haberse contagiado, dada su
baja inmunidad por la llamada Gripe española que entonces estaba vigente, y que
afectó a mucha gente.
A pesar del distanciamiento afectivo del parentesco,
Gregoria pidió a Mariano, como hijo mayor,
si tenía intención de asistir al funeral de su abuela que se celebraría
el 26 de enero, representando a la familia
— ¡Sí, iré y
así conoceré a mi abuelo Leopoldo!
Hicieron un esfuerzo económico y Mariano cogió un
tren en la estación de Aranjuez desplazándose a Madrid donde su abuelo mandó un
taxi a buscarle a la estación de Mediodía para recogerle y llevarle hasta el
domicilio familiar.
Nada más ver a Mariano pasar por la puerta, un joven
de dieciocho años, con un gran parecido
a su padre Pepe, don Leandro vio la viva imagen de su hijo en su nieto y
se emocionó. Le abrazó y besó insistentemente, aunque no le conocía, pero el
corazón era el que guiaba sus sentimientos, mientras sus lágrimas se apoderaban
de su cara. Le miraba y miraba agarrado a sus hombros y le dijo:
—Veo en ti la imagen de tu padre, Pepe, mi hijo
querido, un joven modélico hasta que ocurrió lo que ocurrió. Pero este no es el
momento de esos análisis.
Mariano le contó todo lo que quiso oír don Leopoldo sobre su madre, hermanos y
hermanas. Éste, inmerso en una diáfana congoja, no quitaba la vista a su nieto
que tenía un aspecto noble y cercano. Era la imagen de su último hijo
fallecido.
—Le habló de sus dos tíos, Edmundo y Servando, que
fallecieron en circunstancias muy diversas de quienes Mariano no conocía su
existencia. Gregoria nunca le habló de sus tíos. No los conoció personalmente.
Ella entró a servir en la casa de quienes serían luego sus suegros después de
la muerte de Servando.
Mariano se quedó apabullado al ver cuantiosa gente,
elegantemente vestida, que asistía al
funeral de su abuela, celebrado en la iglesia de San Francisco el Grande de
Madrid. Se quedó atónito al ver la grandiosidad y belleza de la iglesia. La
vista se le iba de un lado para otro, quedando estupefacto con todo lo que
examinaba.
Observaba desde el primer banco cómo la gente les
decía a don Leopoldo y a dos hermanas de
doña Úrsula, al darles el pésame, frases como: ¡Te acompaño en el sentimiento…
Mucho ánimo, lo siento mucho. ... Nos ha dejado una gran persona, estamos muy
afligidos por su pérdida! ¡Es una pena
pero ahora está en un lugar mejor! Todos esos decires eran puros formalismos de
paso, similares a los de cualquier funeral.
Ataviado con un traje propio de un
chico joven provinciano estaba apabullado y algo aturdido por un ambiente totalmente ajeno a él. Observaba pusilánime
como algunas de aquellas gentes de la alta burguesía, altivas y muy arrogantes,
le miraban de reojo, algunos con cierto aire displicente, incrédulo, mientras
cuchicheaban constantemente.
Me sentía algo asustado, desplazado, como aturdido
en aquel templo tan impresionante, mientras mi abuelo atendía a sus
compromisos. Me coloqué en una esquina cerca del altar, debajo de una estatua
de San Francisco de Asís que parecía abrigarme en esa momentánea soledad.
Todos los allí presentes conocían a mi padre,
ninguno me preguntó por él.
Una de las hermanas de mi abuela, que al parecer se
llamaba Rosario- porque no fuimos presentados- se acercó a mí con un cierto
aire arrogante, me miró de arriba a abajo durante unos segundos y me dijo en una rápida brevedad:
— ¿Tú eres el hijo de José, mi difunto sobrino? —Te
pareces a él pero tu padre era depositario de una descendencia más pura, más
distinguida. —Yo le quise mucho, fue mi sobrino preferido—Se distinguía por su
cordialidad, amabilidad, inteligencia y cercanía. A veces me acompañaba en mis
paseos. Me daba vida.
—Pero se echó a perder enamorándose de tu madre, la
sirvienta.
Mariano cogió aire y se tragó la saliva, miró para
otro lado. Se sintió herido por las palabras de esa arpía a quien no había visto nunca.
—Al despedirse de mí, me dijo ¡Suerte! Dejó caer
sobre su rostro un velo negro calado que
llevaba puesto, se dio la vuelta dándome la espalda y se marchó de mi lado,
dirigiéndose al encuentro con mi abuelo.
Para huir de aquel tumulto y de familiares que no
conocía, de sus miradas tensas y alargadas, me dispuse a transitar por la
iglesia recorriendo sus capillas y disfrutando de su belleza.
Terminadas las exequias, Mariano, haciendo un gran
esfuerzo de educación, se despidió de sus tías sanguíneas, mujeres frías,
fervorosas católicas, muy cursis y mojigatas
así como de algunos primos- con
una ligera sonrisa de compromiso- mientras se separaba silenciosamente de
todos. Jamás volvería a verlos.
Don Leopoldo y él - se marcharon a su domicilio, en
la Avenida Conde de Peñalver (hoy Gran Vía). Aquellas mujeres veían a Mariano
como un producto del pecado. Él disperso en el ambiente, no quería sentirse
culpable de invadir su privacidad ya que
por sus gestos y actitudes mostraban con holgura que no le aceptaban
como sobrino.
Al día siguiente, Mariano se despidió de su abuelo
al que no volvería ver jamás. Se entristeció por el tono herido que emitía don
Leopoldo en la despedida. Ambos se dieron un abrazo entrañable humedecido por
las lágrimas que les brotaban.
Allí, se acababa definitivamente la conexión
familiar, con aquel breve encuentro.
CAPÍTULO III
Camino de Melilla
España estaba en guerra con Marruecos. El Rif era el
campo de operaciones. Un conflicto intermitente que venía, en sus orígenes, de
la conocida como Primera Guerra de África (1859/1860) durante el reinado de
Isabel II bajo el denominado “gobierno largo” de uno de los militares metidos
en política ( “espadones”) más célebres: el general O´Donnell. Posteriormente
hubo otros conflictos como la conocida
Guerra del General Margallo o Primera Guerra del Rif, entre 1893 y 1894
contra las tribus o cabilas que rodeaban Melilla y en 1909 la guerra más relevante, hasta ese momento, denominada
El Desastre del Barranco del Lobo.
Con estos recuerdos tan tristes y cruentos, la
sociedad española llega a los años veinte muy alejada de la alegría, por
ejemplo de Estados Unidos y otros países donde se celebraban los “Felices años
veinte” o los años locos. Así ha pasado a la historia
En España se
vive una época de caciquismo político en una sociedad polarizada entre
proletarios, jornaleros desarraigados y
señoritos burgueses. En muchos lugares permanece la pobreza, la miseria e
incluso el hambre amparadas por el afilado y añejo analfabetismo. Su nivel, en
1920, superaba el 65% y más del 60% de la población en edad escolar se
encontraba sin escolarizar. La inversión en educación por habitante era cuatro
veces menor que en Francia e Italia, cinco que en Gran Bretaña y diez que en
Estados Unidos.
En esta situación, con una guerra colonial muy
importante, la del Rif, que había comenzado en 1911 y terminaría en 1927,
muchos españoles fueron llevados a la muerte, en conflictos como el Desastre de
1921 o la famosa retirada de Xauen, en
1924.
Es a partir de 1.912 en que la circunscripción es
universal, entendiéndose que todos los jóvenes nacidos en un mismo año son
soldados, solo la "suerte" o las exenciones por causas físicas o
algunas sociales, les puede librar de tal condición.
En las Cajas de reclutas, mediante sorteo público
tenía lugar una terrible lotería: a cada uno de los mozos del contingente anual
les atribuía un número de orden, designando para el cupo de las Plazas del
África del Norte, Protectorado de Marruecos y África Occidental Española (Ifni
y Sahara) .Era un verdadero sorteo de riesgos porque te podía ir la vida con
esa suerte ciertamente diabólica.
Las mayores penas, existentes para los mozos era
sacar un número bajo en el sorteo, entonces su destino era África, la guerra.
Las familias de los reclutas rebosaban de miedo e
incertidumbre ante la posibilidad de que sus hijos y allegados pudieran ir al
Rif, y en concreto a Melilla, a la desgarradora y cruel guerra que existía en
ese entorno, porque allí podían encontrar la muerte en plena juventud, como así
fue la de muchos miles de mozos, pobres,
iletrados , instrumentos de las clases dominantes, obligados a defender con su
vida ese “ imperio africano”, que a nadie importaba , excepto a grandes
capitalistas y militares africanistas.
Eran palpables en la sociedad española aquellos
pundonorosos miedos que se extendían por las ciudades, pueblos y aldeas, donde
se sucedió una resistencia pasiva sin ningún éxito. Era una situación repudiada
por toda la sociedad, especialmente por las clases sociales más bajas, llegando
el hambre y la miseria a azotar a ciertas
familias que se quedaban sin la mano de obra productiva que les
solucionaba o ayudaba en el sustento.
Los nuevos soldados estaban sujetos a los principios
más importantes de la citada ley de 1912
como era la universalización del servicio: una distribución equitativa de la
carga que suponía el servicio militar y la incorporación de todas las clases
sociales a la milicia.
Para servir en el ejército se requería ser español y
varón. Existía la exclusión física con una altura inferior a 1,50 metros y un
peso por debajo de 48 Kg. La duración del servicio activo se establecía en tres
años. Igualmente se instauraba
expresamente la eliminación de la redención en metálico. Esta supresión no
supuso una igualación completa del cumplimiento del servicio, pues se instauró
la figura del Soldado de cuota que aunque no suponía librarse del cumplimiento
del servicio, sí significaba que se podía acortar su duración y mejorar las
condiciones en que se desarrollaba, con el pago de dinero. Con el abono de mil
pesetas el servicio se reducía a diez meses y con el pago de dos mil pesetas se
limitaba a solo cinco meses. El servicio militar, en su extensión, tenía una
duración total de dieciocho años,
Para Mariano, nacido en 1899, había llegado la hora
de hacer el servicio militar y en febrero de 1920 es llamado para seguir los
trámites de tallado y medida en el ayuntamiento de su pueblo Era el primer paso
en firme para iniciar su milicia.
El
mecanismo de reclutamiento se iniciaba por el gobierno, quien fijaba el número
de hombres para cada quinta y los distribuía entre las provincias.
Posteriormente, las diputaciones provinciales se encargaban de repartir entre
los ayuntamientos el cupo que correspondía a la provincia, según el volumen de
su población. Además, controlaban los reclutamientos de los municipios y
entregaban los quintos a la Caja
Provincial. Por su parte, los cabildos realizaban un padrón general de
los habitantes del municipio, a partir del cual se establecía el alistamiento
de los mozos que se encontraran en situación militar por su edad y aptitud.
Al
cumplir los mozos la edad indicada por la ley, debían inscribirse en las listas
municipales en cuya jurisdicción residían ellos o sus padres y posteriormente
se realizaba el sorteo.
Entre 1859 y 1930 hubo una gran oleada migratoria donde muchos jóvenes se
marcharon a América, especialmente en los años veinte, coincidiendo con el
recrudecimiento de la beligerancia colonial en Marruecos, intentando escapar
del servicio militar, para lo cual se tomaron las medidas pertinentes y se
procedió a la persecución de los prófugos.
Tras la ley
de 1912, el alistamiento de los mozos,
todos con 20 años, se realizaba en
enero. El sorteo general tenía lugar en todos los pueblos en el mes de febrero Se realizaba a puerta
abierta, ante el Ayuntamiento y en presencia de los interesados. Se leía el
alistamiento rectificado y se escribían en unas papeletas iguales, los nombres
de los mozos.
En otras papeletas también iguales se escribían con
letras tantos números como mozos había que sortear. Se introducían en bolas
similares y éstas en dos globos (uno para los nombres y otro para los números)
y se realizaba la extracción. Todo ello se iba apuntando en un libro específico
donde el secretario debía extender el acta del sorteo "con la mayor
precisión y claridad anotando los nombres de los mozos y su correspondiente
número, en letras. Posteriormente se leía públicamente el acta y se firmaba por los miembros del
Ayuntamiento y el Secretario.
La "suerte" de los quintos estaba echada
según fuera su número alto o bajo. Se imponía en unos la alegría y en otros la
tristeza. Cuando termina el acto la mitad de la población está herida de
muerte, quienes han sido elegidos para la desgracia. Ir al servicio militar
desde 1920 o 1921, equivalía a arriesgar la vida a cara o cruz. Corrían dichos
como éste:
"Diez mozos a la quinta van, de diez cinco
volverán", "Quinta, enganche y escorpión, muerte sin
extremaunción", "Quinto sin rescate, muerto sin petate,",
Un elemento festivo-social atribuido al sorteo serían las “fiestas de
los quintos”. Éstas se celebraban sobre todo en el ámbito rural. El medio
urbano no facilitaba normalmente este tipo de demostraciones festivas por la
dispersión que puede suponer la elevada cantidad de habitantes y la
diferenciación-disgregación existente como consecuencia de los diferentes
lugares de trabajo con problemáticas muy diversas. A lo sumo, en la ciudad sólo
existía la costumbre de despedir al quinto, con sus amigos y/o familiares más
íntimos.
"Después los jóvenes soldados se reunían, y
para divertir la tremenda desolación que llevan en el fondo del alma. Sonríen y
parecen contentos (...) Pasan unos dos o tres días de alegre algazara, y en
todas partes los dejan hacer todas las locuras que quieren, como se da a los
que van a morir, todos los gustos, por
más extravagantes que sean".
El servicio militar de los menos afortunados en
estos momentos, significaba el alejamiento de los seres más queridos durante al
menos tres años que duraba la leva o quizás para siempre.
Por ello, cuando comenzaba la operación del
llamamiento y declaración de soldados se daban muchas impugnaciones que en la mayoría de los casos,
no se podían comprobar y no surtían efecto. Éstas eran más abundantes entre los
números más bajos que eran los destinados a África, donde había una guerra
crónica. Eran aceptadas algunas como la necesidad de mantener como hijo único a
su madre viuda y pobre, ser hijo de sexagenario pobre, hijo de viuda o impedido
en situación de pobreza
Por su parte, los más pudientes tenían
soluciones económicas, pero a los más pobres no les libraba nada que no fuera
marcado por la Ley y, en muchas ocasiones sólo les quedaba situarse fuera de
ella. Estos eran los “mozos-prófugos” que, declarados soldados por el
Ayuntamiento respectivo, no se presentaban personalmente al acto de
clasificación y pretendían esquivar el servicio militar antes de su ingreso en
Caja.
Entre otras acciones para evadir la mili, algunos
llegaron a realizar la mutilación voluntaria de un miembro para ser declarado
inútil. Era un recurso extremo, pero no desconocido. Las inutilizaciones podían
ser de diversa índole, provocando un defecto físico o enfermedad que impidiera
ser alistado. De todas maneras, las exclusiones y las excepciones eran el
mecanismo más habitual de no realización del servicio militar, atendiendo a las
posibilidades legales existentes.
Mariano, en ese maldito sorteo anual
en la caja de reclutas, sacó el número siete y fue destinado concretamente a Melilla.
Las cajas de reclutas solían estar en capitales de
provincia y localidades que eran cabeza de partido. Aranjuez lo tenía todo.
Posteriormente se establecía el destino a los distintos cuerpos.
Cuando fue medido dio una estatura de 1,72 cms, muy
alto para la época, cuya media normal era aproximadamente de 1,60 cms. Los
reclutas con mayor estatura se reservaban para ciertos cuerpos, como artillería e ingenieros (zapadores).
Cumplimentados todos los trámites que exigía el
Estado Mayor del Ejército, debería coger el tren el día 22 de febrero de 1921
en la estación de Aranjuez junto a 40 mozos más de los pueblos de alrededor que
como él, iban camino de Málaga donde
embarcarían más tarde con dirección a Melilla, una vez realizadas las
oportunas alegaciones y reclamaciones, todo definido y sentenciado.
Sólo fue a despedirle su hermano Patrocinio que
trabajaba como mozo en esa estación. Su madre y hermanas lloraron
desconsoladamente la despedida. Todos pensaban que podría morir. Mariano
prefirió que se quedaran en casa.
Se desplazó hasta la estación en el autobús urbano
“La Veloz”, porque su domicilio estaba justamente a las afueras. El eco de la
guerra en Marruecos llegaba a todos los rincones de España que poco a poco se
cubría de luto.
En ese autobús, al que también llamaban “el correo”
trabajaba un cobrador llamado Tasio Cerezo, amigo de Mariano, unos años mayor
que él, con quien había ganado en Aranjuez varios campeonatos de mus.
— ¡Pero
Mariano, tú por aquí!— le dijo Tasio— ¿Dónde vas tan ataviado?
— Camino de
Melilla —le contestó.
— No me
fastidies, con la que hay allí liada.
— ¡No, no me
pagues el billete! Tómate una cerveza a mi salud— Espero verte pronto de
vuelta. Te necesito para los campeonatos de mus. La próxima vez ganaremos en
Madrid.
— Tendrás
que esperarte tres años y a ver si puedo volver vivo—apuntó Mariano.
Cando llegaron a la estación ferroviaria, el amigo
cobrador le dio un abrazo muy fuerte y le apostilló con los ojos algo mojados:
— ¡Mariano,
mi gran amigo, prométeme que volverás!
— ¡Prometido
queda!
Éste se alejó silenciosamente de “la Veloz” y de su
amigo, con un aspecto circunspecto sin volver la vista atrás. Llevaba atados el
ánimo y el estómago.
Unos ochocientos reclutas cogieron ese día el tren
en la estación de Mediodía (luego conocida como Estación de Atocha). Mariano y
sus compañeros viajarían en el número
dos, de los cuatro que ese día salían camino de África. Eran de tracción
de vapor, mal equipados, anticuados, vetustos, lentos, poco confortables con
asientos de madera, donde se hacinaban a los soldados en un viaje que resultaba largo, duro y penoso.
Patrocinio, su hermano, que había nacido detrás de
él, al que la familia llamaba “Patro” le
alentaba y se sentía orgulloso porque su hermano mayor fuera a luchar por España contra los malditos
moros.
Se trataba de
una bellísima persona pero “le faltaba un hervor”, era un poco “lelo”, limitado
mentalmente. Estaba convencido que Mariano regresaría sano y salvo convertido
en héroe.
—Le dejaron marcado los rumores que corrían por bares, tabernas y centros de
reunión, comentando que ir a Melilla y a la guerra del Rif, era sinónimo de
quedar allí sepultado.
Patro tenía espíritu militar y era un fervoroso
seguidor de la Legión o Tercio de Extranjeros, como se la denominó en su
origen, fundada por Millán Astray el 28
de enero del año anterior, militar al que admiraba junto a Franco. Era una
persona más bien indolente, menos para exaltar el espíritu militar que se le
había metido hasta en los huesos. Solía caminar muy recto, remangado hasta el
antebrazo aunque hiciera frío, sacando pecho y mirando siempre hacia el horizonte.
Llevaba con él siempre un recorte de periódico que
hablaba del nacimiento de la legión y un pasquín en el que un soldado llamaba a
unirse al Tercio de Extranjeros: «¡¡Españoles y extranjeros!! ¡¡La Legión os
espera!!
Tal es así que Patro se enamoró de la idea de ser
legionario. En sus labores profesionales en la estación de Aranjuez, conoció un
gran tránsito de jóvenes de todo tipo que iban a alistarse a algún banderín de
enganche establecido en Madrid y eso le motivó profundamente. Era un joven de
dieciocho años, con despavoridos cambios de carácter que a veces le hacían ser
portador de una inestabilidad emocional y de un “mal vino” como se decía en la
época.
Sin comentarlo con la familia y acompañado de su
mejor amigo-Manolo “el escopetero”-
quien desempeñaba estas funciones de guarda en la citada estación y con quien compartía sus mismos ideales.
“Lolo”, como le llamaban los amigos- era también algo corto de mente pero muy
tirado “palante”- se dirigieron al centro de reclutamiento legionario que había
en el barrio de Vallecas, en la calle Picos
de Europa, personándose en la oficina. Sentían pasión por “el chapiri”, el
correaje, las botas altas y el resto del
uniforme verde.
El nivel cognitivo de ambos era palpable y no fueron
admitidos en El Tercio, lo que a Patro
le produjo un fuerte bochorno y resentimiento, un cierto dolor moral como
consecuencia de esa ofensa que según él había sufrido. No lograba olvidar el
agravio que sentía una y otra vez, acompañado de rencor y hostilidad hacia
quienes causaron el daño que le produjo la exclusión de pertenecer a su admirado
cuerpo militar.
Pero pronto
Manolo y Patro superaron ese rechazo.
Continuaron con sus trabajos rutinarios en la estación de Aranjuez , y su otra
actividad paralela de cazadores furtivos de caza menor y aves acuáticas del
Tajo que vendían solapadamente - a un precio atractivo-, a los viajeros de los
trenes, y transeúntes que iban expresamente a buscarles solicitando la
mercancía. Era otra forma de ganarse la vida.
Mariano y Patro, junto a otros reclutas que iban
llegando a la sala de espera, de la estación, se aposentaron en un banco
lateral y saludaron cordialmente a los que allí ya se encontraban.
Muchos de los reclutas que iban destinados a África
no habían salido nunca de sus lugares de origen. Sus padres y familiares no
podían entender que se llevaran obligatoriamente a sus hijos a una guerra, que
se desarrolla en un sitio lejano del que no conocían su existencia. Jóvenes
raptados de su vida cotidiana, de los quehaceres que la llenaban día tras día,
para ponerse al servicio de los intereses y ambiciones de algunos, de los de
arriba.
Enseguida comentaron los mecanismos de castas (como
si todos no fueran iguales) que había para que los más pudientes se libraran de
ir donde iban ellos: la cuota, que hacía que el dinero marcara las diferencias
hasta para ir a la guerra creando odios y antipatías.
Igualmente estaba como procedimiento diferenciador el de la permuta,
sustituyendo un hombre a otro, que en el caso de Marruecos traería a los
voluntarios la muerte.
Comentarios de prensa de esos momentos, incidían en
que algún joven, en edad cercana para hacer el servicio militar con muy baja
capacidad cognitiva-conocidos entonces como
“subnormales”- eran ofrecidos como voluntarios, a cambio de dinero, para
hacer alguna sustitución de un soldado, especialmente en África. Con ello, la
familia, además de obtener un buen beneficio, lavaba la imagen de su hijo que
pasaba a ser considerado un “mozo más brillante”.
La solidaridad entre aquellos jóvenes, que no se
conocían de nada, fue rápida y plausible. Comenzaba a unirles la incertidumbre
de lo desconocido que les esperaba: parece que intuían sus futuras calamidades
e incluso la posibilidad real de la muerte. En el fondo escondían el dolor de
la separación familiar, el rumbo a lo desconocido y la perplejidad por todo lo que les rodeaba.
La imagen de aquel grupo era muy diferente: unos con
caras bajas, otras no, Algunos se
arropaban en una falsa alegría, camuflando su enfado, desconsuelo e impotencia
resignada, era lo más común. Una forma cobijada y quizás la más elemental, de
afrontar esos sucesos negativos que les
salpicaban tristezas y expectativas frustradas de futuro. Intentaban superarlo
con gran capacidad de adaptación y
espíritu de superación sacando fuerzas de donde no había, que intentaban
sofocar con un estrés oculto.
Muchos de ellos habían llevado hasta ahora una vida
llena de obstáculos y dificultades, comúnmente, sin el más mínimo bienestar
personal. Ahora se sentían sobrepasados para hacer frente a las situaciones que
se veían obligados a afrontar.
El interés común que les deparaban las circunstancias que
estaban viviendo e iban a vivir, comenzó a disponerlos a crear una amistad que
en algunos casos sería para toda la mili,
y que sólo les separó la muerte o los diferentes destinos en el Rif.
Esbozos de tertulias, a veces incoherentes, salían
de los corazones de aquellos reclutas jóvenes, haciendo que esos momentos,
donde casi ninguno disponía de la tranquilidad normal de espíritu, se
convirtieran cínicamente en situaciones algo gratas compartiendo todo o que
llevaban.
Trataban de disimular la intriga y el miedo que
tenían porque los ecos de la opinión pública y de los decires tan inquietantes, en los mentideros urbanos y
rurales, lo llevaban grabados en sus mentes.
Mientras asomaba y producía silencio el cielo
nublado y oscuro del potente frío del amanecer, en esa sala de espera todo se
paralizaba por el cansancio.
La oscuridad nocturna, en aquellos andenes de la
estación, daba lugar a un ambiente algo tétrico, donde de vez en cuando hacía
su entrada en la estación algún “tren de mercancías” o de pasajeros.
Aquellos bisoños militares hacían gala de su
peculiar algarabía dicharachera aunque estaban vencidos por el cansancio.
Tenían conciencia de que iban a ser carne de cañón en un lugar remoto de
África.
Sucedería que
la tierra inhóspita que les esperaba, sería regada con la sangre de miles de
españoles como ellos, corriendo a manantiales por los barrancos y las tierras
estériles y calcáreas de aquellos lugares lejanos donde muchos de ellos
dejarían allí sus vidas doblegados a la fuerza por las oligarquías dominantes y
los medallistas militares.
Cuando parecía que la situación se serenaba, Mariano
les requirió que ya era hora de que se
presentaran para salir de ese anonimato en el que estaban envueltos y así se
dispusieron todos a hacerlo, el primero él:
—Mi nombre es Mariano Torreblanca Laredo, vivo aquí,
en Aranjuez .Trabajo en el Ayuntamiento. He sido destinado a Ingenieros.
Casi todos conocían los pueblos de donde procedían
unos y otros.
—Por el apellido, igual eres familia de don José el
ingeniero agrimensor que se ocupaba por estos parajes de la gestión de muchas
fincas. Un gran hombre—apuntó Casimiro Barrios, natural de Chinchón y
agricultor. Iba destinado también al cuerpo de ingenieros.
—En efecto, apuntó Mariano. Era mi padre. Murió tras
un accidente al caerse de su caballo que
se desbocó inesperadamente al excitarlo con la fusta, no pudiéndose hacerse con
él.
—Yo me llamo Germán Espinosa y vengo de Mora de
Toledo. Trabajo como asalariado de una bodega. Mi destino es artillería.
—Ahora me toca a mí—dijo Cipriano Gabán. Soy de
Ocaña. Tenía pinta de campechanote y dicharachero— Todos me llaman “Bucéfalo”
porque me encantan los caballos y su cría;
de ello vivo. Voy destinado a caballería lo que me complace mucho.
Así se fueron presentando todos, uno a uno, con
cierto gracejo la mayoría, y otros muy compungidos, de los treinta y dos mozos
que allí se encontraban. Algunos iban acompañados de familiares. Faltaban ocho
que se incorporaron un poco más tarde.
Patro, con cara de asombro y la boca abierta, oía y
escuchaba silencioso todo lo que allí se relataba. En un momento inoportuno, se
levantó con firmeza de su asiento y con su aspecto disimulado de “tontinaca”,
llamó la atención de todos gritando: ¡Viva España, ¡Viva la legión! ¡Vivan
todos vosotros!— Mariano le mandó
cariñosamente callar y que se serenara.
—Patro se manifestaba con cierta frecuencia con
modales y sentimientos confusos que le excitaban, porque sentía ser una voz que
nadie escuchaba.
El tren tenía su entrada a la estación de Aranjuez a
las diez de la mañana. De ese grupo sólo regresaría, del calvario que les
esperaba en Marruecos algún afortunado, pues muchos de ellos donde morirían a
tiros, degollados por los moros o por alguna enfermedad, en ese infernal
destino. En 1921, Marruecos era una verdadera losa que cubriría la tumba de
muchos soldados españoles.
Todos llevaban su hoja de movilización que les
permitía viajar por ferrocarril a cuenta del Estado, además de ser socorridos con 0,75 pesetas diarias
como ayuda para otros desplazamientos
hasta los lugares previstos de movilización y comida. Todo según la ley
de reemplazo de 1912.
En su artículo 241 establecía que, “a partir de las
fechas en que los reclutas hayan sido destinados a las unidades orgánicas del
Ejército y revistados como pertenecientes a las mismas, tendrán derecho al
haber y pan que, como reclutas en filas
les corresponden”.
Una vez que iniciaban la marcha haca África ya eran
considerados soldados y pertenecían al estamento militar. Para muchos de esos mozos era la primera toma de
contacto con un mundo diferente en el que vivían. La mayor parte de ellos
procedían de hogares campesinos
Su destino terrestre final era Málaga, donde
embarcarían posteriormente para Melilla.
Paralelamente la prensa recogía el eco que en casi
toda España tenía el denominado “aguinaldo del soldado”, destinado para
ayudas de estos novatos en la milicia.
Se hacían en metálico para ayuda de las tropas en Marruecos. (Era una práctica
antigua que provenía desde Roma: hacía referencia a los regalos monetarios
otorgados a los soldados de las legiones romanas o a la Guardia Pretoriana por
los Emperadores). Y así se fue repitiendo esta práctica a lo largo de la Historia.
El día 18 de enero se inauguraba, precisamente, una
nueva línea de vapores, que sería la que desplazaría a todos estos reclutas
entre las ciudades de Málaga y Melilla, distantes aproximadamente
unas 115 millas marítimas.
El tren procedente de Madrid hizo su entrada en la
estación de Aranjuez a la hora convenida. Una gran humareda y potentes silbidos
de la máquina de vapor anunciaban su
presencia. Cuando paró en el andén, el alborozo y las voces de los reclutas que
allí viajaban eran insistentes y desproporcionadas. Uno de los vagones llevaba
una pancarta reflejada en una larga sábana blanca que decía: “el tren de la
muerte a Marruecos”, lo que todos se tomaban con cierto gracejo. Era el 28 de
febrero de 1921.
Mariano y sus compañeros formaron en una fila con
sus enseres, mientras que un soldado veterano y una especie de cabo de varas,
un hombre bruto e irreverente, con un vientre que le llegaba hasta debajo de la
barbilla, se situaban en la entrada de
un vagón donde les iban a instalar.
Fueron subiendo uno a uno mientras les pedían la
hoja de movilización y el carné de identidad. Todos conocían a qué cuerpo iban
destinados. Fue un proceso lento pero necesario para el control de cada uno de
ellos.
— ¡Vamos, chillaban!— ¡Esto hay que hacerlo a
escape!
Así se iban confeccionando los listados que
irradiaban desde las cajas de reclutas y que se entregaban a MZA (Compañía de
los Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante), para que el ferrocarril
elaborara las necesidades de rancho y demás recursos de alimentación y
avituallamiento, en general, necesarios para el traslado de los reclutas entre
Madrid y la citada ciudad andaluza.
— Llevábamos una manta, un plato, un vaso de estaño y una cuchara para ayuda de
nuestro sustento. Los poníamos en acción, para comer y cenar, en las estaciones
que hacíamos paradas El primer objetivo
que nos marcaron era llegar cuanto antes
a la ciudad de Córdoba. Había antes una parada en Baeza, considerada asimismo
una “estación de alimentación” donde nos dieron a los reclutas el rancho y
demás alimentos.
— ¡Esto no ha quien se lo coma!— apuntó Breixo Vázquez, un gallego de la localidad de A Veiga, próxima al embalse
de Prada y de profesión pastor de ganado
vacuno.
—Yo me hago mis guisos cuando llevo a pastar al
ganado por las inmediaciones de Peña Trevinca y me alimento con todo lo que
naturaleza me ofrece de forma gratuita. Teníais que ver que parajes tan
maravillosos y qué aguas cristalinas corren por allí. — ¡Abres la boca para
respirar y te llenas de salud! Igual que lo que nos espera en el Rif, dijo con
cierta ironía
— ¡Mirad ¡Os voy a enseñar a mi Penélope. Se echó
mano a la cartera y sacó una foto. Pensamos todos que era su novia o su mujer.
Pero, no era una vaca. La mejor de su ganado, criada
con mucho esmero por él. Su leche era inigualable—nos decía.
Nos echamos todos a reír y algunos le decían
barbaridades—Breixo seguía las bromas, era dicharachero y ocurrente. No se
enfadaba por nada.
—Un asturiano, Pelayo Ramírez, estudiante de
medicina, comentó: ¡Si yo os contara de mi tierra! Soy de Bandujo, uno de los
lugares de origen medieval mejor conservado de todo el entorno rural asturiano.
¡Os invitaré a todos a mi casa, si volvemos vivos, y probareis “las fabes” que
hace mi madre ¡Están para morirse!
—Como en los destinos que vamos a tener, nos
“servirán a la carta”, no dejes de pedir un buen plato y compara—apuntó
Mariano. El grupo se echó una vez más a reír.
Un recluta tosco y algo sucio viajaba al lado de
Mariano. Se llamaba Rufino Cabero y era natural de la localidad madrileña de
Buitrago de Lozoya e iba destinado a infantería. Abría la boca permanentemente,
repasándose los labios con la lengua una y otra vez, tratando de paliar la
aparente sequedad que le proporcionaba
su zozobra. Sus cejas bien pobladas le servían de dique para amortiguar el
permanente sudor que salía de su frente.
Otra persona entrañable a la que conocí e hice buena
amistad con él fue Miguel Cerceño, natural de Carboneros (Segovia), proclive a
las ideas anarquistas. Trabajaba en Madrid de” mozo cuerda o mozo de cordel”,
haciendo recados y llevando bultos a sus costillas de un lado para otro. Había
sido siempre un joven con ojos ávidos de deseos y muy jocundo. Se convertiría
en un ingeniero zapador muy vigoroso y un
trabajador infatigable.
Me
comentaba, este hombre fuerte y rudo, que
se situaba en las esquinas de calles concurridas y ofrecía sus servicios
en plazas, mercados, estaciones de transportes, que por allí hubiera.
— En estos
lugares me pongo a disposición de quienes necesiten mis servicios para acarrear
bultos, paquetes y carga pesada, en general; es un trabajo duro, pero nadie me
manda y sólo dependo de mí mismo. Llevo ya cuatro años en esta actividad y no
se me da mal. También poseo una carretilla
y un carretón de madera por si son necesarios para cargas amplias.
(Mariano no había oído jamás hablar de estos quehaceres urbanos).
—A mí la vida en la capital, no me la regalan. Paso
por dificultades muy grandes,
especialmente originadas por el frío, el calor o la lluvia— aseguró.
Entre los pitidos, ruidos y traqueteos del tren, apenas podíamos hablar
unos con otros, si no era con un tono algo elevado.
Miguel decía que para él, aquella situación era como
si su vida se hubiera nublado, envuelta por una gran pesadilla. Sus cejas
ligeramente arqueadas y la excitación que reflejaban en sus ojos, daban fe de
sus convicciones.
Así podríamos ir describiendo muchos prototipos
variopintos que esos novatos de la milicia, esos soldados de leva, mostraban.
El ambiente que se vivía en ese tren - por cierto tremendamente incómodo-era
altamente diversificado. Se trataba de
un tren más al servicio de esa pesadilla trágica en la que ya estábamos
inmersos.
En un departamento contiguo al mío, varios
compañeros jugaban con naipes a la carteta, la brisca o los ocho locos.
Trataban de quemar el tiempo del viaje tan largo. Uno de ellos daba voces muy a menudo porque
ganaba, era un jugador de esos con suerte. Su imagen era chulesca y similar a
un fanfarrón perdonavidas. Los demás lo aceptaban y le daban cuerda.
Las incomodidades que nos envolvían, impedían dar
una cabezada, aunque los más agotados lo conseguían e incluso roncaban como
serradoras canadienses, quizá por el exceso de vino y otros licores que habían
ingerido hasta ese momento. A unos –la mayoría-
se les confundía la mente, inmersos en la tristeza, y a otros-los menos-
les alegraba el corazón.
Miguel enmudeció de pronto. Quería taparse las
lágrimas y el dolor que sentía en su interior. La boca se le resecaba de la
angustia tan atroz que se apoderaba de él
—Yo sentí
desvanecerme entre los ecos de mi silencio—esclarecía Mariano.
El tren zarpó de la estación de Aranjuez e hizo su
parada siguiente en Alcázar de San Juan (Ciudad Real) considerada también como
estación de alimentación, donde había un extenso cartel que decía: “Alcázar de
San Juan, parada y fonda”.
Allí hicimos la comida de mediodía. Los encargados
esperaban al tren con todo organizado. El andén estaba repleto de vendedores
ambulantes de navajas, tortas de Alcázar, gaseosas “La Prospe”, que se hacían
en esta localidad, y otras bebidas que ofrecían por los andenes en esportillos
de anea, dispuestos en carretillas de madera.
En el extremo
de los andenes existentes, se situaron grandes perolas con el rancho que se iba
a repartir, sacos de pan, contenedores de agua
y frutas.
—Fuimos bajando los reclutas poco a poco de los
coches del tren desde el primero hasta el último. Formábamos en filas de a dos
que los militares profesionales se ocupaban de ordenar. Había media hora para
tomar los alimentos correspondientes que se podían consumir en los andenes por
donde la gente circulaba o dentro del propio tren. Algunos se agruparon en
estos lugares, y en otros exteriores de
la estación, unidos en pequeños grupos, también en la cantina, donde surgieron
problemas y enfrentamientos.
La estación de ferrocarril de Alcázar era un núcleo
primordial ferroviario. Estaba siempre muy concurrida, porque allí se dividía
la línea que venía de Madrid en dos ramales: Andalucía y Levante.
Trascurrido el tiempo previsto de la comida, otra
vez se pusieron en marcha los gritos
furibundos de cabos, sargentos y algunos tenientes, volviendo los
correspondientes bramidos, las órdenes concretas y los gestos iracundos, de
forma que en unos minutos exclusivamente todos los reclutas estábamos dentro
del tren para continuar nuestro viaje hacia Córdoba.
La siguiente parada de ese convoy ferroviario fue en
la estación de Baeza-Empalme, próxima a Linares, también considerada de
“alimentación”, realizándose protocolos y actuaciones muy similares a las de
Aranjuez.
—Desde allí, la denominada “línea ferroviaria de
Andaluces” nos trasladó a Córdoba y posteriormente a Málaga donde embarcamos,
en un barco poco cómodo, para Melilla. Al final navegamos en el vapor “Lázaro”,
de la Armada Mercante Española Los de la compañía Transmediterránea ya estaban
completos. El trayecto lo hicimos durante la noche.
Málaga se convirtió en el puerto principal de
abastecimiento de tropas, víveres y repuestos hacia el norte de África,
especialmente hacia Melilla. Era el puerto de embarque elegido, por razones
geográficas obvias, como el de Algeciras lo era para Ceuta. Además, este
tránsito de tropas proporcionaba a la ciudad un importante volumen de actividad
económica.
Fuimos conducidos a las inmediaciones del puerto y
allí nos montaron en el barco indicado.
El Estado preveía que los reclutas llegásemos a nuestro destino en la primera
semana de marzo.
Un sargento rechoncho, de bigote negro erizado,
barba recia hasta el pecho, al que llamaban “Agüillas”, con un megáfono, daba
las órdenes oportunas a todos para respetar las instrucciones establecidas para
todo el viaje desde la parada de Aranjuez, lo que realizaba con modales
bruscos, altivos y actitudes orgullosas premilitares, sin ningún rubor.
Igualmente un teniente muy joven, con otro megáfono, expandiendo sus
vociferaciones, aludía al conflicto que nos esperaba, alentando nuestro ánimo y
la fe que era necesaria adquirir para defender los intereses de España, con
flamígeras arengas y demasiada testosterona estéril y vacía.
—Mariano pensaba con
espanto que toda aquella parafernalia no era una pesadilla producto de
su imaginación sino una especie de infierno real.
La mayoría de esos mozos, eran analfabetos,
labriegos y jornaleros, envejecidos por el sol, austeros, se sentían aturdidos
por el viaje, muy duro, que realizaban hacia un lugar desconocido. Muchos de ellos no habían subido nunca a un tren o a un barco
ni habían salido de su pueblo; era la primera vez que lo hacían. Mostraban, en
su fondo, una actitud de total sumisión y espanto.
Demasiados
pueblos y aldeas se quedaban llorando porque el Estado reclutaba a su
juventud masculina. Muchas mujeres se vestían de “hábitos con cordones”, de
color negro, bien por promesas o por
luto.
Los padres, mujeres, novias y familiares de estos
soldados de leva, no podían entender que se los llevaran a una guerra. Había incluso jóvenes que
procedían de aldeas pequeñas muy abandonadas, sucias y con olor permanente a
estiércol y a ganado. Subsistían en el ambiente los sentimientos confusos, la
incertidumbre y el desasosiego. Se observaban muchas actitudes de aturdimiento
en aquel hacinamiento del tren.
Las familias humildes, además de pobres y tristes,
sufrirían más ese daño al verse privadas del concurso económico de esos
muchachos, mientras los hijos de los más pudientes eludían en gran medida el
servicio militar como soldados de cuota o con sustituciones.
Ciertos grupos, unidos por el paisanaje o la
amistad, mostraban emociones altisonantes de cánticos, dichos y refranes e
incluso máximas de patriotismo, surtidos por el vino y otros licores que
consumían en abundancia, les confundían la mente, alegrándoles el corazón, mientras soltaban carcajadas
desproporcionadas y desajustadas. El calor en ese tren tan inhóspito era
asfixiante, debido a la estrechez en la que viajábamos.
Mariano se encontraba dominado por un somero
deliquio y pérdida de ánimo. Los globos de sus ojos se le saltaban de sus
órbitas en ciertos momentos. Observaba que muchos de sus compañeros tenían las
lágrimas en las puertas de sus ojos, con
miradas fijas sin pestañear, sin saber a dónde dirigirlas, haciendo
algunas gesticulaciones de pavor, rabia e intranquilidad.
Pensaba que la presencia hipotética de las posibilidades de morir por
un problema de guerra, era ajeno totalmente a su voluntad. Les creaba a toda
una serie de emociones incontroladas como el miedo oculto, y otras cuestiones
patológicas que les estaban produciendo
verdaderos problemas mentales.
Tenía la sensación, desde que salimos de Aranjuez,
que nos trataban nuestros superiores como unos reclutas dóciles, ignorantes,
pusilánimes, cercanos a la estupidez, como borregos que aguantaban
absolutamente todo! Se sentían tan dueños de nosotros que podrían pensar
habernos adquirido en algún mercado.
—Miraba a mí alrededor y veía a mis compañeros como
constreñidos, con mucho respeto y aturdimiento a todo lo que nos rodeaba. Nadie
se oponía a nada. Todo era obediencia ciega a lo que nos mandaban o reclamaban.
Aquello parecía una locura colectiva en un estado de tensión difícil de
definir. Había que imaginar aquella multitudinaria complejidad de escenas que
ahogaban con fuerza la garganta de la mayoría.
Estuvimos varios días deambulando por la Málaga
esperando la disponibilidad del barco, antes de partir hacia Melilla. Sufrimos
una dolorosa peregrinación por calles y plazas de la ciudad buscando el
hospedaje y los recursos necesarios para subsistir adecuadamente, que el Estado
no nos proporcionaba teniendo que recurrir a la solidaridad de los malagueños
que admitieron a muchos de nosotros en sus domicilios particulares, lo que se
concebía como un conjunto de limosnas con los soldados que íbamos al Rif a luchar
por la Patria entregando incluso nuestras
vidas.
Aquella muchedumbre de soldados se desbordaba por
las calles, cometiendo algunas tropelías irrefrenables que proporcionaban
ciertos rencores, miedos, desconfianzas entre las familias malagueñas,
aunque la gente, en general, nos recibía
con cariño y los brazos abiertos, quizá
valorando el espectro que aparecía de la
muerte para muchos de nosotros en el aquel horizonte de incertidumbre. “Los
soldados españoles cumplen heroicamente su deber militar y saben morir... para
que España viva”— se decía en un recorte de prensa que me pasaron, encontrado
en la calle, sin conocer su origen.
Se comentaba el asesinato el día ocho de marzo del
presidente del gobierno Eduardo Dato a quien sustituyó Manuel Allendesalazar,
conocido de don Leopoldo el abuelo de Mariano. El país quedó convulsionado por
este suceso tremebundo.
Socialistas, republicanos, anarquistas y, desde
1921, comunistas, rechazaron tajantemente la ocupación del Protectorado, y la
utilizaron como amplificador de las reivindicaciones populares.
Por las calles de Málaga, cercanas al puerto, se
veían grupos de reclutas dispersos. Sus temas de conversación predominantes
eran la situación política que se vivía en España y la respuesta a la
interrogación: ¿Qué nos espera en Melilla? El boca a boca era el medio de
comunicación más común donde volaban los decires infundados, que hacían alusión
mayormente a los enfrentamientos que les esperaban con los moros, los
hipotéticos sufrimientos, las
penalidades y, en muchos casos, el miedo a la muerte.
Algunos de ellos—sólo unos pocos— con los
sentimientos derruidos, quizá por una subida incontrolada de demencia, debida a
la angustia provocada por la posibilidad de perder la vida en el Rif, y el
pánico que se les había metido en las entrañas, aprovecharon esos instantes de
libertad para esconderse en alguna bodega de un barco mercante como polizontes
y huir de la tragedia. Los mandos militares se percataron de ello en el
recuento diario. Serían declarados prófugos y perseguidos. Normalmente no tardaban demasiado tiempo en capturarles y
condenarles a cuatro años más en África. Entre los conflictos de El Barranco del Lobo (1909) y Annual se
contabilizaron más de 424.000 prófugos.
Mariano se sentó en un banco de piedra del puerto;
deseaba estar solo, mientras los demás compañeros seguían deambulando por
Málaga, Pensaba que la dignidad de las personas era algo muy importante y que
había que preservarla por lo menos con el respeto a uno mismo, analizando sus
propios pensamientos.
Un hilo de inquietud rompió su concentración, cerró
los ojos, y los puños y, respirando profundamente, se dijo a sí mismo:
— La dignidad, la nuestra, la de
todos, al menos para el que la conserva mentalmente, no puede ni debe ser óbice
para que la hagamos plausible a nuestros propios ojos y nos enorgullezcamos de
ella.
— Nunca me
podía imaginar que este multitudinario estado de incertidumbre, desasosiego y
ansiedad, que nos acosa en estos momentos, nos iba a perseguir tan de cerca y se convirtiera en
algo muy cotidiano y cercano como si fuera nuestra propia sombra.
Todo este conjunto de hombres, de personal de tropa
procedente de la recluta forzosa de 1921, bullen de un lado para otro. Están la
mayoría acunados en el baldón de nuestra patria, entre las espuelas dolorosas y
vigentes de la ignorancia y la miseria.
Mariano continuaba meditando sobre la experiencia
personal que estaba viviendo, realizando una inmersión en su silencio y paz interior,
cuando se le acercó un hombre de unos cincuenta y tantos años de mediana
estatura, fuerte y con la cara algo arrugada, en la que reflejaba los avatares
y circunstancias nada fáciles de su
vida.
Con una sonrisa discreta y astuta, le pidió su
conformidad para sentarse junto a él. Notó que Mariano estaba quizás confuso y
preocupado. Era normal por todo aquel entorno que le apabullaba. Aquel hombre
no quería molestarle ni aparecer como alguien algo petulante.
— ¡Hola! ¿Molesto?
— ¡Vas para Melilla-claro- como todos estos cientos
de reclutas!
— ¡Sí, con esta vestimenta dónde voy a ir!—le señalo
Mariano.
—Permíteme presentarme. Me llamo Siro Expósito, soy
de Madrid y trabajo aquí como mozo portuario, desde hace ya treinta años. Me
dedico a descargar y cargar contenedores de los barcos. Es un trabajo que no
suele faltar, aunque somos muchos los que hacemos lo mismo y, a veces, no hay
para todos. Llegué a este lugar en 1891
y aquí me mantengo como puedo.
En el puerto la vida es excitante y compleja. He
conocido a ciento de personas y miles de experiencias. Se ve y se aprende de
todo y de todos.
—Te contaré— le dijo Siro— quien se presentó
cortésmente— que en 1909, con el conflicto llamado del Barranco del Lobo-cuando
reclutaron a mozos y reservistas- vi
mucha gente que dejaron su sangre en esas inhóspitas e indómitas tierras
bereberes, entre angostas montañas de una adusta orografía y volvieron en ataúdes, heridos, mutilados, así
como otros ilesos pero todos mentalmente destrozados. La maldita guerra no nos
reporta más que desgracias, esfuerzos y sacrificios inútiles.
—Yo no hice la mili. Permanezco socialmente en el
anonimato, inexistente. Seré un expósito toda mi vida. Así me siento feliz,
haciendo honor a mi apellido. Algunos nos han denominado “los hijos del vicio o
de la desgracia”. Es muy duro de digerir.
—Mi madre me dejó en el torno de la portería del
Hospital de la Inclusa de la calle madrileña de Mesón de Paredes y allí me
criaron las monjas, de ahí mi ilustre apellido. Mi nombre me lo pusieron porque
llevaba un papel entre mis ropas que ponía Siro.
—En la inclusa a prendí a vivir y a sobrevivir. A
los catorce años me fugué de aquel lugar y desde entonces sigo subsistiendo
como puedo. En esta vida he hecho de todo.
—Te cuento estas cosas para despojarte un poco de
tus preocupaciones y, como eres muy joven, aprendas hoy que existen
experiencias personales, muy distintas unas de otras.
En 1903 estuve en el Rif por primera vez,
acompañando a un médico portuario que me invitó a visitar esas tierras (una
gran persona, murió hace tres años). Un hermano suyo estaba ejerciendo también
de médico en una cabila amiga, cerca del rio Amekrán, subsidiada por España y
allí fuimos a visitarle. Fue un camino largo y duro.
Llegamos a Melilla y desde allí, con un guía, fuimos
a su encuentro en caballos bereberes de color tordillo. Aquella tierra me
pareció desoladora, infecunda, triste.
Nada puede darnos ese territorio a los españoles que
lo estamos ocupando colonialmente con nuestros soldados, más que los intereses
para unos pocos capitalistas de unas minas de hierro cuya ganancias son para
hombres poderosos pero nada para el pueblo. Sólo tendremos problemas, gastos y quebraderos de cabeza con
los indómitos rifeños.
En cuanto te adentras en el interior, enseguida
percibes que ese territorio es una especie de
desierto pedregoso e inhospitalario. El Protectorado español, con unos
22.000 kms cuadrados, es una zona algo más grande que la provincia de Badajoz, y, sin duda, es lo peor de
Marruecos: un conjunto de ingentes peñascos y abrasados arenales, poblado por
razas refractarias a todo progreso, semisalvajes e inapetentes a los beneficios
de la civilización. Son muy amantes de su libertad empobrecida. Muchos no
tienen nada que llevarse a la boca.
Recorrí los polvorientos caminos, conocí a algunos
moros, sufriendo con frecuencia el suplicio de su suciedad y sus tormentosas
actitudes y falsedades. Igualmente compartí mi tiempo, en amable camaradería
con nuestros sufridos soldados, a los que visitamos, porque algunos blocaos
tenían problemas sanitarios, en sus campamentos y posiciones. La gran
dificultad para todos era, sin duda, el agua. También oteamos a lo lejos
algunos escenarios de combates esporádicos.
— ¡Acuérdate de mí cuando veas todo lo que te he
contado!—le añadió.
Mariano observó que Siro era un hombre con un
magnetismo irresistible en su mirada. Le hubiera gustado echar a volar su
imaginación en esos momentos y comprobar lo que aquel hombre extraño había
vivido y recordaba, para evocarlo en un
futuro.
Trataba de hacer un esfuerzo de empatía para
conectar con lo que, de forma tan desinteresada le narraba, poniendo en marcha
su capacidad imaginativa y valorar
acertadamente esa experiencia ajena.
—Aceleraba el propio fuego de la curiosidad por
conocer más cosas por la boca de Siro Expósito, el eterno camuflado, de sus
experiencias. Se empeñaba, con aquel hombre en conocer, preservar y compartir
comentarios, informaciones y cosas que le parecían muy interesantes.
—Te diré, por último, que lo más duro que he visto hasta ahora en este puerto es la
cantidad de ataúdes rojigualdas llenos de soldados procedentes de Melilla
¡Perdona—prosiguió— soy un burdo charlatán y con esta información creo que te
he podido inquietar más de lo que estás.
— ¡No te preocupes! —le contestó Mariano. Poco a
poco nos vamos preparando para todo.
Comenzamos a oír
las órdenes de los oficiales, suboficiales y cabos que no mandaban,
con los gritos furibundos que nos ponían
los pelos de punta y alarmaban nuestro bajo sosiego. Era notorio el clamor de
las órdenes enérgicas con las que nos arengaban, los gestos iracundos con los
que nos mandaban y dirigían, las amenazas por los posibles incumplimientos que
pudiéramos realizar
Estas
disposiciones de mando partían de un oficial, con su guerrera llena de
medallas, del que parecía que emanaban
todos los mandatos, con un aire de mando altanero pero sereno. Noté que no
quitaba su mano de la espada que llevaba colgada en su cinto. Todos le
obedecíamos al instante.
Ello produjo en mí una especie de locura y turbación, propagándome el
desequilibrio emocional correspondiente, y provocándome una actitud
incontestable de sumisión y obediencia.
La disciplina
tan severa a la que nos sometían, sellaba nuestros labios y nos ponía
marcialmente en marcha.
Me despedí de Siro,
porque nos llegó la hora de embarcar a todos aquellos cientos de mozos:
unos más dispuestos, otros más retraídos.
Él respiró en profundidad cuando nos separamos, giró
su cabeza hacia el cielo, encogió las mejillas y puso una imagen reprimida en
su cara.
—Me dio un abrazo y me dijo ¡Buena suerte! La vas a
necesitar—Si vuelves algún día, búscame, espero estar por aquí ¡Que cumplas tus
objetivos, metas y sueños! Ten fe en ti, porque ésta mueve montañas o, al
menos, eso dicen.
En el barco, los reclutas nos acomodamos como
pudimos. Mis compañeros más cercanos y yo nos hicimos un hueco en cubierta;
otros-los que podían- bajaron a la bodega donde existía un olor infernal, pero
había gente que lo aguantaba. Al menos en la parte de arriba respirábamos aire
puro aunque hacía mucho frío y te salpicaba el agua del mar o de lluvia y eso
era molesto.
La mayoría no habíamos navegado nunca. Éramos
personas de tierra adentro. El barco se movía bastante, había que tener mucho
cuidado porque nos zarandeábamos de un lado para otro y podríamos caer al mar
en un descuido. Muchos vomitaban y se les ponía un cuerpo infernal. Vivíamos
una situación dantesca entre tanto pasajero, y con experiencias individuales
tan diversas.
La noche nos recibió con un conjunto de truenos
encadenados que enseguida nos mostraron un relampagueo infernal, repleto de
grandes cargas eléctricas, que embravecieron la mar donde nunca hay silencio.
Aquello nos daba bastante pavor, la agitación se ponía en marcha y hasta el
barco se estremecía y crujían sus estructuras. Parecía que la popa del barco estaba bajo el agua y la
proa apuntaba hacia el cielo, como si se fuera a partir por la mitad.
Ante aquel aparente peligro, Mariano se apartó un poco de sus compañeros, se agarró a la
barandilla del barco y miró detenidamente a una luna tenebrosa, que les
acompañaba todo el camino.
— Parece que presagiaba nuestro futuro incierto— se
decía a sí mismo. Era una noche oscura, cerrada, sin estrellas propia de la
época en la que estábamos, sin estrellas. Sólo el destello de la electricidad
de esas nubes nos permitía vernos unos a otros.
—Sentí la sensación de la profundidad del mar donde
se reflejaba ese fenómeno lumínico con una explosión de luz rápida, con más o
menos intensidad. Se apoderó de mí un desapacible congojo y me hundí
emocionalmente.
—Continué observando la luna durante un largo rato y
sentí la sensación que me miraba de forma hiriente, como si me quisiera
despojar de alguna ilusión furtiva que todavía permanecía en mí. Su
contemplación comenzaba a apabullarme; me estaba chafando lentamente.
Nos acechaban
las mareas que se originaban al paso del barco y, en ocasiones, nos
cubrían cada vez más con el agua del mar
que saltaba sobre nosotros debido a la fuerza del viento, empapándonos el
cuerpo.
—Recordé un repetido
dicho de mi padre cuando nos decía a la familia: “lo que prometas bajo
la luna, debes cumplirlo al salir el sol”.
Pasó por nuestro lado un mando del barco,
calvo-aunque lo tapaba con su gorra-, cejijunto de panza oronda y voz
chillona, acompañado de dos marineros y,
dirigiéndose a los grupos que estábamos
por allí disgregados, nos dijo:
— ¡Soy
el brigada Peces! Tened cuidado porque el que caiga al agua es hombre muerto.
¡Ya estáis avisados! No es la primera vez que esto sucede. Es mi deber
informaros y vuestra la responsabilidad—Siguió caminando entre los grupos y a
todos les soltaba el mismo mensaje.
Pasado un largo rato, observé a un compañero que
estaba solo, de aspecto menudo y flaco. Hacía ademanes reprimidos de unirse a
nosotros. Le invité a que se acercara al corro que habíamos formado.
Muy agradecido y algo tembloroso se presentó como
Lucrecio Huerta, natural de Villaverde de Guadalimar (Albacete) el mismo pueblo
en el que murió el famoso bandolero el “Pernales”, en 1907. No le dio tiempo
enhebrar alguna palabra cuando comenzó a
llorar abiertamente. Había dejado a su mujer embarazada al cuidado de unos
padres enfermos. Era jornalero agrícola y cazador furtivo.
— ¡No te dé vergüenza llorar!—le dije. Creo que es
mejor hacerlo para que controles tus emociones.
— Es bueno llorar soldado, sobre todo, si son tus
lágrimas emocionales, que brotan cuando te has roto en mil pedazos como ahora
te ha sucedido —apuntó el sargento Agüillas que pasaba por allí en ese momento.
Lucrecio se limpiaba las lágrimas con la manga de la
guerrera y las manos, procurando esconder su emoción ante los demás, dándose un
poco la vuelta.
— ¿Qué será
de mi familia si me matan los moros?—Apuntó “el villaverdoso”.
— ¿A qué
cuerpo vas destinado?—Le pregunté
—A
ingenieros, me contestó— Yo también, le dije. Desde ese momento se convirtió en
mi sombra. Me seguía por todas partes como un perrito a su amo. Pasaba a ser su
protector, sin quererlo.
—Tres reclutas que iban bebidos, pasaron cerca de
nosotros y nos ofrecieron su bota de vino para que echáramos un trago. Así lo
hicimos. A mí me sentó como si metiera en mi estómago un trozo de infierno.
Sentí unas náuseas profundas. Tenía el cuerpo algo revuelto. Uno de ellos se
zarandeaba agarrado a los hombros de sus dos colegas de viaje.
—Aquel recluta con voz baja y chungona, pareció el
típico “rapabarbas”, una especie de cómico de “bululú” de aquella farándula que esos tres estaban
representando. Siguieron su camino de zarandeo.
Avisando el barco, con fuertes y continuos pitidos,
llegamos a Melilla de madrugada. Atracó el piróscafo en el puerto, se pusieron
las pasarelas y comenzamos a desembarcar con un orden extremado y un silencio
impensables.
Tal vez aquella enorme tropa buscaba una confianza
en la que apoyarse, una disposición para lidiar con las contingencias de la
vida que en ese instante nos abrumaban, ordenando la fatal diáspora de nuestra
mente.
Allí, en el puerto, formamos en fila de a cinco. Nos
esperaban una serie de soldados que sentados en unas mesas nos llamaban según
los cuerpos a los que habíamos sido destinados. Entre aquella marabunta de
reclutas despistados, oí una potente voz que decía: ¡Aquí los ingenieros!
Casimiro, Miguel, Lucrecio y yo nos dirigimos a la mesa señalada.
Aquel soldado que nos pidió nuestra identificación
parecía un zopenco, bruto irreverente, abocado, que nos hablaba de forma ardua.
Se reía a todo trapo de nosotros:
—Os deseo lo mejor y mucha suerte. Llegáis en un
momento realmente difícil. Muy conflictivo. Estamos inmersos en una guerra muy
cruenta ¡Bienvenidos! nos decía con una cierta mofa.
—Sus palabras
de veterano tan puntiagudas me dejaron atónito, abrumado. Se me puso carne de
gallina. Lo mismo sintieron mis compañeros.
A todos, a ese ejército de levas, cuyo nutriente
fundamental era el pueblo trabajador y pobre, nos unían algunos ingredientes
que nos chafaban, como el horror de la guerra y la desmotivación por las
experiencias futuras que nos esperaban y que, en el fondo de nuestro ser, nos
aterrorizaban.
Posteriormente llegamos cada uno a nuestras unidades
donde nos llevaron en camiones fletados para estos menesteres
CAPITULO IV
Período de instrucción y destinos
Tras llegar al Regimiento de ingenieros, pasamos los
reclutas el control del cuerpo de
guardia y nos formaron en el patio de armas. Era un edificio grande pero frío.
Había poca gente. El grueso de soldados habían sido desplazados a posiciones y
blocaos con dos funciones principales: el control y supervisión de las
comunicaciones, así como la construcción de caminos, restablecimiento de los
emplazamientos existentes y la edificación de otros nuevos.
La Comandancia de Ingenieros de Melilla tenía 58
jefes y oficiales que mandaban sobre una tropa de 1496 hombres. Al mando estaba
el coronel jefe don José López Pozas. La sección de Zapadores contaba con unos
800 hombres encuadrados en seis compañías. Mariano y sus compañeros fueron
destinados a la segunda, que estaba al mando del capitán Jesús Aguirre Ortiz de
Zárate.
Después de conocer nuestro destino definitivo,
pasamos a los comedores donde nos arengaron, dándonos las informaciones y órdenes oportunas.
Una vez ubicados en nuestros barracones, nos dieron
permiso para tomar contacto por la tarde con la ciudad de Melilla.
Los reclutas de leva llegábamos a Marruecos sin ropa
adecuada, sin formación militar, sin armas, con la moral muy baja, para
enfrentarnos a los rifeños, especialmente en una guerra de guerrillas y
emboscadas de la que no sabíamos absolutamente nada. No nos quedaba más remedio
que “hacer de tripas corazón”. Estar siempre preparados porque podría suceder
un imprevisto significativo. Como prenda de abrigo únicamente se contaba con la
guerrera de paño y se complementaba con una manta que servía de capote y a veces
de cama y de camilla en su caso.
Ir a la guerra de Melilla era estar expuestos a
padecer hambre, mucha sed, y otras necesidades esenciales e incluso morir en
ella, en un territorio que no nos importaba nada, totalmente ajeno a nuestras
vidas. El Rif era una zona muy pobre, bastante montañosa y, sobre todo,
desconocida, sin apenas comunicaciones. Era un territorio lleno de conflictos y
bañado de muertos rifeños y españoles, donde íbamos a realizar nuestro
calvario.
En los medios republicanos, algunos liberales y en
los partidos de izquierda, se exigía el abandono de Marruecos. Culpaban a
Alfonso XIII de ser el gran impulsor de la guerra junto a los militares
africanistas.
El establecimiento del Protectorado tuvo efectos muy
positivos en la economía de la ciudad, que se convirtió en la capital económica
de la parte oriental. La explotación de las minas del Rif propició el
desarrollo de una industria derivada de éstas. El tráfico de mercancías y la
pesca aumentaron en la ciudad junto con los beneficios derivados del
aprovisionamiento del ejército.
— ¡Podréis salir hasta la hora de “retreta” que será
a las nueve!— nos apuntó a todos un capitán, que estaba acompañado de dos
tenientes y tres sargentos, junto al
cuerpo de guardia donde estábamos
formados los que deseábamos salir por la ciudad.
— ¡No descuidéis vuestra integridad! Id con mil ojos
por las calles, aunque veáis mucho trajín militar. El peligro pasea junto a
vosotros. Sabemos que hay rifeños camuflados dispuestos a todo—nos dijo uno de
los tenientes, muy veterano, un hombre desaborido y sombrío.
Compartí la parte de arriba de mi litera con Serafín
Taboada, natural de El Ejido (Almería). Un joven con la apariencia de ser algo
excéntrico, taimado y cercano a la mala ralea, un poco tragaldabas cuando las
circunstancias se lo permitían. Me contó que en su pueblo se conocía a toda su familia por el apelativo de
“apagavelas”, porque su abuelo se dedicaba en semana santa a cambiar las velas
y cirios que la gente ponía en el monumento
pascual de la iglesia.
En los ejercicios rápidos y poco fundamentados de la
nefasta instrucción militar que nos daban, siempre “juraba en silencio” contra todo aquello. Era
un hombre muy indomable al que le gustaba hacer publicidad de su nula
sabiduría. A simple vista tenía poco fuste.
Un día, ya cansado de tanto aguantar la plática de
su insolencia, no pudiendo rebajar más la alerta de mi paciencia, le dije:
— ¡Uno debe
opinar sólo sobre lo que sabe y debe ser muy prudente cuando no conoce algo! —A
partir de entonces se mostró conmigo mucho más juicioso.
—En el fondo no era mal personaje. Terminamos
teniendo una cercana amistad.
La primavera había hecho ya su presencia en la
ciudad. Cipriano, Miguel, Lucrecio, Serafín y yo caminábamos por la Plaza de
España y el centro de Melilla, que se
estaban llenando de flores, macetas y sueños para celebrar la llegada de esta
preciosa estación, la primavera.
Esta ciudad estaba en flor. Mientras, en el interior
del Rif, el sol era osado, fuerte e inoportuno. Aquel día parecía que las nubes
habían resbalado del cielo y se habían caído. Imperaba en las calles un
ambiente templado y paulatinamente se iba imponiendo un sol agresivo que
llegaba a hacer sudar los termómetros en las paredes.
Pudimos observar, además de las bonitas
construcciones modernistas que la engalanaban, que, por el contrario, había
calles y rincones donde parecía que los tiempos pasados allí no se jubilaban.
Mientras paseábamos
llegó a mis oídos una canción entrañable cantada por Carlos Gardel:
“Mano a mano”. Se emitía por un aparato de radio desde un bar. Me traía unos
recuerdos tan gratos que dije para mí: ¡Que nunca muera la neurona que guarda
esta canción en mi mente! Las lágrimas me salpicaron los ojos.
A nuestro grupo se unió un compañero, Práxedes
Urquiza, de Valladolid, periodista, que enviaba crónicas para el diario
“Castilla Libre” como corresponsal de guerra. Un hombre jovial, dicharachero y
bromista. Culto y solidario. Su afán de curiosidad nos llevó a una calle no muy
lejos del centro donde observamos la presencia específica de oficiales,
suboficiales españoles y de la policía indígena, así como cabos y gente de
tropa veteranos, que transitaban por allí en grupos, algunos ebrios y
vociferantes.
Melilla estaba llena de mancebías y “casas llanas”,
abierta día y noche, al servicio de militares, civiles autóctonos y transeúntes
que buscaban a prostitutas documentadas en el oficio. Había de todo, amenizado
en ocasiones por los “chulos de busconas” que
orientaban a los demandantes sobre sus apetencias y tipo de compañía que
iban buscando.
En colores parpadeantes se podían leer nombres de burdeles y parcelas
como “La sombra del militar”, “El cielo del placer”, “Copas y ayuda”. Eran
burdeles unidos unos a otros, como las
cuentas de un rosario, a lo largo de toda una calle donde dejaban su dinero
expedicionario aquellos soldados en busca del placer y juergas, el cobijo de
una mujer que les escuchara y no sé cuántas cosas más. En tiempos más prósperos
aquellos viales eran terreno de artesanos
que labraban allí mismo sus trabajos y que ahora han emigrado a otros
lugares de la ciudad.
Muchos militares de todas las escalas paseaban por
sus calles cantando a coro, vociferando, alegres, chillando, muchos borrachos,
dispuestos con anticipación a entrar en la hondonada posible de cualquier
problema o conflicto.
Una mujer que estaba en una esquina recostada con
falda corta, fumando, a la que saludaban como Tita, nos hacía señas para que
nos acercáramos a ella por si alguno buscaba compañía para pasar un buen rato.
Lucrecio y yo así lo hicimos, nos saludó con ese arte de mujer de mundo y nos
dijo amablemente:
— ¡Estáis en el barrio del Real! ¿Lo sabíais?
—Os veo con pinta de soldaditos de leva aturdidos.
Por aquí vais a ver a compañeras mías, prostitutas, que tienen a muchos de
vuestros oficiales como buenos clientes, aunque hay nativas que de forma
solapada nos hacen mucha competencia a las europeas. Todos tenemos que vivir de
algo. Aquí en Melilla, la vida no es fácil pero todo el mundo tiene que comer.
—Continuó Tita diciéndonos: a veces hay verdaderas
peleas entre militares de todo tipo, sobre todo entre oficiales y suboficiales,
muy rivales en la exaltación de bravuconadas, disensiones machistas, por la inclinación al juego y a su presencia
en los burdeles. La relación, sobre todo
de los primeros, con los nativos-quienes
llaman “paisas” a todo soldado- es arrogante, ofensiva y muchas
veces también humillantes, pisándoles su dignidad.
¡Aquella mujer, demandada por un cliente militar,
nos dijo “adiós” con la mano abierta y se despidió cariñosamente de nosotros!
En nuestras andanzas por la ciudad contemplamos
lugares que parecían emblemáticos como el quiosco La Peña (café), el Hotel
España y el Parque Hernández, donde concurría mucha gente civil y militar;
parecía un centro neurálgico de la ciudad. Me llamó la atención una funeraria,
una empresa de pompas fúnebres, con un
letrero que decía “la Siempreviva” ¡Estamos siempre a su servicio, día y noche!
— ¡Bienvenidos al teatro de la guerra! “—nos dijo un
hombre marroquí, con aspecto rudo y desdentado, ciego, con chilaba vieja
marrón, algo desdibujada, que pedía limosna reptando por el suelo, junto a una
esquina.
— ¡Vosotros
sois los actores de esta tragedia! Donde solo impera la muerte, la impotencia
humana y el desconsuelo más atroz. Todos los días mueren muchos españoles y
bereberes en nombre de los poderes que les mandan y dirigen a la fuerza. No
podemos olvidar jamás a quienes injustamente, ajenos a su voluntad perdieron y pierden su libertad y sus vidas
cada día en esa zona agreste y muy deficitaria
de comunicaciones.
—Nos marchamos de la presencia de aquel hombre con
la cabeza gacha y sin rechistar. Estaba en lo cierto. Decía esas verdades tan
relevantes desde la óptica de una realidad candente.
Al día siguiente comenzamos con la dureza oportuna
el breve tiempo de instrucción y manejo de las armas que tuvimos, que solo duró
un mes, a pesar de que las ordenanzas oficiales marcaban tres. Nuestra
preparación militar fue ínfima y poco rigurosa. Hacíamos falta en el frente
como carne de cañón. Nos metieron en el
interior del conflicto sin apenas saber disparar ni cargar el fusil.
Las compañías segunda y quinta de ingenieros
zapadores- donde iban destinados normalmente los menos ilustrados y los más
corpulentos- salimos a mediados de mayo
de 1921 para Annual, campamento situado entre
Melilla y Alhucemas. Recorrimos unos 86 kms hasta llegar a ese lugar que era el centro de las
operaciones militares de la zona. Se había levantado en una especie de valle
parapetado por grandes colinas.
—Recuerdo que durante el camino se levantó un viento
muy fuerte que nos empolvaba el cuerpo con partículas de arena y tierra,
teniendo que cubrirnos especialmente la boca y los ojos porque se nos reducía
la visibilidad.
Íbamos todos
muy tensos porque pensábamos que en cualquier momento podría hacer su presencia
y atacarnos una encolerizada multitud de moros. Pero llevamos un camino
tranquilo en ese sentido.
Las camionetas en las que nos desplazaron botaban
por esa especie de carretera, de una única dirección, angosta, pedregosa e
irregular. Saltábamos en los bancos de madera interiores donde íbamos apiñados.
Creía que sacaríamos la cabeza por el parapeto de lona que nos cubría a modo de
techo para impedir la entrada de aquel polvo tan inhóspito y agresor.
La nuestra pinchó. Tuvimos que bajar de ella y
ayudar entre todos a reponer la avería. Allí ya tomamos contacto con nuestros peores enemigos: el sol, la sed y el
agua. Íbamos calzados con zapatillas de esparto y aquel suelo realmente térmico
comenzaba a avasallarnos. La guerrera, los correajes…, nos sobraba todo.
Esas temperaturas, ya muy altas en mayo, en el
Rif, nos causaban cierto estrés en nuestro organismo. Sudábamos a chorros y
nuestra respiración se inquietaba igual que nuestro ritmo cardíaco,
incrementándose el riesgo de deshidratación.
A Lucrecio quien siempre que le era posible venía a
mi lado, las ojeras se le caían y la boca la tenía abierta permanentemente. Me
comentaba por lo bajo:
— Yo
estoy acostumbrado a arar de sol a sol con las mulas en mi pueblo, pero eso se
aguanta. Me pongo un pañuelo en la frente para parar el sudor y, de vez en
cuando, me echo un trago de agua de un botijo que tengo debajo de un olivo.
Trabajo a pecho descubierto sin camisa, mirando al cielo cuando me es
necesario, buscando el cobijo y ese sosiego del descanso momentáneo. Tengo
ya la frente arrugada de tanto mirar al
cielo, entre descanso y descanso.
— Aquí,
en estos eriales, no puede crecer nada porque la acción que provoca el sol en
el suelo es devastadora y ahoga la vida y, sobre todo, la vegetación. Este
ambiente por sí solo, elimina cualquier posibilidad de vida.
Seguíamos avanzando por ese camino atroz e inhumano,
pasando por las cercanías de algunas posiciones, donde compañeros desplazados,
de distintos regimientos, nos saludaban con el fusil en alto moviéndolos de un
lado para otro y lanzándonos gritos agrestes con saludos que parecían de
póngidos. El fuerte olor y la falta de
higiene, en los blocaos y posiciones, era algo infernal, inhumano, brutal, lo
que influía en la tenencia de enfermedades entre los soldados.
En total, el Alto Mando instaló 144 blocaos y
posiciones avanzadas situadas a lo largo
del territorio dominado. En mayor o menor grado estaban rodeadas de una
alambrada de espino, situada más al exterior como primera protección y detrás a
unos pocos metros se encontraba el parapeto normalmente elaborado con piedras y
sacos terreros que rodeaba a un barracón hecho de madera con muretes de
mampostería donde habitaban aproximadamente unos veinte soldados, sometidos a los
rigores del invierno y a los fuertes y sofocantes calores del verano. Solían
ser relevados en sus puestos entre uno y
dos meses.
Las posiciones se situaban siempre en lugares altos
desde los que se pudieran dominar amplias zonas, pero normalmente no había
agua, lo que obligaba a ir a buscarla con reatas de mulos, cada uno o dos días
como si fueran azacanes. Tenían que realizar su avituallamiento desde la aguada
más cercana-que solía estar lejos- mediante un convoy apropiado para tales
menesteres que corría un verdadero peligro ante el permanente acoso rifeño. En general
escaseaban los suministros y abastecimiento de todo tipo.
La distancia entre estos emplazamientos variaba de
20 a 40 kilómetros según el terreno. Se comunicaban por medio de un heliógrafo
durante las horas de sol y con señales luminosas durante la noche. Una
ocupación con las fuerzas tan repartidas, hacía imposible resistir con eficacia
un ataque general del enemigo.
Los rifeños se parapetaban en las zonas montañosas
donde se ocultaban y nos disparaban con sus famosos “pacos”, causándonos de
continuo bajas inesperadas. Nunca solían actuar en ataques abiertos, lo hacían
a modo de guerrillas.
Según atravesábamos posiciones y blocaos, comencé a
compungirme por ese sufrimiento que se podía intuir en aquellos hombres que
parecían abandonados por ese destino militar, agredidos por rifeños que,
escondidos como hurones, y les podrían cortar el cuello con sus gumías al menor
descuido.
Apenas llegaba el alba, se levantaba el sol y se
iniciaba la luz día, el calor comenzaba a ser
asfixiante. Era un azote cotidiano y permanente que nos perseguía
durante todo el día predisponiéndonos para el cansancio y la tormentosa sed
diaria. Por la noche hacía mucho frío.
Ratas, piojos, alacranes y culebras eran la compañía
habitual en aquellos parajes, zonas
inexpugnables, bendecidas por la sequedad calcárea del entorno, seco y abrupto,
con una orografía penosa, llena de barrancos, superpoblada por unos habitantes
belicosos y muy duros, organizados en cabilas que vivían de la agricultura y la
ganadería de subsistencia, realizando los trabajos las mujeres. Estas se compraban y se vendían. Pero el gran
problema era el del agua convertida en una necesidad constante.
Los zocos semanales eran los lugares donde se
tomaban las decisiones conjuntas, fluían las noticias y se reclutaba a muchos
soldados rifeños. Las hogueras eran la forma principal de comunicación que
llamaba a las reuniones por ejemplo para la guerra. Para ello se organizaban en
harkas
En este panorama despavorido de higiene y malestar,
el avance de las líneas españolas era constante y fácil. Suponía siempre
alargar las comunicaciones para
controlar una mayor superficie de territorio lo que implicaba
necesariamente un mayor refuerzo de tropas para establecer y guarnecer las
nuevas posiciones asegurando su control.
Observábamos en nuestro recorrido muchas posiciones
militares dispersas donde parecía que nuestros compañeros estaban allí
“tirados”, abandonados, con el miedo metido en el cuerpo porque un ataque de
los rifeños podría darse. Los veíamos a
lo lejos como espectros cautivos que no nos quitaban sus ojos de encima.
Habitaban metidos en una especie de cajas de madera mal parapetadas, rodeadas
de alambradas donde los soldados vivían el paso lento y penoso de los días en
la existencia difícil de la guerra. Nos saludaban moviendo el gorro, el fusil o
los brazos, en abanico, con ademanes de alegría y bienvenida.
Esta tierra africana se regaría con la sangre de los
soldados españoles durante mucho tiempo. Marruecos se convertiría en un
matadero para los que allí combatíamos. Los rifeños defendían su tierra con
uñas y dientes. Pensarían con seguridad en ese dicho popular que tenemos los
españoles: “de fuera vendrá quien de casa te echará.”
Mientras marchábamos en la camioneta, un suboficial que se presentó como “el sargento
Perdiguero”, destinado en regulares, natural de un pueblo de Burgos- que
llevaba por estas tierras desde los sucesos del Kert en 1911- nos contó
anécdotas y vicisitudes que ocurrían por estas zonas:
Cerca de los blocaos y posiciones, aproximadamente,
a un kilómetro— nos comentaba— se establecían poblados rifeños, construidos de
la manera más sencilla, con adobes, piedras, ramas de árboles que traían desde
muy lejos, cubiertas con pieles de cabras, ovejas de sus pequeños ganados.
En ellas
viven también algunos miembros de la Policía Indígena con sus familias.
Aunque se tocaba diana muy temprano, los áskaris (“diferentes fuerzas indígenas
en servicio, organizadas y mandadas de una u otra forma por oficiales
españoles”) vivían cerca de su destino. No era un gran problema para ellos
llegar a tiempo a sus obligaciones militares.
Las mujeres y niños recogían diariamente en los
blocaos y posiciones cercanas los desechos y sobrantes—que no eran muchos— de
los soldados allí destacados. Eran niños famélicos que devoraban todo lo que se
ponía delante de sus ojos. La miseria y el hambre llevaban a estas mujeres y
sus crías a recoger todo lo que se pudiera llevar a la boca.
Visitaban también las posiciones para vender a los
soldados una pluralidad de objetos muy
sencillos hechos por ellos artesanalmente.
Cuando oteaban peligros de harkas levantiscas, estos
nativos se lo comunicaban rápidamente a los soldados que se prevenían por si
acaso eran atacados.
Ciertas madres rifeñas prostituían a
sus hijas para ponerlas al servicio de los españoles y que estos, previo pago,
satisficieran sus necesidades sexuales. Era otra forma para poder subsistir
ante la flagrante penuria e indigencias
existentes.
También proporcionaban a los soldados bebidas
alcohólicas-muchas adulteradas- y tabaco que les llevaban clandestinamente
ofreciéndoselas a precios bajos y llevados normalmente por menores muy
despiertos y “más listos que el hambre”.
Los oficiales y suboficiales que dirigían estos
blocaos y posiciones sabían perfectamente que existía este comercio ilegal, con
cierto aire de clandestinidad, pero “nadie se enteraba de nada” porque todos
estaban implicados de una forma u otra, en mayor o menor medida en ello.
Para las familias rifeñas, cada día que amanecía era
un reto que tenían que superar niños y mayores. Había que hacer lo que fuera
para subsistir y seguir viviendo. El azote de las enfermedades y la falta de
higiene eran problemas morbosos de primera línea para todos.
En este escenario apareció Mohamed Hach Bu Alí.
Todos le conocían por Alí. Era un rifeño que abastecía a las familias de los
poblados de todas las necesidades que demandaban los soldados para que se las
vendieran.
Caminaba a diario con sus dos borriquillos de un
lugar para otro llevando mercancías, batiéndose entre el impresionante fuego
del sol desde que éste salía, hasta que llegaba la noche y con ella el frío.
Cualquier lugar era bueno para cubrir su descanso. Nunca se separaba de su
fusil Remington, lo llevaba en bandolera y le acompañaba a todas partes.
Ávido y avispado en sus quehaceres, caminaba entre
desfiladeros, montes y gargantas día tras día sin parar hasta cumplir sus
objetivos. Era incansable y siempre cavilando en el espacio de la soledad.
Su imagen era frágil, menuda y solitaria. Siempre se
expresaba con una sonrisa amplia y enigmática. Su piel era atezada; sus ojos
brillantes lo veían todo incluso el peligro a gran distancia. Sus manos eran
largas, huesudas y nudosas Limpiaba un palmo de terreno en el suelo, ponía su
oído y detectaba el trote de los caballos rifeños.
Le conocían a lo lejos por su indumentaria: turbante
azul añil, su túnica de color garbanzo y su gran pañuelo de color negro
alrededor de su cuello y boca.
Primero fue gabarrero y luego soldado al servicio de
España. Combatió en 1909 en los sucesos del Barranco del Lobo donde perdió el
brazo izquierdo al alcanzarle un trozo de metralla. De ahí que estuviera
pensionado por el Estado español, pero esta ayuda vital no daba para alimentar
a sus dos mujeres y los ocho hijos que tenía con ellas. Tenía que realizar
otras actividades productivas A veces el hijo mayor, Abdel, de dieciocho años,
le acompañaba en estos desplazamientos ayudándole en estas actividades comerciales
ilegales.
Si le descubrían realizando estas prácticas le
podrían quitar la pensión pero nadie denunciaba a nadie en un mundo
solidarizado contra la miseria y la guerra. De ahí que utilizara a esas
familias a las que daba una pequeña comisión por introducir sus productos entre
los soldados. En general era cariñoso, cercano y muy querido por la gente.
El camino hasta Annual se iba acortando y enseguida
nos percatamos de su presencia, gran extensión e importancia estratégica.
Habíamos recorrido un largo camino entre áreas montañosas que terminaron
ahogando nuestras miradas.
Me di cuenta enseguida que aquel hábitat militar era
una posición mal concebida estratégicamente Se encontraba situada en un valle,
rodeada de montañas y con accesos difíciles en la retaguardia. Por otro lado
había muy pocas tiendas cónicas para situar en ellas a los cinco mil soldados
allí concentrados.
Este enclave, tan esencial estratégicamente para el
ejército, se adaptaba a la posibilidad de sufrir grandes emboscadas. Era una
auténtica ratonera donde no se aseguraba el apoyo y abastecimiento de armas y
víveres desde Melilla. Un lugar aparentemente muy vulnerable, una especie de hoya o cubeta semidesértica,
flanqueada por el monte Izummar y rodeada de montañas escarpadas.
Annual fue
ocupada en el 15de enero de 1921 por las tropas españolas. Tenía como objetivo
principal establecer un puente de comunicación con los otros campamentos.
Se concibió por los mandos militares como un centro
neurálgico. La pretensión española al construir el campamento de Annual
consistía en establecer un enclave estratégico para conquistar Alhucemas, en el
corazón del Rif.
1921, fue el año más sangriento de los conflictos
sostenidos en África por el ejército español. La inoperancia del gobierno, el
caos estratégico, la incoherencia política y militar, la dispersión de recursos
y la accidentada orografía cayeron como lápidas sobre todos nosotros.
Aprovechando un rato de descanso pensé qué hacía yo
en aquellos parajes tan peligrosos. Me percaté que todos los soldados de tropa
que allí nos concentrábamos, en una tierra inhóspita, desconocida y cruel,
teníamos la moral por los suelos. Todo me resultaba desapacible. Además
teníamos que sobrevivir día a día con el acoso constante de los rifeños y sus
“pacos” cuyos impactos eran desmedidos. La imagen de animales y hombres
muertos, aquí o allá, por las balas de los rifeños, sería una imagen permanente
a la que todos, tarde o temprano nos acostumbraríamos.
Éramos esclavos de una sed perpetua que nos diezmaba
y que, en el propósito de obtenerla,
dejaban la vida muchos soldados al ser atacados por los moros cuando accedían a
las aguadas.
¿Qué hago yo aquí de soldado en el Rif, me
preguntaba? Probablemente he venido a morir por algo que no era mío ni me
interesaba. Me repugnaba este ambiente y el conjunto de desdichas que nos
azotaban. Sólo eran interesantes para ricos y militares con afán de gloria y
dinero.
Sabíamos que, en España, la multiplicidad de
gobiernos existentes durante el primer tercio del siglo XX, hacía que las
miradas gubernamentales de África eran miopes y desajustadas. Sólo se exaltaba
un patriotismo nacionalista tratando de conectar en el contexto internacional
con grandes potencias como Francia, Alemania o Inglaterra.
Al frente de ese ejército tan numeroso se encontraba
el general Manuel Femández Silvestre, Comandante General de Melilla, militar
muy impulsivo, de temperamento sanguíneo, con actitudes desmesuradas y
enérgicas, compañero de armas y de promoción del Alto Comisario Español en
Marruecos, el general Dámaso Berenguer, hombre importante también en las
esferas políticas, quien posteriormente sustituiría al general Miguel Primo de
Rivera, en la jefatura de gobierno, “ en enero de 1930”, al terminar la primera
dictadura española, lo que sería el penúltimo gobierno de la monarquía de
Alfonso XIII conocido con el nombre de “dictablanda
FIGURA 2. General Manuel Fernández Silvestre
Cuando el general Silvestre toma posesión de su
mandato en la Comandancia General de
Melilla, la situación imperante en el Rif era de paz y tranquilidad, gracias a
la labor de otros generales importantes, que habían hecho un gran trabajo, como
Gómez Jordana y Aizpuru, por ejemplo.
A partir de 1920
se puso en marcha una invasión progresiva y pacificadora del Rif,
comenzando las operaciones militares correspondientes.
En este mismo año (el 28 de enero de 1920) se creó el “Tercio de Extranjeros’’,
que, a posteriori, se denominó ”Tercio de Marruecos”, después “Tercio” y
finalmente, “La Legión”. Su fundador fue José Millán Astray y Terreros. Una fuerza militar de élite, cuya idea
originaria, era que estuviera formada en su mayor parte por soldados
extranjeros, aunque jamás se rechazó la
presencia de combatientes españoles. Milán Astray entendía que “Unos se
apuntaban por patriotismo, otros por amor al Cuerpo y sus glorias y otros por
gratitud a la mesnada y al asilo que reciben, integrarán estas tropas capaces
de combatir con éxito cualesquiera que sean las circunstancias, ahorrando vidas
a los soldados españoles de reemplazo. Una legión mandada por oficiales
selectores, con clases sacadas de sus propias filas, en la que formen hombres a
quienes no se les ha preguntado quienes son ni de dónde vienen. Legionarios que
podrán llegar a oficiales cuando los méritos rebasen el concepto humano del
valor y su conducta sea un espejo de hidalguía”
En la fecha indicada, Alfonso XIII decretó de forma
oficial el nacimiento de la Legión llenándose las calles de carteles de
reclutamiento. Ya en septiembre era habitual ver en pueblos, ciudades,
consulados y embajadas extranjeras pasquines en los que se llamaba a unirse al
Tercio de Extranjeros: “¡Españoles y extranjeros! ¡¡La Legión os espera!”. Los
Banderines de Zaragoza, Barcelona y Valencia, junto con el de Madrid,
constituyeron los centros más importantes para la recluta. En Ceuta se instaló
el mando central.
Millán Astray, en otra de sus arengas señalaba:
“Habéis contraído con la Legión el más hermoso compromiso de vuestras vidas.
Tendréis aquí cuanto se os ha prometido. Podéis ganar galones y alcanzar
estrellas; seréis tratados con justicia y equidad, pero sin blanduras. A cambio
de ello sufriréis constantes peligros y azares, trabajos, duras marchas, y en
el combate ocuparéis siempre los puestos de mayor peligro”. Su bautismo de
fuego fue Melilla. Tenían una mística especial y un grito: ¡Viva la muerte!
En la legión se alistaban hombres de todo tipo:
ladrones, asesinos, pendencieros, gentes con la vida rota que no tenían nada
que perder, huidos de la justicia, “lo mejor de cada casa” en pocas palabras.
Cualquier condición personal y procedencia de esos hombres eran válidas. Ahora
se iban a llamar “caballeros”.
Los “enganchadores” eran los encargados de poner en
marcha los banderines de alistamiento, para atraer la gente al Tercio. Además, cuando llegaban
los soldados a Ceuta, se les permitía la posibilidad de reengancharse a la
legión de Extranjeros y entonces entraban en acción algunos de estos personajes
que tenían buena labia, eran convincentes y conseguían que ciertos soldados de
leva se convirtieran en Caballeros legionarios. Algunos de estos hombres
convincentes estaban en estos momentos castigados en calabozos o prisiones pero
se les soltaba durante unos días para estos menesteres por su facilidad para
atraer a los reclutas.
La Legión nació como fuerza de choque y obedecía a
la necesidad de ahorrar vidas de soldados de leva españoles y también para
depender menos de los Regulares., Sus componentes eran personas del más variado
pelaje, en general la mayoría personas poco recomendables; gentes con
antecedentes penales, huidos de la justicia, ladrones, enjuiciados por
malversación de fondos, asesinos, aventureros e incluso miembros de ejércitos
extranjeros.
El texto del Real Decreto, recogido por ABC en la
edición vespertina del 28 de enero de 1920, indicaba su creación así:
«La conveniencia de utilizar todos los elementos que
puedan contribuir a disminuir los contingentes de reclutamiento en nuestra zona
de protectorado de Marruecos, inclina al ministro que suscribe a aconsejar como
ensayo la creación de un tercio de extranjeros, constituido por hombres de
todos los países que voluntariamente quieran alistarse en él para prestar
servicios militares tanto en la Península como en las distintas comandancias de
aquel territorio. A propuesta del ministro de la Guerra y de acuerdo con el
Consejo de Ministros vengo a decretar lo siguiente:
Artículo único. Con la denominación de Tercio de
Extranjeros se creará una unidad militar armada, cuyos efectivos, haberes y
reglamentos por que ha de regirse serán fijados por el ministro de la Guerra».
La empresa bélica en el Rif era arriesgada y
difícil. El Ejército de África, a veces denominado Ejército Expedicionario de
África o también Ejército de Marruecos, fue una rama del Ejército de Tierra de
España que actuó como guarnición en su Protectorado marroquí desde su
establecimiento en 1912 hasta la independencia de Marruecos en 1956.
Había que hacer frente a muchas circunstancias
adversas en esas tierras marroquíes como la escasez de tropas, la precariedad
de los medios básicos necesarios, armamento obsoleto con la que contaba el
ejército la inexperiencia y desconocimiento de un terreno difícil y hostil, así como una falta
de información real de las fuerzas
enemigas.
Los soldados españoles no tenían un trato digno y
era la tropa peor calzada de Europa. Mal alimentados, y con poca higiene,
dormían en jergones de paja normalmente reutilizada, carecían de la munición
suficiente. Los fusiles estaban descalibrados la mayoría y, por ejemplo, las
ametralladoras Colt se encasquillaban enseguida quedando inutilizadas. Era un
ejército hipomóvil, es decir tirado por caballos, especialmente la artillería
El presupuesto del ejército se basaba en los
denominados “fondos particulares de las unidades”: el dinero del Estado se le
daba directamente a éstas que gestionaba la contabilidad de los ingresos y
gastos, éstos a su libre albedrío lo que supuso una gestión en muchos casos
corrupta. La mayoría de los mandos estaban viviendo muy bien en Melilla e iban
por las posiciones y blocaos durante unos días, turnándose unos con otros,
donde estaban “tirados los soldados”. A pesar de ello, la oficialidad estaba
carente de estímulos.
Se comprobó que había soldados y oficiales que
vendían armas y balas a los propios rifeños sin darse cuenta que así les
entregaban a éstos su propia vida. El
ejército estaba inmerso en una pobreza y abandono galopantes. No había
comunicaciones terrestres o eran pésimas. Sólo se transitaba normalmente por
senderos hechos a fuerza de pico y pala.
FIGURA 2 BIS. Campaña del Rif.
Sin embargo, entre mayo de 1920 y junio de 1921, el
general Silvestre protagonizó un espectacular avance, rápido, sin demasiados
problemas, lo que le motivaba a considerar que pronto podría controlar todo el
territorio hasta alcanzar la Bahía de Alhucemas que era su gran objetivo. Se
buscaba establecer así una línea de posiciones a partir de Dar Drius en
dirección hacia la costa Un acuerdo que tomaron conjuntamente los generales
Berenguer y Silvestre.
En apenas una quincena-nos situamos en enero de 1921- la penetración del general
Silvestre en el interior oriental del Protectorado, con la toma del monte Mauro
había igualado a todo el territorio
sometido a principios de año. Aquello fue tomado por los nativos rifeños como
una invasión a la que reaccionaron en consecuencia. El 11 de diciembre, a las
doce horas, era izada la Bandera de España en esa altitud de la que el general
Silvestre había dicho inspeccionando la zona: – ¡Qué hermosa posición! Ahí tenemos
que ir!
—En uno de los ratos que nuestro pequeño grupo de
amigos nos reuníamos en la cantina, coincidimos con el cabo 1º Julián Peláez.
Era de Aranjuez como yo¨; eso nos unió. Antes de ser reclutado trabajaba como
aprendiz en la fábrica de armas de Toledo donde adquirió una sólida formación
sobre el armamento de la época.
¡Oía el
sonido de un máuser y sabía cuál era su calidad y lo que iba a durar!
—Tenéis que dejarme revisar vuestro fúsil, pero sólo
lo haré con vosotros. La mayoría de los que tenemos actualmente en el ejército
aguantan poco. Son viejos, muy usados y desequilibrados. Con ellos, en esas
condiciones, os podéis jugar la vida en un momento dado porque os pueden
fallar.
A Servando le gustaba contar su gran hazaña en el
Rif , que fue la participación en la toma del
Monte Mauro- cuya ascensión fue muy dura- donde demostró una valentía y
una pericia inusitadas que le produjeron el ascenso a cabo 1º. Quería ser
profesional militar y, en su momento, se fue voluntario al ejército del
Protectorado, siendo destinado al regimiento de África nº 68.
En dicho Monte comenzó la tempestad que sobrevino a
la tranquilidad y sosiego que existía con los rifeños hasta ese momento Allí se
despertó la primera y gran respuesta de la rebelión rifeña, cuyo hilo conductor
aumentaría constantemente a partir de ese instante. Sus cumbres eran el símbolo de la exaltación
y el fanatismo rifeño, allí se encontraba el foco de del levantamiento rebelde.
— Señalaba,
desde esa cumbre la vista te lleva a la exaltación del poder. Desde allí te
sientes otro. Es un símbolo de grandeza desde donde parece que dominas todo lo
demás. Aquello enarboló la mente del general Silvestre.
CAPÍTULO V
El general Fernández Silvestre extiende el control
militar sobre el Protectorado oriental.
A las dos compañías de zapadores que llegamos a
Annual desde Melilla, nos posicionaron en uno de los extremos del campamento
donde por la noche los chacales y coyotes se convertían en nuestros compañeros
de sueño. Sentíamos sus aullidos tan cerca que parecían estar a nuestro lado
compartiendo camastro. Solían acercarse al campamento y les veíamos, en
ocasiones a cierta distancia, por el brillo de sus ojos.
—Lucrecio comentaba, sacando su horma de cazador:
más de uno he matado yo en la sierra de Alcaraz. Están hambrientos y vienen en
busca de restos de comida ¡Si tuviera aquí mi escopeta, caería alguno! Son
depredadores similares a los coyotes, veloces y constantes en la carrera.
Suelen cazar solos o en pareja. Tengo en casa uno disecado. Antes se pagaban
muy bien.
Mariano afirmaba que eran instrumentos muy efectivos
para desequilibrar nuestro descanso nocturno, aunque desvanecido por el
cansancio, dejó de oírlos.
Un compañero de tienda, Eulogio Collado, al que no
había conocido anteriormente nos comentó:
”Si los chacales aúllan en la dirección por donde
baja el sol, entonces barruntan
problemas o enfermedades, pero si lo hacen por donde sale el viento, será aun
peor porque llaman al hambre que huelen en su camino.
— Mi abuelo me
decía: “Es necesario que sepas que los animales son verdaderos mensajeros”. Cuando los oímos por las noches, y aúllan tanto, es
que nos ponen en aviso de posibles problemas y nos comunican su miedo. Los ojos
y los sonidos de un animal tienen el poder de hablar siempre un gran lenguaje.
El asentamiento de los soldados en Annual se
organizaba a base de tiendas cónicas de lona con un alto mástil en el centro en
cuya base se dejábamos los fusiles y los enseres personales, dejando las zonas
más distantes del centro para situar los jergones y catres donde dormíamos los
soldados.
Cuando se montaban las guardias nocturnas, en las
que se involucraban a muchos hombres, dado la extensión del campamento, las
noches rifeñas nos parecían muy oscuras como si estuviéramos dentro de una
cueva. Eran muy frías; el relente de la noche nos calaba la ropa.
Éstas, para un centinela, eran muy inquietantes,
parecían estar llenas de ruidos extraños que no nos permitían relajarnos hasta
que llegaba la primera luz del alba que nos posibilitaba observar los
contornos, pues en la oscuridad parece que veíamos siluetas negras por todas
partes. Dormíamos siempre “despiertos”, atentos a cualquier incidencia rara en
el halo de un silencio profundo que intimidaba nuestro estado de ánimo.
Este sigilo de la noche, sólo vulnerado a veces por
el viento, o cuando los harqueños no
paqueaban, nos introducía en un miedo que nos hacía mirar con ojo avizor
hacia cualquier cosa que se moviera.
Si no dormías, lo más normal es que cavilaras sobre
las experiencias vividas, lo posible e imposible que te pudiera suceder,
siempre alertado por “la piel de gallina” que te invadía por todo tu cuerpo.
En concreto, la presencia de los piojos en nuestra
piel era permanente. Sus picaduras nos atormentaban, expandiéndose por
cualquier parte del cuerpo. No había manera de despojarnos de su presencia.
Vivíamos con ellos y entre ellos, convirtiéndose en nuestros inseparables
amigos, y los dueños de nuestra zozobra. No nos dejaban tranquilos tampoco en
las noches de vigilancia y de guardias. Eran los habitantes parásitos que
estaban presentes allí en cualquier ser humano. No olvidemos que para los moros
eran sus amigos y acompañantes más fieles. El acoso de moscas y mosquitos
también era destacable.
Mientras tanto, comenzamos a ver corretear por el
suelo a grandes ratas, totalmente negras, parecían subsaharianas por su color
y no se asustaban por nada. Estaban
hambrientas y se movían a la velocidad del rayo. Querían convivir con nosotros
y nos lo demostraban en cada momento marcando su hábitat. Con el tiempo
llegarían a ser un apetitoso manjar. Eran nuestros vecinos más cercanos.
Militarmente el general Fernández Silvestre—
poseedor de un prestigio mediático— se propuso dominar definitivamente y acabar
de raíz con las insurrecciones de las tribus rebeldes del Rif que tantos
quebraderos de cabeza daban a España. Y lo hizo como mejor sabía: “a base de
fusil y sable”.
Era un hombre curtido en batallas y episodios
bélicos en Cuba donde fue herido múltiples veces, algunas de gravedad. Destacó
por su valor y forjó la leyenda de su “buena estrella”. Participó en más de
cincuenta combates, quedando seriamente incapacitado del brazo izquierdo, hecho
que disimulaba muy hábilmente.
Poseía una impertinencia regocijada, con ademanes
drásticos, destellando en múltiples ocasiones una mirada febril. Súbito en sus
órdenes y comunicados, hacía gala de ser un gran jinete y un experto en todo lo
concerniente al arma de caballería. No estaba acostumbrado a equivocarse ni
tenía las espaldas anchas para aceptar fracasos o culpabilidades.
Inició una expansión por el norte de África
destinada a tomar Alhucemas, la misma
región en la que se asentaba una de las cabilas más molestas de todas las
enemigas: Beni Urriagel. La misma a la que pertenecía Abd el-Krim (el líder
local en torno al que se aglutinaba toda la resistencia contra nuestro
ejército). La tarea no se planteaba sencilla, pues las tropas peninsulares
estaban mal equipadas, con armamento obsoleto y formadas por soldados de
reemplazo que, en muchos casos, no habían utilizado un fusil en su vida.
En el avance planificado se conquistaron sin grandes
dificultades Dar Drius, Tarfesit, Beni Said, Monte Mauro, etc.,
estableciéndose un gran número de
pequeñas posiciones en tiempo record.
Por encima del general Silvestre, en el mando del Protectorado, estaba el
general Dámaso Berenguer, Alto Comisario de España en Marruecos, hombre de gran
experiencia africana, fundador, el veinte de junio 1911, de las Fuerzas
Regulares Indígenas como fuerzas de choque, siendo Teniente Coronel. Su
objetivo era ahorrar sangre de soldados españoles y acallar las violentas
protestas populares que se sucedían en muchas capitales españolas. Los rifeños
se alistaban porque no tenían para comer normalmente debido a que las cosechas habían sido muy malas por las
frecuentes sequías: se decía que su alistamiento era debido a “la necesidad de
dinero, instrucción y fusil”.
Al parecer el Alto Comisario había autorizado al
Comandante General de Melilla para que, en caso de que se presentaran
condiciones favorables, se fueran ocupando nuevas posiciones que mejoraran el
frente ofensivo de las tropas españolas.
Los primeros
meses de avance, hasta llegar a Annual, fueron poco penosos para el Ejército
español. A comienzos del verano de 1921 las tropas habían logrado extender sus
dominios en territorio rifeño de forma
rápida y sin apenas encontrar una resistencia seria por parte del
enemigo.
Con todo, parece ser que la situación era un mero
espejismo, pues la expansión se había hecho sin crear líneas de suministros
eficientes ni edificar posiciones defensivas adecuadas y bien pertrechadas para
resistir los posibles contraataques rifeños. Co- menzaba a formarse una lejana
tragedia en las montañas del Rif.
Así se fue
haciendo en todas las continuas campañas de Marruecos. Sin embargo, esta vez no
fue posible, y no se le proporcionaron ni más fuerzas para controlar mejor los
nuevos territorios sometidos, ni recursos financieros para poder fortificar ni
abrir nuevos caminos que, además de facilitar el movimiento de fuerzas y los
abastecimientos logísticos, se fueran ganando a la población indígena, evitando
que se pasaran a las fuerzas hostiles como ocurrirá más adelante.
— Cómo es posible —nos preguntábamos Práxedes y yo –
que el general Berenguer y la plana de su Estado mayor, máximos responsables de
todas las acciones militares en el Protectorado junto al ministro de la Guerra
Luis Marichalar y Monreal, vizconde de Eza, permitieran a Silvestre llevar
adelante un plan tan desproporcionado por territorios que no se sometían de
verdad porque fueron avances superficiales basados en la compra de los jefes de
las cabilas.
— ¿En qué estrategias y postulados militares se basó
el Comandante General de Melilla, un militar de mucho prestigio y experiencia
para llevar adelante su estrategia? Propuso un avance rápido sobre las cabilas rifeñas hasta llegar
a Alhucemas sin cubrir correctamente la retaguardia, dejando a montones de
soldados “tirados” en los blocaos y posiciones entre aquellas montañas
inaccesibles.
— ¿No había en España marina y aviación suficientes
para apoyar estos planes y poder socorrer a miles de soldados que morían o eran heridos por el acoso dislocado y cruel
de las harkas rifeñas? ¿Le había acaso negado estas fuerzas Berenguer a
Silvestre? Si fue así, por qué continuó con su plan? ¿Quería cubrirse de
gloria? ¿Confiaba totalmente en su “estrella”?
Estas cuestiones eran razonamientos sin respuestas
para estos dos hombres.
Recordemos que desde Melilla, su Comandante General
“comenzó una invasión progresiva del Rif con la intención de pacificar la
región oriental del Protectorado español. La empresa era arriesgada, dada la
escasez de tropas, la precariedad de medios y armamento con la que contaba el
ejército y el desconocimiento del terreno y de las fuerzas enemigas. Sin
embargo, entre mayo de 1920 y junio de 1921, Silvestre protagonizó un
espectacular avance, rápido y relativamente incruento, lo que sugería que
pronto podría controlar todo el territorio hasta alcanzar la Bahía de
Alhucemas.”
Práxedes Urquiza, en su papel de corresponsal de
guerra envió este artículo para su periódico:
“El general Silvestre ha utilizado en el diseño de
su campaña-permitida por el general Berenguer que presidía el Alto Mando
Militar en Marruecos- todas las fuerzas disponibles, sin dejar prácticamente
nada en reserva en previsión de un contraataque. Sobre extendió sus líneas y no
aseguró el abastecimiento, de tal forma que la llegada de víveres y municiones
podía ser fácilmente cortada por el enemigo.
Ha cometido por otra parte el grave error-en mi
opinión- de concentrar gran número de tropas en Annual, donde ahora nos
encontramos, considerado como el campamento general, el más importante, sin
contar con los suministros necesarios para su mantenimiento, por lo que la
capacidad para resistir en el lugar era muy limitada.
Considero que estamos realmente aislados y seremos
carne de cañón ante un ataque rifeño. El campamento está en un valle rodeado de
comunicaciones terrestres prácticamente insalvables en caso de peligro.
¿Qué es lo que tenemos estratégicamente detrás de
nosotros si nos atacan los moros? ¿En qué posiciones nos podemos apoyar? ¿Cuál
es la logística prevista? Pensamos muchos soldados que esto podría convertirse en un Desastre.
El resto de posiciones y blocaos se encontraban
desperdigadas, enclavadas en puntos elevados de difícil acceso donde unos pocos
hombres, que están allí como abandonados, se ocupan de ellas, siempre expuestos
a ser diana de la cólera rifeña. La distancia entre estos emplazamientos varía
entre 20 y 40 kilómetros según el terreno. Se comunicaban por medio del
heliógrafo durante las horas de sol y con señales luminosas durante la noche.
Una ocupación con las fuerzas tan repartidas, hacía imposible resistir con eficacia
un ataque general del enemigo.
¿Esto no lo contempla nuestro mandatario máximo y su
equipo de jefes y oficiales? Muchos consideramos que el general Silvestre no
valora el potencial peligro rifeño que nos rodea como tal.
Todas las posiciones y nosotros mismos, nos estamos
convirtiendo en blanco fácil de los francotiradores, ocultos en las laderas
montañosas. Utilizaban, en principio, unos fusiles Remington del calibre 11 que
al dispararlos hacían un sonido onomatopéyico similar a la palabra “pa…co” de ahí que cuando dispara
sobre los españoles, esta acción la denominamos “paquear”.
Ni siquiera
las distintas posiciones y blocaos que se extienden a lo largo del camino hasta
Annual.” podrían prestarse apoyo entre ellas por las distancias que separaban
una de la contigua. No es extraño que cayeran una tras otra en poder de los
rebeldes rifeños posteriormente sin opción alguna de resistir un sitio más allá
de unos pocos días.
(Práxedes
Urquiza. Corresponsal de guerra)
De este modo, un ejército descentralizado y mal
armado como es el rifeño (que no cuenta con apenas artillería y no posee
aviones ni barcos) conseguirá poner en jaque
a un ejército convencional como
es el español.
Es evidente y notorio que sobre el general Silvestre recaía la responsabilidad de haber
extendido demasiado las líneas de avituallamiento, y no consolidar el
territorio arrebatado a los nativos.
Este general es un hombre alto, robusto, con bigote
a lo káiser alemán, muy cuidado y
elevado hacia sus sienes, a veces con modales bruscos militaristas, con mirada
fija y penetrante, pero casi siempre campechano, risueño y generoso difícil de
convencer, valiente y osado, confiaba mucho en sí mismo y en su forma de hacer
las cosas—apuntó el cabo 1º Servando Peláez. Apostilló también un soldado
llamado Beda, de sanidad, que estaba a nuestro lado en esos momentos que este
general tiene muchos seguidores y está
ciertamente idolatrado por muchos soldados.
—Me han comentado que nuestro general y máximo mando
en la zona, fue en 1915 ayudante de campo del rey Alfonso XIII y que ambos
tienen una buena amistad. El monarca al parecer le alienta en sus objetivos.
Silvestre le ha prometido que el día de Santiago (25 de julio) o el día de la
onomástica del rey (1 de agosto) lo celebrará en Alhucemas.
—En Annual salió ese día al centro del campamento de
improviso, ante una gran expectación de los soldados que allí estábamos en ese
momento haciendo aspavientos de la situación que nos rodeaba, dirigiéndose a
sus ayudantes con una voz sonora y resolutiva. Un hombre que parecía portador
de una gran cólera borrascosa en aquel
momento.
—Pistola en mano, con la cabeza levantada, junto a
algunos mandos de su Estado Mayor, exhortó a todos a resistir contra los
rifeños, ¡Por España, por el rey, por nuestro honor! — ¡No podemos dejar que
estos bárbaros nos dobleguen! ¡Tenemos que estar preparados para todo! ¡Confío
en el valor de mis soldados, que son de una pasta especial, por si nos
atacan los rifeños!
—Observé cómo su cara se turbó haciendo una mueca
contenida de rabia y humillación—apuntaba Mariano.
Oyendo lo que le transmitía al coronel Morales quien
mejor conocía el Rif y preveía los peligros que suponía Annual, Silvestre se
atusaba el bigote, ese mostacho soldadesco, lo retorcía, tratándolo con ademán
nervioso. Ambos fallecerían el 22 de julio de 1921 precisamente en este lugar.
También
el Teniente coronel Dávila le reprochaba: ¡Mi general, Annual no nos dejará
dormir. Estamos rodeados de barrancos y prácticamente incomunicados!
El general no quitaba su mano de la espada que le
había regalado el Gobierno tiempos atrás por su intervención en Cuba (en la
otra tenía una pistola).Era un sable
especial- según sabía Práxedes por sus amigos de la prensa- muy
personal, de una marca toledana famosa, “Lupus Aguado”, uno de los mejores
espaderos del mundo de tradición milenaria. La hoja de aquella magnífica espada
no era de acero puro, sino que estaba formada por un núcleo interior de hierro
rodeado por todas partes de acero.
—En sus decires y ademanes manifestaba ser
comúnmente un hombre superior en todo. Era irrefutable en sus manifestaciones,
enérgico y devorado de ambición, cubierto de un desmesurado y sanguíneo poder
temerario.
— ¿Fue realmente el general Silvestre el responsable
de ese fracaso estratégico y esa gran matanza de soldados? Su muerte en Annual
prolongó esta incógnita para siempre. El magnífico y aclaratorio Expediente
Picasso, excelente trabajo realizado por este general de división (tío del
pintor Pablo Picasso) trató de esclarecer esta gran incógnita pero no lo
consiguió. Su trabajo se diluyó entre los poderes públicos.
Su decisión, así como su estrategia de tomar a
marchas forzadas las regiones ubicadas al norte del Rif, sin consolidar el
territorio conquistado, hicieron que se ganase la fama de torpe y excesivamente
osado. Quizás era porque se sentía muy superior a los moros sobre el papel”.
—Aquel día, al máximo Jefe Militar de Melilla, se
le podía imputar por sus ademanes, que
era portador de un gran enfado que se traducía en él como si tuviera brasas en
los ojos.
Posiblemente se había dado cuenta ya tarde que no
tuvo en cuenta una gran realidad: además de furia y valor, los rifeños tenían un líder frío,
tenaz y capacitado, Abd- el-krim al que Silvestre conocía personalmente- quien
logró aglutinar los odios de las cabilas levantiscas y guerreras contra los
españoles.
Los moros frecuentemente hostigaban a las tropas
españolas. Tienen a su favor el hecho de combatir en su propia casa, el
conocimiento del terreno y la motivación. Su enemigo español es sin embargo, un
ejército desmotivado, desorganizado y corrupto, formado por soldados de
reemplazo asustados y deseosos de volver a sus casas.
Los rifeños defendían su identidad y su propio
terreno del que eran grandes conocedores. Amaban por encima de toda su libertad
e independencia. Disponían de armas de fuego y estaban acostumbrados a usarlas
con excelente puntería, pues las luchas en el Rif entre grupos rivales eran muy
frecuentes antes de la llegada de los españoles. Estaban perfectamente
adaptados al clima, incluso su ropa de tonos terrosos actuaba como un magnífico
camuflaje. Eran maestros de la emboscada facilitada por el terreno montañoso.
El suelo temblaba al paso de los caballos de estos
salvajes que bufaban en busca de sus objetivos. Esa marabunta incontrolada te
hacía agudizar los sentidos y extremar la atención.
—Mi primo Evaristo, en una de sus cartas—señalaba
Mariano— recuerdo que nos decía que” en su parecer estos seres parecían no
tener alma—Cuando nos enfrentábamos a ellos, nos invadía una oleada de pánico
incontenible—Creo que de apretar las mandíbulas se me ha deformado la cara”.
Les encantaba verter la sangre generosa de los soldados españoles.
—En mi opinión—indicaba Práxedes— son el ojo cíclope
de la guerra. Con sus andanzas se podría escribir la poesía de la muerte cuya
musa posiblemente es el indomable paraje vacío de vida que nos rodea.
—Mariano reiteraba que no le gustaría que se
repitiera con ellos lo tristemente acontecido en 1909, aunque me temo que nos
convertiremos de nuevo en el acecho de una carnicería barata.
—Lucrecio, muy atento a esa conversación, tragaba
saliva y suspiraba muy inquieto.
Los soldados más cultos sabían que la economía de los rifeños era bastante pobre
y su población elevada. Estos bereberes vivían entre los valles y las montañas,
obedeciendo sólo lo dictaminado en sus leyes tribales. Estaban permanentemente
armados, en guerras y en luchas entre grupos familiares. Los señores locales
acumulaban sobre todo dinero, lo que les permitía reclutar más hombres y
obtener armas.
—Se comunicaban mediante hogueras dispersas por
donde se oían también sus gritos de guerra con los que nos querían intimidar.
Los problemas los resolvían en los zocos, donde se administraba justicia y
declaraban sus conflictos y hostilidades.
La prensa en España se volcó por completo en la
campaña de Marruecos, enviando un elevado número de corresponsales de guerra y
cronistas a Melilla. Entre todos ellos formaron una autodenominada: “harka
periodística”
Pero no todo el mundo leía la prensa. Primero,
porque el índice de analfabetismo en España en 1920 era de un 34,8 por ciento,
es decir, más de un tercio de la población. Asimismo el 50 por ciento vivía en
localidades de menos de 5000 habitantes y, por último, la gran mayoría de las
personas vivían en el medio rural, donde los más preparados leían las noticias
a los que no podían o sabían hacerlo.
—El periodista Práxedes Urquiza, comentaba a
Mariano:
—“Me han censurado la última crónica que he enviado
para mi periódico porque en él reflejo con claridad que estamos defendiendo con
nuestras vidas los intereses capitalistas españoles de las minas de hierro
existentes en estos parajes, donde enriquecidos como los Romanones, los March y
los Güell tienen grandes inversiones
incluso el rey, dicen que está en el “ajo”. Este es el extracto de mi
artículo:
—“La Compañía Española de Minas del Rif es la mayor
empresa del protectorado de Marruecos. Fue fundada en 1907 y desde entonces es
la brújula que marca la política de penetración pacífica practicada por España
en su estrecha y peligrosa zona de influencia, impulsada por Alfonso XIII y los
gobiernos liberales de la Restauración.
—Efectivamente—respondió Mariano. Las campañas
bélicas de 1909 y 1913 y la lucha que tenemos en estos momentos contra el caudillo bereber Abd-el-Krim y sus
seguidores, constituyen sucesivos episodios bélicos que jalonan la historia de
los intereses mineros que nacen en Uixan, monte situado a treinta kilómetros al
sur de Melilla, de donde se extraen
muchos miles de toneladas de mineral de hierro.
—Algunos avispados, extranjeros o nativos, de igual
manera han sabido aprovechar su
inusitado interés por las minas. Con todo, fueron dos marroquíes y cada uno de
ellos en su época y en su región, quienes demostraron un mayor grado de
sagacidad e intuición en cuanto a saberse aprovechar de la euforia minera
reinante: Uno fue Bu Hamara en Guelaia y el otro, Abd-el-krim El Jattabi en el
Rif.
— Continuaba escribiendo Práxedes Urquiza, en su artículo:
“El pueblo
español está muriendo en Melilla por causas que no le importa defender. Existe
la sospecha generalizada en la sociedad española, unida a la impopularidad de
la causa colonial, de que lo único que interesaba a las clases dirigentes, en
este caso, eran los beneficios que se pudieran obtener del subsuelo africano.
Los más destacados accionistas de la empresa pertenecían a la oligarquía
dominante en España, que demostraba en Marruecos su verdadera faz explotadora y
cruel, ajena a los sufrimientos de los españoles humildes que por su culpa
estaban dejando la vida en una tierra hostil. La mala imagen de la compañía se
alimentaba de la relación casi simbiótica entre el poder político y el
económico, pues numerosos políticos, entre ellos varios ministros, se sentaban
en su Consejo de Administración”
Los socialistas, con la presencia en 1910 de su
primer diputado Pablo Iglesias en el Parlamento, fueron los más críticos con la
situación española en Marruecos. También en
las calles y en los periódicos, como el de Práxedes Urquiza, se
denunciaba la supuesta relación culpable entre la actuación del Gobierno
español y las posesiones mineras de unos cuantos capitalistas peninsulares.
Se ponía en tela de juicio y en constante crítica en
las calles, círculos literarios, foros de opinión y lugares de tertulias de
todo tipo, el sufrimiento de las clases populares y de la implicación directa y
un tanto imprudente del rey Alfonso XIII.
—Continuaba
Práxedes escribiendo:
“Yo, como
soldado, ubicado en estos momentos en el campamento de Annual y corresponsal de
guerra de mi periódico Castilla Libre quiero sumarme a la campaña que está
señalando sobre la verdad de nuestra presencia en el Protectorado, donde día
tras día saludamos a la muerte para defender los intereses económicos de
algunas élites en el poder.
Práxedes Urquiza era un periodista valiente, de
pluma fácil e impetuosa, distinguido entre los corresponsales de guerra en
Marruecos, en esos momentos, por decir y escribir a la luz de la verdad y estar
viviendo los acontecimientos in situ. Le llegaron noticias de intimidación y
amenazas a su familia en la Península por ese periodismo valiente que ejercía y
por los artículos periodísticos de opinión que publicaba. Pero el miedo no le
tapaba la boca. En esos momentos sólo le podría hacer daño el tiro desviado de
un “paco” rifeño.
Escribió en su prensa, ¿Quén es ese líder al que siguen con tanto tesón y
obediencia los rifeños, llamado Abd-el.Kim- Ben- Mohamed- El Jatabi? ¿Qué les
ha prometido para levantarles con tanta furia y fe ciega? ¿Qué sabemos de él?
Le conocíamos como un moro modelo hasta que comenzó a rebelarse contra España.
Nació en Axdir, la población más importante de la
cabila de Beni Urriaguel. Es un hombre
de mediana estatura, culto, que estudió derecho musulmán en Fez.
Periodista y profesor de árabe, en concreto de los generales Silvetre y Berenguer y de los coroneles de la
policía indígena José Riquelme y Gabriel Morales., del que fue buen amigo.
Reservado, inteligente y muy sutil, se expresaba muy
bien en español. En tiempos fue colaborador de los españoles y adicto a su
presencia en el Protectorado, de hecho tuvo cargos en la Oficina Indígena. Por
ciertas declaraciones fue encarcelado en el fuerte de Rostrogordo, que pasó de
construcción defensora contra los rifeños a prisión militar. Intentó escaparse
por una ventana, se calló y se hizo daño en una pierna que le produjo una
cojera para toda su vida. Pertenecía a la tribu de los Beni Urriaguel.
Huyó de Melilla y formó una “harka”: grupo irregular
armado de rebeldes marroquíes, reclutados para la guerra contra España. Fue un
nacionalista, un hombre fanático y popular que creó la denominada República del
Rif de la que fue nombrado su primer presidente. Organizó un ejército poderoso
de rifeños a su mando. Fue el azote de los españoles en 1921y el ejecutor
responsable de todos los soldados muertes y heridos que allí sucumbieron”.
FIGURA 4. Abd-el-Krim
Abd-el-Krim vendió a sus seguidores rifeños, pobres
de solemnidad, la idea de que los españoles representaban la tiranía y estaban
explotando y apropiándose de las riquezas del Rif, especialmente las mineras,
utilizando a los rifeños como mano de obra barata. Estas ideas y otras
similares lograron levantar a este pueblo bereber indómito, inculto y violento.
—“Esas riquezas que extraen los españoles de estas
tierras forman parte de nuestro patrimonio que ni vemos ni tenemos. Somos
esclavos de los españoles. —era una de sus tesituras. Otras fueron:
—“La intención de mi padre, mi hermano y la mía es
que nos unamos y nos dirijamos al frente para liberar nuestros dominios”.
—“Para obligar a los españoles a que retrocedan a
sus fronteras de siempre, debemos unirnos; no debemos separarnos y odiarnos.
Queremos ser libres y únicamente lo seremos cuando nos aliemos contra el
enemigo actual de nuestra nación”.
El padre de Abd-el-Krim, su hermano y él, explicaban
en las cabilas lo relacionado con el colonialismo y sus secuelas. Hablaban de
las riquezas del Rif y explicaban que les pertenecían a todos los rifeños, que
se las estaban arrebatando los españoles y de lo mucho que podrían hacer y
obtener si se mantenían unidos. Sin duda eran mensajes que calaban en un pueblo
que estaba rodeado de pobreza y miseria. Este líder indirectamente cambió la
historia de España.
—Me ha comentado el comandante Mingo del regimiento
Ceriñola14—señalaba Miguel Cerceño (asistente suyo) en una misión de obras que
los ingenieros hemos realizado dirigidos por él, que para lograr la verdadera
ubicación y defensa de los intereses mineros, España se ha visto obligada a
pactar con cabecillas rebeldes para poder acceder a las minas que estaban bajo
su dominio, subsidiándoles en todo lo posible.
Mediante el pago de importantes sumas
de dinero, los españoles llevaron a cabo una política conocida como de
“penetración pacífica” basada casi exclusivamente en la corrupción de las
autoridades locales, hasta que se produjo el levantamiento dirigido por Abd-
el- Krim. Dicha política demostró pronto sus limitaciones pues no fue
acompañada de una auténtica implicación en el desarrollo de la zona. La figura
del Rey resultó decisiva para lograr que se avinieran a participar en una
aventura que muchos consideraban desgraciada.
Más adelante, y ya en flagrante conflicto con
España, unos capitalistas inversores anónimos, les regalaron a Abd-el-Kim y a
su hermano, un caballo, blanco de capa torda ,a
cada uno , que montaron siempre en todas sus actuaciones y que parece
que les dieron mucha suerte en las hostilidades contra los españoles en
las que participaron. Él concebía a ese
animal como su talismán.
Esos momentos breves de intercambio de opiniones, de
aquel grupo de soldados, en la tienda de campaña se aminoraron por la presencia
del alférez Vélez de ingenieros, destinado en la compañía de transmisiones del
capitán Arenas, oficial que moriría y se haría célebre en los sucesos
posteriores de Monte Arruit.
— ¡A sus órdenes, mi alférez! —nos pronunciamos los
allí asistentes, en posición de firmes, con el típico aire marcial, ante su
presencia.
— ¡Vengo a
presentarme! Seré vuestro jefe directo hasta nueva orden, aquí en este
campamento. Tengo a mi cargo los soldados de cinco tiendas pertenecientes
a nuestras compañías.
Era un hombre de unos treinta y algunos años, con
cierto aire de firmeza pero cercano.
— Lleva
usted mucho tiempo en el ejército, mi alférez? —Le preguntó Mariano.
— ¡Quince años!—le respondió con voz algo cascada y
sibilante. Mi bautismo de fuego fue en El Barranco del Lobo, en 1909, nada más
llegar de la Península. Me trajeron a Melilla con el 2º Regimiento Mixto de Ingenieros de Madrid,
donde estaba haciendo el servicio militar como voluntario. Soy de
Quintanarraya, un pueblo de Burgos. Allí no había nada para vivir en el
presente ni en el futuro y me hice soldado. Creo que ascenderé pronto a
Teniente, si las circunstancias y mi baraca (“suerte, en rifeño”) no me lo
impiden.
—En España
sería todavía sargento pero aquí se asciende más rápido sobre todo por méritos
de guerra. Es lo que buscamos todos los profesionales. En el Protectorado han
ascendido muchos generales, jefes y oficiales, conocidos como ¡africanistas” de
forma más rápida.
— Sufrimos
unas derrotas infernales ejecutadas por los rifeños— indicó el alférez. En esta
acción del Barranco del Lobo hubo un balance alto de bajas ascendiendo éstas a
unos 150 muertos españoles y más de 500 heridos.
—Práxedes “Las guerras, mi alférez— comentó
siguiendo al escritor Paul Válery—son masacres entre gentes que no se conocen,
para provecho de otras gentes que quizás sí se conocen pero no se masacran.”
—Por cierto—continuó señalando— ya en 1896 Ángel
Gavinet, dejó escrito en su Idearium español (1898): Puede darse absurdo mayor
que una empresa colonial de España en África.
A estos ascensos militares, rápidos, por méritos de
guerra , a los que hacía referencia el alférez Vélez se oponían en la Península
los denominados “junteros”, miembros de
las Juntas de Defensa, emergidas a la vida política española en la
Crisis de 1917.
El ejército constituía uno de los grandes pilares
del régimen liberal. Terminó convirtiéndose en una especie de “guardia
pretoriana” del régimen y el puntal más firme de sus instituciones e intereses.
Las Juntas fueron definitivamente disueltas por Sánchez Guerra, el 14 de
noviembre de 1922, tras el desprestigio que las proporcionarían los sucesos de
Annual. Terminaron apuntalando el sistema contra el que habían nacido.
—En Annual llegamos a reunirnos seis compañías de
zapadores de la comandancia de Melilla— señalaba Mariano— que reforzábamos
nuestros operativos con soldados de infantería y cuadrillas de trabajadores
indígenas recién sometidos.
—Nuestra presencia estaba en todas partes,
perfeccionando los caminos y arreglando los problemas constructivos y de
comunicaciones de las posiciones y aguadas. El gran trabajo desarrollado por
los ingenieros zapadores se vio cuando se inauguró el tramo de la “carretera” entre Batel y Dar Drius, que
pasaba también por Nador, Zeluán y Monte
Arruit, con un recorrido de sesenta y siete kilómetros.
CAPÍTULO VI
El comienzo del
Desastre de 1921 (1). Abarrán.
—Nos reunió nuestro capitán Jesús Aguirre y Ortiz de
Zárate, comunicándonos que mañana
treinta de mayo, salíamos a ocupar Abarrán y que nuestra misión era muy
importante para fijar la estructura de esa posición.
Se trataba de una colina situada en la margen
izquierda de río Amekrán, en la confluencia del riachuelo de Brajis con éste
último., situada en tierras de la cabila de Temsamán. Su distancia del
campamento de Annual era de unos 9 kms en línea recta, sin embargo la distancia
real por las dificultades del camino era de unos 15 kilómetros.
Abarrán fue el último obstáculo del ejército español
para lanzarse, por el territorio de los Beni Urriguel, sobre la zona de
Alhucemas. Aquí se produjo la primera deserción de las tropas indígenas.
El coronel Gabriel Morales, jefe de la Oficina
Central de Asuntos Indígenas y de las tropas de Policía del Territorio a de
Melilla, era el mejor informado de la
idiosincrasia del Rif y el mayor conocedor de ese terreno, intentó disuadir al
general Fernández Silvestre de la toma de Abarrán a quien le encantaba su
ocupación. Pensaba que era el momento de la diplomacia y no de enfrentamientos
bélicos. También el teniente coronel Ricardo
Fernández Tamarit le censuraba abiertamente al general su decisión de forma
totalmente abierta; igualmente el teniente coronel Dávila, Jefe de la Sección
de Campaña de la Comandancia General de Melilla se oponía a muchas decisiones
de Fernández Silvestre como la de establecerse
en Annual o la conquista de Abarrán que pensaba que era una imprudencia.
—Cuando en las crestas de los cerros veíamos la
silueta de un rifeño armado, era un presagio de que alguna harka se estaba
poniendo en movimiento para atacarnos.
—Era bien
sabido por todos nosotros que, al
realizar algún trabajo de reparación o reposición en los blocaos y
posiciones, contábamos con un enemigo poderoso no humano al que temíamos mucho:
el escorpión negro de unos nueve-diez cms de largo. Se ponía muy inquieto y
nervioso cuando ocupábamos su territorio.
Estaban normalmente escondidos en grietas o debajo
de piedras que nosotros levantábamos por las obras y entonces nos atacaba. Dado que llevábamos un calzado penoso y
vulnerable, éramos objetivo fácil de su fiereza. Si nos alcanzaba uno de estos
escorpiones, podríamos morir por insuficiencia respiratoria. Los escorpiones de
cola negra poseen un veneno neurotóxico, que actúa rápidamente y puede ser
absorbido ligeramente debido al pequeño peso molecular de las proteínas que lo
componen.
—La llegada
de la noche me aterraba—hablaba Mariano consigo mismo—veía un cielo claro y una
luna llena, como una bombilla incandescente que vigilaba nuestros movimientos y
nos daba la luz necesaria para contemplar aquellas tierras tan desapacibles.
Debíamos estar en una alerta permanente. Los rifeños defendían su tierra, con
una especie de medievalismo medio salvaje y eran implacables con nosotros.
Las sombras de cientos de soldados, junto a decenas
de animales para subsistencia y otros de ayuda, que caminaban a nuestro lado,
parecían que cobraban vida y no nos dejaban en ningún momento, daban una imagen
original hacia aquel cerro estratégico de Abarrán que sería en pocas horas la
tumba permanente de muchas vidas que iban al encuentro de su cima.
Miraras por donde miraras, sólo
alcanzábamos a ver en el horizonte tierras yermas, resecas y desnudas de
vegetación excepto en la falda de algunas montañas donde brotaban aislados
algunos árboles y matorrales Eran el ejemplo más relevante de ese Rif mísero y
empobrecido sin fuste de vida.
El camino era tortuoso, entre cortados y barrancos,
por lo que teníamos que ir en fila de uno por su estrechez. No había piedras ni
paramentos naturales. Abarrán era un áspero pinacho, sin aguada por lo que
había que ir a por ella al río Amekrán, lo que conllevaba una hora de ida y
otra de vuelta. Era todo un gran problema estratégico a 525 metros de altura
A Mariano aquellas tierras le parecían estar habitadas por sombras frágiles,
blancas, dormidas, de innumerables muertos cuyos espectros parecían aflorar al
amanecer entre las luminarias de aquellas aguerridas montañas. En ellas se
imponía un cielo azulado que parecía bendecir la salida del sol que nos quemaba
durante el resto del día y que tantas influencias proyectaba sobre nosotros.
En las posiciones y blocaos bebíamos
el agua que podíamos, en ocasiones de una especie de búcaros de hojalata
nocivos y desapacibles que portaban algunos mulos. Este manjar nos daba la vida
cuando lo teníamos a nuestro alcance o, por el contrario, restaba nuestra
fortaleza.
Eché a volar mi fantasía, pensando en
las experiencias posibles que me aportaba mi imaginación y me sentí frágil e
inestable, acordonado por lo que se veía venir el enfrentamiento con los
rifeños.
Los zapadores siempre estábamos trabajando en todas partes: reparando posiciones, caminos,
telégrafos, telefonía y extendiendo hilo para que las comunicaciones fueran
eficientes y eficaces. En Abarrán tendríamos muchas dificultades para hacer la
perimetración de la defensa y los parapetos, dada la ausencia de piedras en
aquel entorno, donde abundaban sobre todo la tierra movida arcillosa y arena.
Salimos de Annual camino de Abarrán 1465 hombres y 485 cabezas de
ganado en fila india, lentamente, pero
con ojo avizor, por esas sinuosidades que simulaba una alargada serpiente a las
órdenes del comandante de la Policía Indígena del sector del Kert, Jesús
Villar.
Íbamos ascendiendo por el monte poco a poco, sin
ninguna cobertura, expuestos entre lomas verticales, surtidas de matorrales
bajos, rastrojos y polvos amontonados,
aunque en la falda de la colina existían algunas jaras y otras malezas que
podrían ayudar a los rifeños a realizar cualquier ataque por sorpresa en busca
de nuestro destino, una posición a la que Abd-el-Krim había advertido que no
podíamos llegar, pero se omitió este aviso del jefe rifeño, por el mando. Se
consumaría la tragedia que algunos intuíamos.
—Las dos compañías de zapadores (2ª y 5ª), dirigidas
por nuestros respectivos capitanes íbamos juntas, una detrás de otra,
aproximadamente en el centro de la columna. Marchábamos muy en alerta por
aquellos indomables parajes vacíos de vida que “podrían ayudar a ilustrar la poesía de la muerte.”
Esa conquista se concebía más como un paseo militar
que una acción de guerra, rechazando los límites de la prudencia y la sensatez
perfectamente delimitados por el líder rifeño. Pero el afán del general
Silvestre por llegar a Alhucemas era irrefrenable.
En esa columna, íbamos dirigidos por el comandante Villar, además de
los ingenieros, tres mías de la policía
indígena, una compañía de intendencia, varias de regulares, incluida una de
caballería de este cuerpo y dos compañías de ametralladoras del regimiento de
Ceriñola, entre otros.
Nuestro jefe era una persona en la que confiaba
mucho el general. Le concebía como un militar con muchos testículos. Se
distinguía físicamente por su rostro
aguileño, la nariz algo corva, la boca pequeña y la frente protuberante.
Su mirada era perspicaz y minuciosa. En sus órdenes y decisiones era rápido,
súbito y violento.
Era una posición difícil de defender, como así se
demostró a las pocas horas de ocuparla. Sobre la una de la madrugada del uno de
junio, las tropas nos pusimos en marcha hacia esa cumbre de unos 500 metros de
cota. Dos horas tardamos en llegar a la cima de esa montaña desde la
cabeza a la cola con una gran distancia
entre una y otra. Se trataba de un pico pequeño pero muy abrupto desde donde se
dominaba una vista muy bonita: el valle del río Amekrán
— Formábamos
una sola columna guiada por la
confianza que en ella puso el mencionado comandante Villar, un hombre suelto en
el lenguaje militar, con mirada enérgica y desafiante en el que confiaba
bastante el general Silvestre.
— Si hay
tiroteos cuando subamos la colina, estaremos todos en una piña sin perder la
formación mientras yo no lo ordene —nos dijo nuestro capitán.
Cuando llevábamos recorrido la mitad del camino
aproximadamente, los rifeños comenzaron a “paquearnos”. Se trataba de
francotiradores, camuflados entre malezas de las lomas que querían impactarnos
y meternos el miedo en el cuerpo, y si además nos mataban a alguno de nosotros,
pues mucho mejor. Intuíamos que se nos presentaba una jornada aciaga y negra
como el hollín.
La aridez inquietante de nuestros pensamientos,
acorde con el suelo que pisábamos, no nos permitía razonar aquella situación en
la que nos encontrábamos. Caminábamos llenos de miedo y, en ocasiones,
echábamos algunas carcajadas y decires llenos de cinismo y queríamos creer que
todo era menos peligroso que la realidad que nos acechaba. Simulábamos una gran
preocupación que dormitaba en nosotros por los acontecimientos que estábamos
viviendo.
—La tensión nos visitaba con su aguijón mordiente a
cada uno de nosotros. Sabíamos que ese momento era el más peligroso que
habíamos vivido en aquellas tierras. Estábamos muy nerviosos. Podíamos ser
heridos o morir en cualquier momento. Noté que un sudor frío me recorría la
nuca y la sangre me brotaba en las
sienes.
A un soldado de mi compañía le alcanzó uno de esos
tiros del infernal “paqueo”, atravesándole el cráneo de lado a lado. Su nombre
era Arsenio Galindo, de Loja (Granada). Era padre de una niña de dos meses que
no conocía Murió en el acto. Había hecho una buena amistad con Lucrecio con el
que le unía mucho la afición a la caza.
—Abrí los ojos con exageración y los párpados
superiores se me quedaron extrañamente fruncidos. Tuve una sensación turbulenta
y agobiante ante la muerte de ese compañero.
— ¡Cuerpo a
tierra! Gritó uno de nuestros tenientes! La sangre de aquel muchacho comenzó a
teñir el paisaje desolado y traidor.
De manera visceral y repleta de vehemencia y
fogosidad, muy dolido por la muerte de su amigo, Lucrecio cargó su máuser y,
sin mediar palabra salió de pronto de la formación y se fue reptando y saltando
obstáculos de la naturaleza, buscando a aquel grupo de rifeños que nos estaban
abatiendo.
A pesar de que el capitán y los tenientes le
recriminaban su acción y le ordenaban que regresara a la formación, él siguió
furioso la proyección de su ímpetu, le perdimos de vista y al rato oímos varios
impactos de fusil detrás de una loma. Todos pensamos que le habían matado.
Un silencio fortalecido apareció en el grupo de
hombres que esperábamos que le hubiera ocurrido lo peor a Lucrecio. Lidiando
las contingencias oportunas, fortalecimos nuestra confianza. De pronto
divisamos su figura levantado su fusil a modo de saludo victorioso. Todos
aplaudimos aquel acto valeroso.
Cuando llegó corriendo a la formación, como un
verdadero trota bosques se puso firme frente al capitán y le dijo:
— ¡Sin
novedad, mi capitán! Era un grupo de cuatro malditos rifeños. He liquidado a
dos- que ya no matarán a ningún español-
y los otros han huido despavoridos. Hoy les he visto de cerca y su
aspecto es detestable: me han parecido fríos y desalmados —Los tuve muy cerca y en sus miradas descubrí
odio y ojos enfebrecidos.
El capitán le recriminó con dureza por no cumplir
sus órdenes:
— ¡No vuelva usted a realizar más estas imprudencias
porque le pego dos tiros! Parecía que se
abrían las ventanas del mando
militar más ortodoxo.
— ¡Si, mi
capitán! Pero no me arrepiento. Nos podrían haber matado a varios más. Lo he hecho por nosotros y
por España. ¡Viva España, gritó! Un
pequeño grupo respondimos ¡Viva!
— ¡Vuelva inmediatamente a la formación y ya está
advertido!— le arengó el capitán ¡A sus órdenes! Por dentro pensó: “muerto el
perro se acabó la rabia”.
Lucrecio era un hombre sencillo, con pinta de gañán
de aldea, analfabeto, algo brusco en sus expresiones pero capaz de defender la
vida de los demás compañeros y la existencia de las cosas.
—En plan jocoso, le dije a Lucrecio: “quien no oye
consejo, no llega a viejo”, frase que le hizo mucha gracia.
—Sí, al buen callar, llaman Sancho!—apuntó Práxedes.
Pensé en mi
interior que las palabras, como las
balas, una vez disparadas, no tienen retroceso. Y como éstas, pueden matar,
herir o infligir sufrimiento, también pueden tranquilizar, provocar, inspirar y
movilizar e incluso dejarte complacido.
Yo sabía por nuestras confidencias de amistad
que el albaceteño era un gran tirador.
Su puntería la tenía consolidada desde muy joven cuando comenzó a sentir la
fiebre del arte de la caza en su pueblo y por la sierra de Alcaraz. Tenía fama
entre sus paisanos de ser un gran cazador con una puntería exquisita. Solía
realizar muchas acciones furtivas por lo que era muy perseguido por la guardia
civil. Llevaba siempre una vida fuera de la farándula pueblerina.
Su padre, llamado de pila Firmo, fue su gran maestro y compañero de
aventuras cinegéticas. Denotaba ser una persona solitaria, muy callado,
excesivamente serio y gran observador.
—Lucrecio me
comentaba que nunca había visto reír a su padre—señalaba Mariano—aunque también
me apuntaba que su bondad era infinita y de eso tenía fama en su pueblo. Muchas veces repartía la caza
furtiva con los más pobres que también, en ocasiones, se la ocultaban en sus
casas.
Camino de Abarrán, subimos de noche por tierras
encajadas entre lomas, yermas, baldías, despobladas e inhóspitas, muy
estériles, donde nos hundíamos en la arena con nuestras sandalias de esparto,
se despertaba la sed y nos impregnábamos de polvo. No había ninguna aguada
cerca. Sólo estaba la propia del río Amekrán a unos dos kilómetros. Llegamos a
la posición sobre las cinco y media de la madrugada.
Los oficiales, con sus órdenes, reducían nuestros
pensamientos— si es que existían— e impedían las vagas reflexiones que
pudiéramos realizar sobre los acontecimientos que vivíamos cada instante. Los
gritos de cabos y sargentos se agolpaban más directamente sobre nosotros para
permanecer unidos y seguir las órdenes correspondientes.
Comenzábamos a ver una impresionante presencia de
enemigos en las cercanías que observaban sigilosos nuestros pasos. Cada vez
eran más y más.
El miedo acelerado se difundía por todo el cuerpo y
nos hacía estar en vigilia permanente, cortándonos a veces la respiración,
estando muy atentos hacia cualquier cosa
que se moviera, lo que nos hacía no poder relajarnos. Tan solo el viento
vulneraba ese silencio aterrador que se difundía en la noche tan oscura como
una gruta profunda. Llegó el alba en su
momento y comenzaron las temperaturas infernales de cada día.
—Lucrecio, siempre muy atento a la situación,
parecía estar en posesión de la astucia de una serpiente. Su fino oído de
cazador le impulsaba a ello.
En aquel campo erial se mascaba la incertidumbre
entre nosotros. Estábamos expuestos a cualquier sorpresa de muerte. Los mulos cargaban con las
ametralladoras, las piezas de artillería y las necesidades de intendencia. La
colina estaba a quinientos veinte cinco metros de altitud.
— El día
anterior, antes de partir de Annual, nuestro capitán Ortiz de Zárate, nos
ordenó de forma taxativa que permaneciéramos atentos, siguiéramos ortodoxamente
todas sus instrucciones y las de los dos tenientes que le acompañaban, recién
salidos de la Academia militar de ingenieros de Guadalajara. Llevaban en la
comandancia de Melilla menos tiempo que nosotros. Estaban ardientes de
información y sentían un miedo camuflado que les ponía la “carne de gallina”;
el rostro desencajado les delataba.
Las mismas instrucciones dio a sus zapadores el
capitán de la 5ª, José Maroto García quien dirigiría posteriormente, con las
dos compañías, la fortificación de Abarrán.
En esa línea de internamiento expansivo, diseñada en
la hoja de ruta del general Silvestre, Abarrán,
era un punto de inflexión entre los españoles y los rifeños. Una especie
de Rubicón para las tropas españolas.
Pero la imprudencia, la temeridad y su propia
valentía, blasonaban al general. Había
prometido llegar hasta Alhucemas e iba poniendo sus pivotes de apoyo. Era
impaciente y ansiado. Siempre informaba al general Berenguer, su jefe y Alto
Comisario de España en Marruecos pero pocas veces escuchaba sus respuestas. “Él
era él y sus objetivos”.
En Abarrán, dada la ausencia de piedras en aquel
entorno, donde abundaban sobre todo la tierra movida y la arena, como se ha
indicado, la construcción de las defensas no fue nada fácil. Nada más
posicionarnos, los ingenieros de la 2ª y
5ª compañías comenzamos a realizar a toda velocidad los trabajos de
fortificación.
Junto a las pocas piedras existentes en aquel
terreno, los sacos terreros estaban prácticamente podridos y la tierra se salía de ellos, con lo que todo eran
problemas para construir un parapeto, una tarea necesaria y dificultosa. El
terreno era blando y con mucha pendiente, y no aguantaba las estacas que
clavábamos para sujetar las alambradas. El parapeto apenas nos llegaba al pecho
cuando nos tendría que haber pasado la cabeza para evitar el impacto de las
balas rifeñas, lo que suponía un gran problema para la defensa de la posición.
Además en el pie del monte existía un lugar
religioso icono de fe para los rifeños. Era el llamado “Bosquecillo del jefe”,
donde estaba enterrado un santo nativo al que rendían culto, lo cual era un
motivo de atacar por parte rifeña esa ocupación.
Nos chamuscábamos al sol, trabajando prácticamente
desde el amanecer. En las colinas circundantes comenzaron a aparecer rifeños
mirando atentos y expectantes, como espías sigilosos, los trabajos que
realizábamos.
El sudor hacía su presencia brillando
incansablemente en nuestros rostros mientras el cansancio nos sedaba y
permanecíamos en un silencio sobrio en aquella tierra parda, mientras la sed,
¡siempre la sed! nos perseguía constantemente, unida al cansancio, el sueño y
la mala alimentación que recibíamos. Todo ello conseguía diezmarnos la mente y
el cuerpo.
La harka enemiga se multiplicaban por todas partes y
tenían una situación expectante, lo que preludiaba un enfrentamiento duro y
sangriento. Ya estábamos al alcance de sus fusiles. Pensábamos que se reunieron
en aquel lugar más de tres mil rifeños con una actitud claramente hostil.
Abarrán fue la mecha que puso en marcha la cadena
explosiva, el primer acontecimiento importante de todo un encadenamiento que
vendría posteriormente: el inicio del Desastre. Junto a la matanza de
Igueriben y los sucesos de Annual,
fueron las tres grandes fogatas de aquella cadena de trágicos acontecimientos.
En todas ellas participamos los soldados de las quintas de 1918, 1919 y 1920.
Muchos dejaron allí sus vidas. Esta
guerra, como en otras, no podemos olvidar tildarlas como “el arte de destruir hombres”.
Y así ocurrió.
Al
parecer—quizás fue la justificación estratégica la toma de esta posición— los jefes de los poblados cercanos le
solicitaron dicha ocupación a modo de protección contra los rifeños rebeldes
porque ellos sufrirían sus represalias por ser aliados de España. Las
circunstancias no eran muy propicias para la anexión del lugar por las
consecuencias que, en su caso, podría ocasionar la presencia de un amplio
contingente de tropas rifeñas en los alrededores. Pero la operación se llevó
adelante. El general Silvestre se empecinó y puso todo su énfasis en ello.
Muchos compañeros iban con los pies desnudos, con
las alpargatas rotas, sufriendo además
las secuelas de ese fuerte viento que quemaba en aquella cima. Algunos teníamos los ojos irritados por el
sol y la sequedad. Estábamos sumergidos en una vida exenta de alegría y
atosigada de inquietud y peligros.
Abarrán era un objetivo prioritario para la
ocupación del Rif según el interés de los altos mandos militares.
Nos sentíamos vigilados en la lejanía. Los rifeños
nos inquietaban y, de vez en cuando, nos “paqueaban”. El miedo permanente y el
desasosiego eran nuestros mejores aliados.
Era el uno de junio, conquistamos Abarrán, aunque
nuestro logro duró poco tiempo. Era una posición difícil de mantener, defender
y de avituallar pero construimos el parapeto e instalamos las alambradas
correspondientes. El comandante Villar resplandecía de satisfacción.
Nos
percatamos que estábamos rodeados por un número exagerado de rifeños que nos
vigilaban constantemente con rabia y ensañamiento, como si esperaran caer sobre
nosotros en cualquier momento, pues nos consideraban sus presas y querían
nuestra sangre. La inquietud de un ataque inesperado, en cualquier instante,
pesaba cada vez más sobre nuestro
desasosiego permanente. La diferencia de fuerzas estribaba entre unos
tres mil rifeños frente a 250 hombres que allí quedaron. Todo estuvo más o
menos tenso hasta que comenzó la moribunda a subir como hormigas dando gritos
enormes.
—Allí me encontré con Rufino Cabero al que no volvía a ver desde Melilla.
Pertenecía al regimiento Ceriñola 42, y
estaba destinado en una compañía de ametralladoras. Ellos habían llevado en sus
mulos la munición, agua, víveres y el material de fortificación que nosotros
empleamos para levantar las defensas del muro.
Nos dio mucha alegría aquel encuentro y en un
descanso de las ocupaciones, lo celebramos. Me ofreció una bota de vino que
había traído hacía unos días desde Melilla a Annual.
—Me da miedo esta posición—me dijo. Barrunto que los
rifeños en masa nos van a atacar en cualquier momento
—Oí decir a mi capitán que era una locura ocupar
Abarrán porque el líder rifeño no lo iba a consentir, pero las órdenes de los
superiores hay que obedecerlas. Era el principio del fin o el comienzo del
Desastre.
— ¡Sí pero al general Silvestre se le ha metido
entre ceja y ceja que debe ser así. Considera que es un sitio estratégicamente
muy importante para marcar el camino en su hoja de ruta hasta Alhucemas que es
donde quiere llegar—indicaba Mariano.
En esos momentos se acercó Práxedes hasta nosotros,
le presenté a Rufino y señaló:
— ¡La prensa
en España comenta que se lo ha prometido al rey Alfonso XIII y que éste le ha
animado e incluso valorado su objetivo.
El caid El Hach Haddur Boaxa, que acompañaba a la
columna española, aconsejó al comandante Villar no instalarse en la posición y
regresar a Annual. Aquel lugar prohibido era muy peligroso.
Una vez ocupada aquella altura, el general Silvestre
quiso ir a ella para elogiar su ocupación. Habló con el comandante Villar quien
le dijo que la presión enemiga aumentaba, era cada vez más grande. No era
conveniente su presencia allí porque era peligroso.
El nerviosismo estaba ya cundiendo entre las tropas
españolas que olían al enemigo y sus intenciones. El coronel Morales— opuesto
al logro de aquellos acontecimientos- seguramente le desaconsejó que no fuera a
Abarrán por el peligro que podría correr. Era un rito que el general
acostumbraba a realizar y que le colmaba de satisfacción saludar a sus hombres
y felicitarlos por sus éxitos. Los rifeños le estaban esperando, pues su muerte
hubiera supuesto muchos puntos en el haber de los hombres de Abd-el-Krim.
Sobre las once de la mañana, el comandante Villar,
hombre de la absoluta confianza de Silvestre y admirado por éste como un hombre
valiente, opinó que se habían establecido ya el final de los trabajos de
fortificación y teníamos que regresar a Annual.
Aquel cerro escabroso estaba aislado y rodeado de
malos caminos, lo que significaba que, en caso de problemas, el auxilio no
podría ser el adecuado y necesario. Doscientos policías indígenas y cincuenta
soldados españoles quedaron allí al mando del capitán de regulares Juan
Salafranca Barrios: un conjunto de fuerzas totalmente insuficientes para hacer
frente al enemigo en caso de ser atacados por los rifeños.
Poco después de retirarse la columna del Comandante
Villar, elementos nativos de Tensamán y de Beni Urriagel, atacan la posición y,
tras una heroica defensa de unas cuatro horas, rechazando al enemigo, sucumben
nuestros soldados, muriendo la mayor parte de los defensores españoles.
Mientras regresábamos a Annual, sobre
las trece horas, Abarrán fue acometida por los rebeldes rifeños y aniquilada la
guarnición. El comandante Villar, decidió no dar marcha atrás volviendo en su
ayuda, y
optó por dejarlos solos y hundidos en su propia suerte. Lucharon cuerpo
a cuerpo en el que la gumia era su arma letal. Allí el tiempo era ya existente
sólo para la muerte o para la vida.
Según llegábamos al campamento oíamos cañonazos
procedentes de la posición hasta que se extinguió ese sonido.
— La suerte estaba echada. Los rifeños recuperaban
Abarrán a las pocas horas de ser ocupada: muertos, mutilados, insepultos, ese
era el panorama de las tropas españolas en su mayoría. El fanatismo vandálico y
reconquistador rifeño había hecho su primera presencia con fuerza, creándose un
escenario dantesco.
—Práxedes, escribió sus impresiones sobre aquel
acoso de los rifeños en su siguiente
crónica, en este resumen:
“Estas harkas temerarias, alocadas, blasonadas por
las penurias más angostas y las miserias más exacerbadas, enajenadas por un
fanatismo al que se unen los conceptos de guerra santa e independentismo:
porque aquél surge cuando alguien se encierra en su cultura en su medio
geográfico. Abd-el-Krim les ha prometido “el oro y el moro” valga la
redundancia.
—No tienen nada que perder. Desde que tienen uso de
razón conciben las armas como compañeras de viaje inseparables en sus vidas.
Las pugnas tribales eran muy frecuentes, llenas de rivalidad sin descanso, sin
cuartel. Están acostumbrados a matarse unos a otros por lo más mínimo. Esta es
mayormente su forma de vivir, que constituye el “caldo de cultivo” que el líder
rifeño requiere, en el contexto expansivo de un egocentrismo patriótico
nacionalista y orgulloso. Esos hombres, con esas mentalidades y esas formas de
vivir cayeron aguerridamente en Monte Abarrán sobre los soldados españoles
provocando muchas muertes”.
Los rifeños eran miles, una turba exagerada de
enemigos Comenzó el ataque harqueño y unos tres mil de ellos cayeron sobre
Abarrán. Los nativos que estaban en el ejército español, por miedo a morir
abatidos, se unieron a los rebeldes y comenzaron a disparar contra los
españoles.
La primera línea defensiva, que estaba organizada
por los soldados de la cabila de Temsamán, no tardó en verse superados por el
enemigo. No sabían como reaccionar, qué hacer. Los rebeldes se les echaban
encima. Deciden darse la vuelta y comenzar a disparar también contra los que
hasta ahora eran sus compañeros: los españoles. La traición dio la cara.
Pretendían salvar su pellejo ante ese empuje irresistible de los atacantes
rifeños.
La Policía Indígena— y algunos Regulares—matan a su
oficial, el capitán Huelva. Se quitan los uniformes, los tiran al suelo y
comienzan a atacar a los españoles y también a los indígenas fieles.
El enemigo Inundaban aquellos cerros y los
convertían en paisajes de fuego y sangre. La ira y el odio se impregnaron en
aquellos seres de carne y huesos, seres humanos
que caían abatidos por la acción de las balas y los cañonazos que les
dejaban inertes y destrozados. El sol
brillando con su máxima fuerza agotadora y el cielo azul desnudo, eran testigos
de aquellos sucesos abominables.
El capitán Salafranca murió en el combate Los
soldados españoles salieron huyendo de la posición antes de morir bajo las
garras rifeñas. Al teniente Flomesta, que había recibido un impacto en la
cabeza y otro en el brazo, le hicieron prisionero para que les enseñara a
manejar las piezas de artillería. Se
negó a ello y murió de hambre en cautiverio el 30 de junio.
Los sucesos de Monte Abarran fueron el primer revés
relevante español ante los rifeños. Dispararon los evidentes mecanismos de
alarma del Desastre que llegó un mes y medio después, pero que nadie quiso,
pudo o supo entender.
Esta posición sirvió de banderín de enganche para
los rifeños uniendo a muchos combatientes para la harka. Para Abd-el-Krim, la
victoria fue una profecía cumplida.
¿Cómo es posible que los mandos militares
planificaran así las actividades y las conquistas que ponían en peligro nuestra
existencia, dejándonos abandonados a merced de los rifeños. ¿Por qué el sueño
del general Silvestre era tan inoperativo y oscuro?—comentaba Mariano a
Práxedes.
—Creo que estamos en manos de jefes militares
ineptos que no les sobran las neuronas y sí el ímpetu irracional. La prensa
nacional en España se hace eco de esta situación en los términos que la estaba
analizando—señaló Práxedes.
— El alférez
Vélez comentó a los soldados de ingenieros a su cargo que las tropas indígenas
encuadradas en la policía y regulares
eran a partir de ahora de dudosa lealtad. Había que tener mucho cuidado con
ellos. Muchos eran proclives a la traición y podrían pasarse al bando rifeño, a
pesar de llevar algunos de ellos varios años en el ejército español que les
estaba dando de comer a ellos y a sus familias.
—¡Por el conocimiento que tengo del armamento que
disponemos, por los oficiales de artillería- no nos llegan provisiones
suficientes para combatir ni armas más útiles y modernas- disponemos de una
artillería anticuada y escasa, ametralladoras de poca eficiencia de la marca
Cok que se sobrecalientan al usarlas y fusiles Máuser obsoletos!
Se observaba por los movimientos, gritos y jaleos
posteriores que miles de rifeños terminaban de recuperar la posición de
Abarrán. Era abrumadora su superioridad numérica cuyas huellas podíamos
contemplar a lo lejos con unos simples prismáticos. Nosotros estábamos ya en
Annual—apuntaba Mariano—sumidos entre la
turbación y la zozobra. “Allí las sensaciones podían más que las palabras”.
La pérdida de esta posición en sólo unas horas fue
el primer acontecimiento catastrófico para las tropas españolas y la primera
gran victoria que motivó la rebelión de
los rifeños quienes arrebataron un cañón a los españoles que paseaban por los
zocos en señal de victoria, lo que alentaba el triunfalismo y el enganche de
muchos combatientes.
Los cadáveres de los soldados españoles muertos en
Abarrán quedaron allí sin enterrar, secándose al sol y siendo presa de los
buitres y los gusanos. Los rifeños no los daban sepultura, los dejaban tirados
a la intemperie donde yacían, olvidándose de la vida para siempre.
—En Abarrán murieron 24 de los nuestros, hubo 59
heridos y un solo prisioneros. Los rifeños capturaron cuatro cañones allí
emplazados que utilizarían posteriormente contra nosotros.
A todos ellos les vino la muerte a llamar a sus
vidas. Un fallecimiento inevitable, quizás hasta algo dulce, porque algunos ni
se enteraron que morían por un disparo inesperado de cualquier “paco”.
— ¡Tomé conciencia e intuí que nos esperaban grandes
sucesos que iban a terminar con muchos de nosotros ¡Sentí por unos instantes
ese sentimiento de impotencia ante la realidad, resquebrajando mis esperanzas y
estando expectante ante las vicisitudes
tan nefastas que nos esperaba, o algo más horrible, la destrucción anunciada.
Al día siguiente, en uno de los pocos momentos de
asueto con los que contaban, Mariano escribió una carta su familia que estaba
deseando de saber algo de su vida:
Annual, 3 de junio de 1921
Mí querida familia:
Espero que estéis todos bien, yo así lo estoy por
ahora. Quiero que confiéis en mí porque, a pesar de estar aquí luchando contra
los rifeños, espero licenciarme con vida y encontrarme de nuevo con todos
vosotros en Aranjuez.
Cuando me siento a pensar en todo lo que he dejado
atrás, es cuando empiezo a valorar el sentido de mi vida y de mi libertad. Aquí
nadie puede decidir nada, todo te lo dan hecho y te obligan a cumplirlo.
Pasan los días demasiado deprisa, en este paréntesis
de mi vida al que no me siento unido para nada.
He hecho buenos amigos que piensan como yo y sufren
las mismas experiencias día a día. En ocasiones creo que he cambiado bastante y
que soy otra persona, más curtida en el sufrimiento y las penalidades que aquí
todos tenemos ajenas a nuestra voluntad. Hay momentos muy duros pero sonreímos
y nos ayudamos unos a otros en todo lo que podemos.
Ya llevo unos meses fuera de vosotros y me parecen
años. Os echo mucho de menos
Gracias por estar siempre conmigo y por todos los
esfuerzos que hacéis para enviarme algún paquete de comida. Con vuestro cariño
hacéis posible que mi vida aquí, día a
día, sea más llevadera y que sienta que
no estoy solo en la vida.
Os quiero mucho a todos y os recuerdo con gran
cariño, especialmente a ti madre. No sufras por mí.
Muchos besos
Práxedes le leyó unos instantes después, parte de
otro artículo que había preparado para su periódico donde retrataba así a los
rifeños:
“Los moros parecen un pueblo de maldición y
barbarie. La furia del desierto corre por sus venas.
El miedo y la zozobra no les rebotan en las paredes de su cerebro. Los
soldados más veteranos me cuentan que en combate parecen seres defectuosos,
imperfectos con instintos atávicos, y realizan verdaderos actos de crueldad.
Sus conductas están dirigidas por la miseria, el hambre y las falsas promesas
de su jefe Abd-el- Krim y su interés por constituir la República del Rif.
Sus cabilas
están situadas mayoritariamente en las montañas peladas de vida y vegetación,
al compás de la luz del sol. En ocasiones en las crestas de los cerros vemos la
silueta de un moro y su fusil como una señal que anuncia la muerte.
El pastoreo, en tiempos de paz es su actividad más
importante, Todo esto les marca su carácter y les define sus formas de vida.
(Práxedes Urquiza. Soldado de ingenieros en el Rif y
corresponsal de guerra del diario Castilla Libre de Valladolid).
Los rifeños, tras vencer y ocupar Aberrán, se
envalentonaron y seguidamente el jueves,
dos de junio, Abd-el-Krim, con sus huestes, atacó la posición fortificada de
Sidi Dris, situada en la costa, al otro lado del río Amekrán, un cerro, al borde de un acantilado. Junto
con Afrau eran el único acceso marítimo de la República del Rif por donde
recibían precisamente muchas de sus armas los nativos.
Los moros fueron rechazados en esta posición por la
defensa eficazmente realizada por el comandante Benítez, del regimiento de
Ceriñola 42 . Era un militar inteligente, honrado que cumplía estrictamente con
sus deberes militares y siempre dispuesto a dar la vida por España. En este
caso la infantería fue apoyada por la aviación y la marina.
“El enemigo llegó hasta las alambradas y tuvieron
muchas bajas. Al día siguiente, el 3 de junio, se retiraron. Estaban motivados
por el líder rifeño quien les aleccionaba con conseguir un buen botín de los
españoles. Con ésta, y con otra mentira fácil, consiguió ya, en estos momentos, un ejército bien
armado de más de 11.000 hombres”.
El comandante Benítez defendía la situación precaria
de sus soldados, que se entregaban en cuerpo y alma a la defensa de la
posición. Hacían tantos esfuerzos que se les ponía los ojos oblicuos. Decía a
sus superiores:
—“Mis hombres no aguantan más, son verdaderos
héroes. Están mal alimentados, tienen zapatillas medio rotas y su armamento es
totalmente obsoleto. Así no podemos vencer con claridad a los rifeños. Además
hay verdadera gentuza, entre nosotros, que está vendiendo armas a los moros. Ya
han sido apresados algunos capitanes, sargentos y tropa que han sido
descubiertos. Se merecen ser fusilados—señalaba.
Los ataques a Abarrán y Sidi Dris evidenciaban que
la resistencia rifeña, abanderada por Abd-el- Krim, estaba bien organizada en
hombres, recursos y armamento, a lo que ayudaba muchísimo el conocimiento del
terreno, aunque las tribus bereberes no tenían ninguna formación castrense.
Éste era un símbolo de patriotismo que logró unir a las tribus rifeñas,
machacar al ejército colonizador español y formar la República del Rif
(1921-1925). Un hombre de letras,
bereber que hablaba español y había trabajado en Melilla para España.
CAPITULO VII
El Desastre de 1921 (2).
Igueriben
En los alrededores de Annual, donde el sol caía a plomo sobre la llanura, el
calor era pegajoso y esas tierras hervían bajo unas temperaturas altísimas que
las chicharras alardeaban con su presencia.
Miles de españoles vivían día tras día en ese infierno, entre sudores ,falta de agua
y muchas más deficiencias.
Unas cuantas
posiciones en altura rodeaban a Annual, el campamento central. Una de ellas era
Igueriben, situada a unos cuatro kilómetros al sur, una zona de profundos
barrancos, junto a la denominada Loma de los Árboles, precisamente desde donde
comenzarán a hostigar los rifeños.
Tras el descalabro en Abarrán, el mando optó porque
ocupásemos esta posición unos días más tarde. Así se hizo el martes 7 de junio,
dirigiendo la operación el general Navarro desde este campamento base. La columna de ocupación fue mandada por el
coronel Morales. El blocao quedó al mando del comandante don Francisco Mingo
Portillo, del regimiento de Infantería Ceriñola" nº 42, con una guarnición
de unos 355 hombres.
Tenía un gran problema, común a muchas de las
posiciones españolas en el Rif. Carecía de agua y había que buscarla a cierta
distancia, lo que suponía exponerse a los disparos de los rifeños. Además, los
caminos naturales que llevaban a la posición estaban cortados por profundos
barrancos que eran aprovechados por los rifeños para ocultarse. Y tenía por
último el más grave inconveniente de todos: podía ser dominada por una loma
vecina denominada la Loma de los Árboles que, por razones que se desconocen, el
general Silvestre ignoró su ocupación cuya posesión era necesaria para la
protección del dispositivo español y esencial para proteger el convoy de Annual que diariamente
suministraba a Igueriben.
Varios soldados de zapadores, al mando
del sargento primero Elías Barriga participamos en una de estas comitivas para
llevar agua, provisiones y municiones a esa nueva fortificación. No pudimos
eludir un continuo tiroteo pero no hubo bajas, sólo algunos heridos, varias
acémilas muertas y cubas de agua agujereadas. Era el día 12 de junio. Todavía no había
efervescencia de implacables hostilidades.
En ocasiones los rifeños disminuían el furor del
fuego de su fusilería para que tuviéramos confianza en el sosiego falso que se
vivía y ellos disimulaban, nos confiáramos y nos hiciéramos más vulnerables
para en un momento dado caer sobre nosotros.
—El camino
era extraordinariamente polvoriento. Nuestro calzado no aguantaba esas
inclemencias y sufríamos lo indecible en nuestros pies, mientras hacíamos el
recorrido con ingenuas conversaciones con las que queríamos despistar nuestra
permanente congoja. Los ojos siempre
debían estar bien abiertos.
Dos docenas de zapadores nos quedamos
provisionalmente en la llamada Loma de los Árboles , una pequeña colina de gran valor estratégico, porque desde ahí
se podían hostilizar a los convoyes que hacían las aguadas, para estudiar la
posibilidad de establecer en ese lugar un pequeño blocao, pero el General
Silvestre no quería por allí una nueva posición.
Nos echábamos las manos a la cabeza y nos percatamos
que era totalmente incomprensible que no estuviera ocupada por nuestro
ejército. Su dominio era esencial para proteger la nueva posición y los
convoyes que debían aprovisionarla. Su ocupación por los rifeños sería mortal
de necesidad para las comunicaciones entre los puntos estratégicos como así
sucedió.
La Loma era una elevación en forma de media luna, de
unos dos kilómetros de largo situada frente a Annual a una distancia en línea
recta de algo más de dos kilómetros y medio. Desde su mitad derecha se dominaba perfectamente la posición de
Igueriben, situada a unos mil metros aproximadamente, y su camino de
aprovisionamiento; desde su mitad izquierda se controlaba también la posición
de Dar Buymeyán, situada a la vanguardia del campamento central.
—Nada más llegar allí, el sargento Barriga nos dijo
lo que era obvio:” ¡Es importante dominar
esta loma, para proteger el paso de los convoyes de aprovisionamiento,
además, si no lo hacemos puede servir de punto estratégico a los rifeños para
atacarnos por todas partes!
De hecho
todos los días se situaba allí—de forma flotante— un contingente de policías
nativos procedente de Buimeyán para proteger la llegada del convoy de
aprovisionamiento que venía de
Annual y se retiraban luego por la
noche, una vez que éste había cumplido con su misión de realizar los
suministros correspondientes a Igueriben,
—Hice un comentario, destacando que para eso nos
habían enviado a nosotros para parapetar la Loma y ponerla al servicio de
nuestros intereses—apuntó Mariano.
—A lo que Práxedes comentó: “Igual ya es tarde para
que nuestra presencia y labor aquí sea efectiva”.
—“Nunca es tarde si la dicha es buena”—respondió el
sargento Elías Barriga—Hagamos un
informe de los planteamientos que consideramos se deben realizar para reforzar
este punto estratégicamente tan relevante y marchemos de inmediato para
observar detenidamente los problemas del
camino y ver la situación de Igueriben—Según nuestro capitán mañana mismo
podríamos iniciar las obras para dejar este lugar en las mejores condiciones posibles.
Comenzaron a tirotearnos un grupo de rifeños
poniéndonos en una difícil situación. Pedí permiso al brigada para que unos
compañeros y yo acabáramos con esa especie de guerrilla que se afanaba por
terminar con nosotros. Lucrecio, Filogonio, Pedro y Otero dieron un paso al
frente para acompañarme.
Se montaron dos ametralladoras Colt para comenzar el
tiroteo contra los moros, mientras mis compañeros y yo intentábamos rodear La
Loma y algún zanjo que nos separaba de ellos, serpenteando los barrancos
existentes, reptando entre las rocas que se nos clavaban en el pecho. Superamos
un anticlinal descubrimos un atajo y dimos con ellos.
Por fin los tuvimos a tiro, estábamos detrás de sus
espaldas. Cuando se percataron de nuestra presencia intentaron tirotearnos pero
los batimos a tiros. Era un grupo de unos treinta rifeños de todas las edades.
Uno de ellos echó mano a una especie de faltriquera para intentar sacar de ella
una bomba de mano. Le pegué un culatazo en la cabeza y posteriormente le
rematé. Llevaba consigo unas cuantas granadas de mano.
Tenían una pinta haraposa y olía mal a su alrededor.
Intentaron defenderse con sus gumías y fusiles pero perecieron en el intento.
Allí dejamos sus cadáveres. Los gusanos de la tierra tardarían dos o tres horas
en dar buena cuenta de ellos. No necesitaban sepultura.
Volvimos sanos al encuentro con nuestros compañeros
que se sintieron aliviados con nuestra presencia. El brigada Barriga le comunicó la hazaña que habíamos
realizado a nuestro capitán Jesús Aguierre y Ortiz de Zárate quien nos propuso
para la medalla militar individual de Marruecos.
Cumplida en gran parte nuestra misión en la Loma de
los Árboles, nos dirigimos a Igueriben. La ascensión a esa posición fue difícil
y algunos trepamos en zigzag para aminorar en lo posible la pendiente. Cuando
estuvimos arriba, comprendimos mejor los peligros que podían correr sus
defensores como así fue: era muy difícil,
el avituallamiento de agua y de víveres y medios de defensa, en el caso de un ataque rifeño.
FIGURA 6. Ataque rifeño a una columna de
avituallamiento
—Os diré para que sepáis donde
vamos—comentó el sargento Barriga— que esta posición fue tomada hace unos pocos
días, el 7 de junio.
—Al llegar a Igueriben las secciones de zapadores
nos presentamos al comandante Mingo quien nos recibió con amabilidad, actitud
necesaria para motivarnos en nuestro trabajo. En seguida comprobamos que la
fortificación en sí era deficiente, compuesta por sacos terreros y únicamente
dos hileras de alambre de espino que quedaba situada muy cerca de los parapetos
debido a que casi toda la posición estaba rodeada de acusadas pendientes.
Por otra parte carecía de una vía de acceso
adecuada. La existente era una senda para animales muy tortuosa con abundantes
barrancos, y con la aguada más próxima a más de cuatro kilómetros.
Los trabajos de fortificación los realizamos la
2ªcompañía. Fueron muy sufridos y se hicieron con mucha meticulosidad.
Igueriben debía recibir de continuo alimentos desde
Annual situada en una zona más abajo, en el valle. Entre ambas posiciones, la
zona de separación estaba formada por caminos intransitables y profundos
barrancos.
En todos los parajes del Rif teníamos el grave
problema del agua. No se habían hecho estudios geológicos para conseguirla y
esto era un arduo problema para miles de hombres que estábamos en esas tierras
y en guerra permanente. Debíamos fomentar el yunque vital de nuestro aguante y
paciencia para paliar la sed, una maldita necesidad para todos. Los rifeños
eran conscientes de ello y utilizaban nuestro acercamiento a las aguadas para
batirnos a tiros.
Nuestro trabajo se realizaba entre La Loma e
Igueriben intentando abrir algún camino que posibilitara las comunicaciones
entre ambos lugares, pero el 16 de junio Loma es tomada por los rifeños armados
ahora con fusiles Ebel mucho mejores en alcance que los Remington que usaban
normalmente. Esta nueva situación supuso para nosotros un duro golpe
estratégico y moral.
Los jefes rifeños llamaban por los zocos y las
cabilas a todos los hombres disponibles que tuvieran un fusil. Se habían
terminado las tareas agrícolas, como la trilla, y debían unirse a las milicias
para no ser multados con una cantidad importante que no podían pagar.
Al mes siguiente, aproximadamente, la situación se
estaba envalentonando y se ponía muy peligrosa. El día 12 de julio, según
trabajábamos allí, nos atacaron de nuevo un grupo numeroso de rifeños a los que
tuvimos que repeler como nos fue posible.
—Creí que mi vida se apagaba por momentos—comentó
Mariano ¡Aquellos individuos parecía que
tenían el mal y la agresividad
interiorizados!
Montamos una ametralladora Hotchkss M1914 francesa
que teníamos allí y Lucrecio logró amedrentar con ella a aquel grupo a los que
causamos algunas bajas. El sargento Barriga comunicó esta situación de peligro
a nuestro capitán quien nos ordenó regresar a Annual. Cargamos en unos mulos
todos nuestros enseres de defensa, avituallamiento y de trabajo, y cuando
estábamos preparados para salir, mediante una nueva orden, antes de iniciar la
marcha, nos dijeron que nos necesitaban
en Igueriben, que debíamos dirigirnos allí.
Posteriormente nos ordenaron de nuevo que fuéramos a la nueva
posición para aumentar las obras de
defensa y adecuar la posición lo mejor posible. Ésta junto a la de Talilit
protegían el campamento base de Annual.
Nada más
situarnos allí, los zapadores comenzamos a ampliar y reforzar el parapeto a un ritmo frenético haciéndolo más firme, para lo que utilizamos piedras de
la propia colina; poco a poco lo fuimos perfeccionando. Tenía aproximadamente
la altura de un hombre. Nuestro trabajo se enfrentaba también contra las
inclemencias del tremendo calor que hacía salir una especie de fuego de la
tierra que nos abrasaba los pies y las manos.
La fortificación en sí era deficiente, compuesta por
sacos terreros y únicamente dos hileras de alambre de espino que, además,
estaba situada muy cerca de los parapetos debido a que casi toda la posición
estaba rodeada de acusadas pendientes. Por otra parte carecía de una vía de
acceso adecuada, era una senda para animales muy tortuosa con abundantes
barrancos, y con la fuente de agua más próxima (aguada) a más de cuatro
kilómetros
El sargento Barriga era muy exigente y seguimos
estrictamente las órdenes que a su vez venían de nuestro capitán que estaba en
Annual. Era un hombre calmoso pero firme, lo que daba un decoroso disimulo
a su presencia cuando supervisaba cualquier cometido o acción militar con los
soldados a su mando.
De pronto una bala perdida de uncomo señal inde fusil rifeño
alcanzó al sargento Barriga en la
pierna derecha. Otra le llegó al abdomen. Se revolcaba ahogado de dolor y perdió el conocimiento.
Eso fue quizás lo que espantó a su muerte. Le desalojaron unos sanitarios en
una acémila llegó a Annual de casualidad por el gran acoso a que nos están
sometiendo los moros quienes tiroteaban a los convoyes desde Tizzi Aiza.
Desde Igueriben se veían las múltiples hogueras que
los rifeños encendían en los montes de alrededor como símbolo de guerra.
La mayoría de las
tropas situadas en Ia posición
eran soldados pertenecientes al regimiento de Ceriñola. Su jefe era ahora el
comandante Benítez, un hombre de una sencillez espartana al que llamaban “el
gafe” porque atraía consigo los conflictos. Se
hizo cargo el 10 de julio del mando de
la posición que a los pocos días fue atacada violentamente por los
rifeños, quienes lograron sitiarla y aislarla de Annual. La irrupción de un
verdadero ejército de cabileños hostiles, liderados por Abd-el-Krim, hizo allí
su presencia a tiro limpio y con una
actitud muy impetuosa.
—En palabras de Práxedes, el compañero periodista
que tenía una imaginación copiosa y rápida: “muchos de los rifeños que nos
acosaban habían pasado del pastoreo
ancestral de ovejas y cabras, en las montañas y en los valles, junto al final
de las tareas agrícolas, a empuñar un fusil y seguir los adoctrinamientos de su
líder Abd-el-Krim. Luchaban sobre todo por el botín prometido y por esa
libertad que llevaban grabada en su ADN y que caracterizaba la idiosincrasia de
los bereberes, etnias de África del norte y habitantes del Rif, que, por
cierto, también estuvieron presentes durante todo el período andalusí en
al-Andalus, desde el año 711 hasta el final del reino nazarí, estando muy
relacionados con pueblos como los almohades y almorávides.”
Toda la tropa pernoctábamos al raso, durmiendo en
turnos a pie de parapeto, tomando las precauciones más necesarias porque el
infierno de la marabunta mora se nos venía encima, en cualquier momento, de
forma masiva. La harka rifeña se había quintuplicado y estaba inquieta y
ansiosa de atacar a los españoles ante las expectativas del éxito y del botín,
propio de unas gentes adictas a la
miseria.
Los ataques, por parte de los hombres de Abd- el-
Krim, empezaron a intensificarse. La posición fue también agredida los días 12,
14 y 16 de julio. El día 17 la harka enemiga actuaba con un orden y una
disciplina desconocidas hasta entonces. Asimismo realizaron tiros de cañón,
sobre Igueriben, seguramente arrebatados de Monte Abarrán.
El comandante Benítez y sus oficiales se quedaron
perplejos al ver cómo los rifeños manejaban esta arma con una destreza
inigualable ¿Cómo era posible? ¿Quién les había enseñado?
Tres días más tarde, a los resistentes, se les agotó
el agua. El sol, otro de nuestros grandes enemigos, abrasaba a todos
continuamente. Además, ante ese multitudinario asedio, aumentaron las
dificultades para moverse por aquellos sinuosos senderos y poder ayudar a los
sitiados con líquidos, víveres y municiones.
El día 21 se intentó socorrer la posición
inaguantable, con una columna de 3000 hombres que salió de Annual, pero el
convoy de ayuda quedó estancado muy cerca de la misma, con 152 bajas en dos
horas: un verdadero matadero.
Los refuerzos solo podían acceder a través de un
empinado camino, con un buen desnivel que dominaban totalmente los rifeños, que
estaban bien posicionados, haciendo imposible cualquier intento para socorrer a
aquellos compañeros.
Los zapadores no habíamos conseguido hacer una gran
cosa para adecentar el camino de acceso a la posición. Aquello fue una
conmoción para todos. No podíamos contener nuestra indignación por la
impotencia de no poder ayudar a los sitiados.
Miles y miles de rifeños cercaron a aquellos hombres
desde las alturas y les convertían en un verdadero blanco. Aquel terreno,
salpicado de ondulaciones y lomas era un lugar ideal para el camuflaje y el
ocultamiento de los nativos que lo
utilizaban en su defensa como perfectos conocedores de ese fabuloso enjambre de
montañas.
Cinco escuadrones de caballería situados en Dar
Drius fueron enviados para ayudar a los hombres del comandante Benitez,
estableciéndose en los alrededores de Annual. Estuvieron preparados hasta el
último momento para cargar, loma arriba, en ayuda de los hombres del
destacamento que mientras tanto agotaban sus últimos cartuchos de
supervivencia.
Estábamos
trabajando con intensidad los componentes de
mi compañía de zapadores, en las afueras del campamento de Annual cuando
aquellos jinetes del Alcántara bajaron de sus caballos; la vista se me fue
hacia uno de ellos de forma instantánea. Era “Bucéfalo”, Cipriano Gabán,
recluta de Ocaña (Toledo) a quien conocí en la estación de Aranjuez, siempre
con su apariencia de hombre campechanote y dicharachero.
Recuerdo que
me dijo que iba destinado a Caballería— ¡Sí, es él! Además se caracterizaba
físicamente por tener tenía un labio
belfo. La quietud de una alegría desbordante se apoderó de mí al verle.
¡Me llamó la
atención el tono agotado y algo
envejecido de su rostro. Le identificaban también la proyección de sus ojos
vivarachos que puso al verme y la
vehemencia de su propia voz. Esa imagen estupefacta de Bucéfalo, tendiente a la
desfiguración, me hizo palidecer de pronto. Sentí como un golpe en el corazón
al verle, con esa imagen algo roída, y se me anudó la garganta.
— ¡Me acerqué a saludarle, me reconoció y nos
fundimos en un largo y cariñoso abrazo! Pasamos un rato muy agradable
contándonos nuestras aventuras y hablando del panorama tan escabroso que se
presentaba en la posición de Igueriben y la del propio campamento central donde
encontrábamos en esos momentos.
¡Corrían rumores inauditos por todas partes! La
incertidumbre y la inseguridad nos doblegaban. Estábamos en tierras de moros
belicistas y nada hospitalarios en esos momentos. Cualquier cosa por muy
escabrosa que pareciera, podría ser posible.
—Señaló “Bucéfalo” que en su regimiento estaban
preparados para todo. Nuestro capitán Iriarte ya nos ha avisado sobre las
acciones de apoyo que se prevén que tenemos que realizar, en el caso necesario
que tengamos que intervenir contra los rifeños.”
La situación, que ya era trágica, empeoró aún más.
Desde Annual fueron incapaces de ayudar a los cercados una y otra vez, quedando
Benítez y sus hombres abandonados a su suerte. Fueron momentos de angustia
horrorosa, al comprobar que no se podía ir a socorrer a aquellos hombres
aislados preparados para morir.
El día 18 de julio
se intentó llevar otro convoy a Igueriben para auxiliarles, pero el
acoso del enemigo ya era multitudinario y disponía a aquellos soldados
españoles a realizar sacrificios numantinos. No hubo éxito en la defensa por la
presión de miles de rifeños que les acosaban. El coronel Argüelles mandó de
nuevo el repliegue a Annual por el peligro de ser envueltos y aniquilados por
la harka.
—Mariano veía así la situación: “en la posición, las
necesidades vitales eran concluyentes. Predominaban la insuficiencia de víveres, agua y
medicamentos, con unas condiciones higiénicas deplorables. Se respiraba un aire
contaminado por la muerte. El fuerte hedor de las acémilas muertas, que no se
podían enterrar por el acoso enemigo y la dureza del terreno para excavar
tumbas, hacía todo ello inaguantable. Aumentaba
la intranquilidad de forma alarmante. Se notaba que las miradas de los
compañeros se iban afilando por las circunstancias que se estaban viviendo”.
—Al día siguiente se intenta de nuevo socorrer la
posición desde Annual y el fracaso asomaba de nuevo su cara maltrecha y
frustrada. Apretábamos nuestras mandíbulas conteniendo la ira y el fracaso. El
silencio predominaba, casi de forma absoluta, entre todos nosotros. Era visible
la estupefacción de muchos rostros de los cientos de soldados que allí nos
encontrábamos ante aquel panorama
inquietante. Nuestros ojos estaban opacos, exentos de su acostumbrada vivacidad,
pero éramos capaces de luchar con la fiebre de la juventud. Lo dábamos todo por
la causa que nos mantenía en esa lucha.
— La artillería rifeña era incesante en sus disparos
que tanto daño hacían ocasionándoles bajas continuamente. Estábamos insertos en
una encrucijada que iba a marcar definitivamente nuestro destino. Ellos, los
moros, ansiaban por conseguir nuestras cabezas decapitadas. Eran capaces de
aliarse con el diablo por conseguirlo.
El 21 de julio llegó el general Silvestre a Annual.
La situación le bloqueaba la mente y le elevaba la euforia, quiso entonces
ponerse él al frente de una sección de caballería para lanzarse sobre
Igueriben. Confiaba en “su estrella” que él creía que tenía y le guiaba dándole
suerte pero sus ayudantes y consejeros le hicieron desistir de aquella
temeraria e imprudente aventura. Era portador de la febril tensión de su
capacidad de mando.
—Me siento como un cadáver que se resiste a
morir—señaló el comandante Benitez a su asistente – Estaba confundido y
angustiado con la boca completamente seca por la sed permanente que todos
tenían, con una mirada desafiante y ojos de pánico y sufrimiento, aunque tenía
una paciencia espartana. De apretar tanto las mandíbulas por la ira que le
confundía, se le deformaba la cara.
Aumentaba, en esta posición, la gravedad del
Desastre. Los soldados se vieron obligados a realizar cualquier acción para
sobrevivir combatiendo esa maldita e invasiva sed que arruinaba nuestras vidas.
Su aliado más pertinaz era ese sol de fuego, convulso, abrasador que iluminaba
esas tierras desde muy temprano, y que tanto colaboraba en que los cuerpos sin
vida tuvieran su tiempo debajo del sol y se corrompieran muy rápido, siendo a
menudo pasto de forraje de los gusanos, unos bichos grandes invasivos e incansables
para devorar a los muertos. La acción era rápida y se convertía ese
espectáculo, en el panorama de un vivero que en dos horas era exterminado.
En los rastros de las hostilidades ganadas por las
multitudinarias guerrillas rifeñas, en algunos de los encuentros con los
españoles, encontrábamos muertos que llevaban varios días bajo aquel sol
exterminador, ese que simulaba descender del fuego eterno, siempre brillante y puntual
en estas tierras. Allí podríamos encontrar cuerpos mutilados, sin ojos o sin
lengua, sin testículos, violados con estacas de alambrada, las manos atadas con
sus propios intestinos, sin cabeza, sin brazos, sin piernas, serrados en dos y
con los tendones cortados. ¡Oh, aquellos muertos que dieron su vida por España
tan lejos de sus hogares y de sus raíces! Eran las huellas del panorama
insufrible de la ira rifeña, de esas gentes adictas a la miseria, crueles y muy
violentos
— Todos
sufríamos lo indecible— comentaba Mariano, cuando se conocían estos casos. Me
contaron estas experiencias y al escucharlas creo que desaparecieron los rasgos
de mí cara. Era demasiada la sangre española vertida en estos parajes, muchas
vidas segadas en ese infierno que nos tenía aterrorizado a todos. Aquellos
horrores me paralizaban.
— ¡Eran
lamentables esas secuelas del fanatismo
y profundamente triste todo lo que estaba ocurriendo. Estas experiencias
tétricas, lúgubres, marcaban profundamente nuestro ánimo.
Lucrecio siempre estaba envuelto en sus delirios. Un
hombre criado en la libertad serrana de los parajes de su pueblo. Sus ojos
estaban rehundidos azotados por lo que estábamos viviendo, en ocasiones con un
silencio angustioso. Otras veces se ponía muy nervioso y hablaba atropellando
las palabras.
—Me tenía como su confidente pues al ser muy
analfabeto yo le escribía las cartas para su familia y le leía sus respuestas.
Se sentía muy agradecido conmigo por estos quehaceres tan íntimos.
En Annual conocí a alguno de los llamados “escribas” quienes escribían y
leían las cartas a los compañeros analfabetos que había bastantes, a cambio de
una propina voluntaria. Algunos obtenían algún buen dinero extra.
En ciertos momentos dilucidaba sobre sus vivencias
mundanas, en su entorno, desde que fue adulto, lo que le hacía ser aquí algo
temerario e imprudente con el peligro. Sabía lo que era ser perseguido por sus
cacerías furtivas en los montes de la sierra de Alcaraz por la Guardia Civil,
guardas de fincas y capataces represores al servicio de los señoritos
propietarios. Sabía huir y esconderse, la habilidad para ello era su fuerte. Solía llevar una
vida azarosa llena de penurias y preocupaciones.
Uno de los pocos soldados que lograron salvarse en
Igueriben nos contó en el campamento de Annual:
— ¡Para sobrevivir tuvimos que machacar patatas y chuparlas. El líquido de
los botes de tomate y de pimiento lo reservábamos para los heridos. Al acabarse
todo lo que teníamos al uso, recurrimos sucesivamente a la colonia, la tinta y
por fin a los propios orines mezclados con azúcar!
Beber la propia orina era algo horrible porque
además ayuda a la deshidratación de forma más rápida, dado que tiene mayor
concentración de sales. Pero aquella situación era de vida o muerte,
insostenible.
—Hacíamos lo imposible para sobrevivir. Esa
situación era más horrorosa que la propia agresión de los rifeños
—La fiebre también comenzaba a diezmarnos y a
disminuir nuestras defensas corporales. La higiene brillaba por su ausencia, a
lo que ya se habían unido la multitud de sufrimientos y fatigas. Los hedores
que envolvían la posición eran inaguantables, muy fuertes produciendo una
sensación de asfixia en la boca y garganta, ocasionando enfermedades
contagiosas de las más temidas.
—Era también frecuente observar cómo los soldados
heridos succionaban sus heridas para obtener algún alivio con su propia sangre.
Valía todo siempre que hubiera algo que ayudara a paliar en lo más mínimo
aquella situación que les diezmaba. Hacíamos huecos en la tierra, buscando
algún pequeño espacio de humedad que nos pudiera suavizar el sudor y refrescar
mínimamente la piel.
Entre los heridos había un cuadro de horror que
caracterizaba a esa escena dantesca, algo espantoso, un escenario infernal o de
pesadilla donde se pretendía devastar la vida de los soldados españoles allí
concentrados.
En el fragor de ese gravoso enfrentamiento
numantino, donde se producían verdaderas justas de fusilería, entre los rifeños
y los españoles, se ponían a la luz ciertos valores entre aquellos soldados
cuyos cuerpos comenzaban a estar diezmados, surgiendo entre ellos escenas de
ayuda, generosidad y entrega, que potenciaban su valor.
Cuando cayó definitivamente la posición, hacia las
seis de la tarde del día 21, el comandante Benítez moría junto a 339 de sus 350
soldados. Los escuadrones del regimiento Alcántara 14, de caballería, fueron
enviados de vuelta a Dar Drius. No pudieron intervenir en ayuda de aquellos
hombres.
Práxedes, desde Annual, escribió esta crónica para
su periódico, sobre el final de la resistencia en Igueriben. En ella decía:
“El asedio de los rifeños a la posición fue
constante y sin cuartel, al menos desde el día 17. En ese momento no se pudo
evitar que al amanecer se encontrase la posición de Igueriben cercada por
numerosos enemigos al mando del cabecilla rebelde Abd-el-Krim "El Jatabi”,
cuyos seguidores comenzaron a tirotear y
a atacar violentamente a nuestros soldados. Al tomar la Loma de los Árboles,
desde allí pudieron controlar el avituallamiento general a la posición y abortaban
cualquier posibilidad de ayuda.
A las dos de la tarde, los soldados que estábamos en
el campamento de Annual, vimos salir a
un convoy de víveres y municiones, llevando al mismo tiempo gran número
de cubas que, al pasar por el río, se llenaron., pero se encontraron con muchos enemigos detrás de trincheras
individuales que se hacían escondidos en aquel terreno.
Las mulas transportaban, sobre todo, barricas con
agua y algunas municiones para los cañones y las armas ligeras.
La marcha del convoy resultó una auténtica odisea,
en la que los Regulares fueron relevándose en un avance escalonado, ocupando
una tras otra sucesivas alturas, bajo un intenso fuego de los harqueños
que produjo numerosas bajas de soldados
y oficiales. Las proximidades de la posición estaban batidas eficazmente por un
enemigo que disparaba agazapado y protegido desde la cercana Loma de los
Árboles, lugar importante que habían tomado y blasonaba sus ataques.
Me comentaron unos compañeros que iban en el convoy,
que debido a los barrancos existentes entre Annual e Igueriben, tuvieron
que realizar grandes esfuerzos para ir
tomando esas alturas, lo que dio origen a que, cuando llegó a Igueriben, el
convoy estaba muy reducido, con los mulos y la mayor parte de sus conductores
muertos o malheridos y sin que, a pesar de su heroico comportamiento, y de la
protección que se le prestó desde la posición, se pudiese evitar que casi la
totalidad del convoy quedase disperso y en poder del enemigo.
La sed diezmaba
a aquellos hombres y empezó a provocar bajas en la guarnición, a ello
hay que unir el hedor de los cadáveres insepultos y mulos descompuestos.
El día 21 se intentó socorrer la posición, una vez
más, con una columna de 3000 hombres, pero el convoy de ayuda quedó estancado
muy cerca de la misma, con 152 bajas en 2 horas. A las cuatro de la tarde de
ese mismo día se repartieron los últimos veinte cartuchos que quedaban para
cada hombre, se incendiaron las tiendas y se inutilizó el material artillero,
después se inició la salida de los soldados que fueron masacrada ante la misma
puerta. Los rifeños eran más de ocho mil hombres.
Desde Igueriben, el comandante Benítez envió este
heliograma:
"Tenemos muertos y heridos, carecemos de agua y
de víveres. Nos vemos precisados a
permanecer día y noche en el parapeto para tener a raya al adversario, cada vez
más numeroso. Las municiones, con avaricia escatimadas, empiezan a escasear, y
para ahorrarlas aún más se hace preciso que las baterías de Annual batan
durante la noche la Loma espolón en que está enclavada la posición, para evitar
las bajas que desde ella nos hacen."
Desde Annual les contestan que resistan con el
siguiente despacho por Heliógrafo, del general Navarro:
"Héroes de Igueriben, tan alto ponéis el nombre
de España, resistid unas horas más. Lo exige el buen nombre de España."
Contestando con este otro desde aquella posición:
"Los Heliogramas de V.E. han sido acogidos con
vivas a España. Esta guarnición jura a su General que no se rendirá más que a
la muerte." "Resistid esta noche, y mañana os juramos que seréis
salvados, o todos quedaremos en el campo del honor."
El comandante Benítez, portador de virtudes como el valor, la abnegación, el
espíritu de sacrificio, entre otras, contestó:
"Nunca esperé recibir de V.E. orden de evacuar
esta posición, pero cumpliendo lo que en ella me ordena, en este momento, y
como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el Mando,
dispongo que empiece la retirada, cubriéndola y protegiéndola debidamente, pues
la Oficialidad, conscientes de su deber, sabremos morir como mueren los
Oficiales españoles."
—El general Silvestre ordena que transmitan por el
heliógrafo el parte que decía “Que Igueriben parlamente con el enemigo”. Ante
esta orden, el comandante Benítez lanza su estoico mensaje: “Los de Igueriben
mueren, pero no se rinden”.
(Crónica de Práxedes Urquiza para Castilla Libre)
De los defensores de Igueriben sólo lograron
sobrevivir un oficial (el teniente Luis Casado y Escudero herido en la defensa
y capturado in situ), el sargento Dávila y
once soldados, de los cuales cuatro murieron al llegar a Annual, se dice
que debido a tomar excesiva cantidad de agua por la sed extrema que padecieron,
ante la mirada atónita de todos nosotros, lo que les provocó convulsiones. El
Teniente Casado y cuatro soldados fueron hechos prisioneros durante año y
medio.
Aquellos supervivientes tenían una
lastimosa apariencia, estaban extenuados y en estado de delirio mental, con una
confusión de ideas muy pronunciadas, así como una alteración seria de sus
capacidades mentales. Pronunciaban pensamientos confusos y se notaba en ellos
una disminución de su conciencia sobre el entorno. Parecía que no vivían en
ellos mismos”. Esa fue la impresión que nos dieron a todos los que nos
agolpábamos para verlos en Annual.
—Su imagen provocó en todos nosotros una angustia
tremenda
—Tuvimos que asumir que las cabilas rifeñas
subsidiadas e incluso presuntamente amigas, nos traicionaban y, ante el pavor
existente se sumaban a las tropas de Abd-el-Krim por miedo a sufrir
represalias. Ahora se ponen contra el ejército español que les había dado de
comer y les había pagado por la prestación de sus servicios en una tierra donde
no había nada que llevarse a la boca.
Se produjeron unas estampas muy curiosas y
carroñeras por parte de familiares de los rifeños, que actuaban apropiándose
del “botín” como alimañas. Realizaban acciones depredadoras sobre los soldados españoles muertos y heridos en
ese ecosistema de venganza, quitándoles el dinero y la vida y rematándoles si
era necesario. Era el premio al que aspiraban tras sus triunfos.
—El general Navarro señalaba a sus oficiales:
¡Estamos sufriendo una horrorosa angustia!
—Mariano comentaba a sus compañeros en la tarde del
día 21 de julio en algún lugar recóndito de Annual, entre aquellas tiendas
cónicas, cuando se enteró de lo sucedido: “Han sucumbido hoy los hombres de
Igueriben, compañeros solidarios de sangre y las secuelas de la sed durante
todos esos días.
—Varios soldados del cuerpo de ingenieros,
pertenecientes a las compañías de telégrafos y radioteléfonos ligeros, que
salieron de allí, no sé cómo, quizás escondiéndose entre el zigzagueo de
aquellas lomas y eludiendo como pudieron a los rifeños, llegaron a este
campamento dos días antes del final de aquella contienda de desesperación:
diezmados, con las zapatillas de esparto destrozadas y con los pies
ensangrentados por aquellos suelos pedregosos, exhaustos y con heridas
dibujadas en su cuerpo. Si los moros hubieran advertido su presencia, su huida,
les hubieran degollado con sus gumías.
—Nos informaron de todo lo que en la posición caída
vieron en los últimos días:
¡Las tiendas
eran meros jirones de tela y los hombres dormían de pie pegados al parapeto o
en hoyos excavados en la pedregosa tierra. No había medicinas ni vendas para
los heridos, mientras a los muertos se los cubría con sus propias guerreras
ensangrentadas. El hedor de los cadáveres insepultos y los mulos descompuestos
agravaba aún más la situación!
Los albéitares no podían hacer nada por ayudar a los
animales a seguir viviendo. Había que exterminarlos cuando estaban muy heridos.
Eso creaba una deficiencia de ayuda de las acémilas que eran muy necesarias y
útiles para transportar peso en terrenos tan montañosos".
—Ente aquellos hombres extenuados que llegaron de la
posición de Igueriben, se encontraba Germán Espinosa (artillero), de Mora de
Toledo, al que no había vuelto a ver desde que desembarcamos en Melilla. Estaba
destinado en el Regimiento Mixto de Artillería de esta ciudad. Tenía la cara
desencajada con una expresión dolida. No se tenía apenas de pies por la
debilidad de sus piernas y brazos debido al cansancio, la fatiga y la falta de
energía. Sus ojos reflejaban unas miradas
encolerizadas pero contenidas y una emoción que le alteraba su
disposición más racional, generándole múltiples sensaciones somáticas, como un
nudo en la garganta que le ahogaba. Apenas podía hablar, estaba extenuado.
—Me acerqué a él, le cogí por los hombros, le
levanté del suelo donde estaba sentado y nos dimos un abrazo. Sufría un
pavoroso cansancio y calambres por todo el cuerpo. Estaba herido pero no era su
estado físico el que arrastraba el peor daño, pues su mente variaba por estar
muy turbada. Me miró, bajó la cabeza y se hundió en su pena.
—Me comentó:
—“Ha sido todo una odisea horrible. Padecimos
grandes sacrificios. Sólo dormíamos cuando el desvanecimiento se apoderaba de
nosotros. Los “pacos”, día y noche, no paraban de anunciar la presencia de los
rifeños, aunque la sed era más temida que el propio peligro de los moros. Los
compañeros de intendencia nos repartían chuscos duros que nos costaba mucho
masticar porque no producíamos saliva”.
Observé en él un profundo amargor en su alma, en su
situación vital. De pronto bajó la cabeza y se hundió de nuevo en las penumbras
de su pena. Rompió a llorar desplazando su cabeza sobre mis hombros. Una pena
se apoderó de nosotros al vislumbrar todos aquellos trastornos psicológicos que
sufrían Germán y sus acompañantes.
—Bastantes compañeros murieron por el impacto
de tiros sueltos que espontáneamente se
introducían por cualquier lado en la posición. Todo era muy vulnerable. No
teníamos cobijos seguros. No nos daba tiempo a cargar el fusil y cogíamos el de
un compañero herido o muerto.
—De madrugada los gritos rifeños nos atraían a sus
siluetas que veíamos en la Loma de los Árboles o en otros lugares de aquel
entorno: montados en sus caballos, fusil en bandolera y enarbolando en la
mano sus gumias desafiantes que
zarandeaban de un lado para otro. Muchos de ellos estaban acostumbrados a vivir
en espacios abiertos, entre cuatro paredes sin techo o al aire libre, entre las inclemencias del sol y la luna y
las frías noches rifeñas. La pobreza era su verdadero cobijo.
Sus monturas mayormente la componían caballos
“bereberes”, la mayoría de color alazán.
Eran briosos, con mucho nervio, equilibrio, valor e ideales para las justas y el combate. Su
carácter dócil, su fortaleza, su resistencia y su adaptación a las pruebas,
sean las que sean, fueron de probada utilidad en las guerras entre las cabilas
rifeñas y contra el ejército español.
Esos moros malditos, saltaban en grupos numerosos
sobre nuestra posición. Les repelíamos con piezas de artillería Schneider, que
les hacían volar por los aires a ellos y a sus caballos. También fueron muy
importantes las ametralladoras Hotchkies muy efectivas hasta que se
recalentaban bastante e impedían un tiroteo muy insistente. “Allí, en la
posición de Igueriben, el tiempo sólo era existente para la muerte o para la
vida. “La sangre vertida de vidas cautivas de los soldados de leva, engrandecía
el ánimo de los rifeños”.
—Me sentí muy mal, abrasado y estrangulado como si
me quemaran vivo en una hoguera de la
Inquisición —esclarecía Germán con sus palabras
—A veces los rifeños se acercaban mucho a nosotros
queriéndonos sorprender. Les observábamos con los prismáticos y nos parecían
seres famélicos, portadores de una violencia arropada por estrepitosos gemidos,
con rostros desacoplados. Cualquier hilo
de inquietud rompía nuestra concentración, pero a pesar de todo seguíamos
razonando y luchando hasta sucumbir físicamente.
—En un momento concreto de hace dos días, en
Igueriben, un rifeño ágil, felino y envalentonado intentó cruzar la alambrada
por uno de sus sitios más vulnerables y batirnos a los que estábamos allí
custodiando esa entrada. Llevaba una
serie de “granadas” de mano que nos hubieran hecho volar por los aires por su
gran e indiscriminada letalidad. Un compañero de regulares le vio a tiempo, le
disparó varias veces y le dejó como un colador.
—Creo que la furia del desierto corre por las venas
de esta gente aguerrida y traicionera—comentaba Mariano— Parecen ser
portadores de una iracunda multitud de miradas asesinas
cargadas de saña.
—He pasado por momentos tan críticos en los que creí
que el corazón se me paraba y el estómago se me encogía. Mi excitación se
reflejaba en mis ojos que, aunque me sentía angustiado al infinito, dejaban de
producir lágrimas y notaba que se me secaban.
Después de aquella conversación, Mariano acompañó a
Germán al botiquín para que le curaran de algunas heridas que tenía en piernas
y brazos.
CAPÍTULO VIII
El Desastre de 1921 (3) Entre Annual y Monte Arruit
Al día siguiente, 22 de julio caería Annual y allí
moriría el general Fernández Silvestre. Nadie sabe cómo ni de qué manera. Nunca
se encontró su cadáver. Le había abandonado para siempre su “buena estrella”,
La suerte personal en la que él confiaba y que tanto le ayudó en la guerra de
Cuba.
Se sentía un hombre superior en todo, con una modestia muy estrecha y portador de cóleras
borrascosas. Había tomado conciencia de la situación, comprendiendo de golpe
que estaba rodeado en proporción de uno a cuatro por los rifeños y que carecía
de provisiones.
Cuando ya era demasiado tarde, quiso evitar que le
cortasen la eventual retirada por la carretera que iba de Annual a Melilla y
que pasaba por a Ben Tieb, Dar Drius, Batel, Titsuin, Monte Arruit, y Nador.
Los grandes núcleos de enemigos, ubicados en las
altura fronterizas a la posición, y al campamento general, nos intentaban
intimidar con la algarabía de sus gritos. Aumentaban la continuidad del asedio con todos los elementos necesarios
para aniquilarnos.
“Lo peor para todos estaba por venir: la retirada de
Annual, “El Desastre”, en el que miles de soldados de un ineficaz ejército
colonial, formado en lo esencial por tropa de leva, hundidos por la falta de
moral, la mala gestión e ineficacia de sus mandos, fueron aniquilados por las
cabilas rebeldes que se rebelaron contra la presencia española en su
territorio, dirigidos por Abd-el-Kim, su líder indiscutible y antiguo
colaborador de la administración española en el Protectorado de Marruecos.
Estos hechos fueron trascendentales para
el rumbo de la historia española”. Ocasionaron años más tarde, en 1923,
la llegada de la primera dictadura española, la del general Primo de Rivera.
Al día siguiente del final de Igueriben, el 22 de
julio de 1921, el dirigente rifeño realizó una ofensiva sin cuartel, atacando
el campamento de Annual junto a unos diecinueve mil cabileños. Nos rodeaban por
todas partes. Eran como el acecho de las hormigas a una presa.
“Había un velo de maldición presente en ese cielo
azul rifeño, habitado por un sol abrasador de julio que iluminaba el
desalentador paisaje pedregoso que se diluye entre montañas, valles y
desfiladeros. Ese era el hábitat natural de los aguerridos rifeños que, sin
duda les infería carácter”: un territorio tremendamente árido, yermo y de poco
valor.
Ante el empuje enemigo, el general Silvestre ordenó
una retirada precipitada en la que fallecieron miles de soldados. Él había sido el artífice de un espectacular e
imprudente avance desde Melilla hasta ese centro neurálgico militar, a lo largo
de la carretera que pasaba por Nador-Monte Arruit-Titsuin-Batel-Dar Drius-Ben
Tieb y Annual donde se establecieron los 144 posiciones y blocaos referidos.
Aquel día sucedió una de las mayores tragedias
militares de nuestro país. Se produjo una confusión total. Los soldados huían
dispersos y alocados hacia ninguna parte.
El 22 de julio de 1921 amanecen las primeras luces
del día al mismo tiempo que los rifeños comienzan sus “paqueos” sobre el
campamento.
Los coroneles Morales y Maella (jefe del regimiento
Alcántara número 14) le propusieron resistir
al general Silvestre, hasta
agotar las municiones, y no llevar a cabo esa precipitada huida que él proponía
y que así se realizó.
La zozobra se
abrió sobre Annual y se apoderó de todos nosotros. Ya no existían líneas de
abastecimiento, la munición era escasa, y la línea telefónica con Melilla
estaba cortada.
—Pude comprobar— porque yo estaba situado cerca de
él— cómo el comandante Villar gritaba el avistamiento de un gran ejército
rifeño que venía derecho hacia nosotros formado por cinco columnas de unos dos
mil moros cada una.
En este campamento estábamos cerca de 5000 hombres
(unos 3500 españoles y el resto nativos de la Policía nativa y de Regulares).
El general Silvestre ordena inutilizar la artillería y abandonar el campamento,
tal y como estaba, para que los enseres y demás, que allí se quedaran,
sirvieran a los rifeños como saqueo y se detuvieran en ello, y así ganaríamos tiempo para eludir
algo la atroz persecución que íbamos a sufrir.
Se suceden las órdenes y contraórdenes, gritos,
carreras, una confusión extremada, oficiales desorientados que nos impregnaron
el pánico desatándose el caos. Corríamos de un lado para otro intentando huir y
escapar sin saber cómo y hacia dónde.
Pudimos observar cómo el general Silvestre vagaba
por Annual de un lado para otro, asistiendo al impávido desorden y a los
atropellamientos que se ocasionaban. El campamento se vacía en menos de una
hora, en una anárquica huida. Allí quedaban equipajes y otros utensilios
desparramados por el suelo, armas , vehículos inutilizados, junto a animales muertos, heridos y abandonados.
— ¿Cuál fue, entonces, el gran error del general
Silvestre? Desde luego el más importante fue no planear el repliegue de Annual
de forma previa! La retirada estuvo muy mal organizada. Se produjo una
estampida sin orden ni concierto, basada en el “sálvese quien pueda” No hizo el
mínimo planteamiento para la retirada ni estableció líneas de contención a
retaguardia. Tiró la toalla cuando vio a los miles de rifeños de Abd-el Krim
que asediaban Annual y entonces el ejército se retiró a la carrera.
¿Por qué no llegó alguno de esos 25000 hombres que
ese mismo día desembarcaron en Melilla para proteger la ciudad? ¿Cuál fue la
responsabilidad del mando supremo, es decir, el general Berenguer?
El principal cargo y condena de este general fue no
haber acudido en nuestro socorro—apuntaba Práxedes—Un panorama dibujado por una
enorme columna de soldados en retirada,
sin orden ni concierto, sumidos en un derrumbe táctico y donde además las posiciones eran sitiadas una tras otra.
—El general
Silvestre fue el perfecto cabeza de turco para una sociedad que buscaba
culpables. Como éste murió y su cuerpo jamás se encontró, se cargó contra él
toda la responsabilidad.
—En opinión del cabo primero , Servando Peláez, ¿Por
qué se ocuparon bajo la dirección del alto mando militar de Melilla: Annual,
Sidi-Dris, Igueriben y Abarrán y muchos blocaos y posiciones, estando situadas
con un largo desfiladero a retaguardia,
que era la única vía de comunicación, sin aguadas de fácil acceso y mal
comunicadas? Esta es mi gran incógnita.
En el denominado Desastre de Annual, unos diez mil
españoles, la gran mayoría soldados de levas, dejaron su vida en tierras
norteafricanas. En muchos de los pueblos de nuestra geografía, padres,
hermanos, esposas o novias tuvieron que teñir sus prendas de luto por alguno de
sus hijos o familiares caídos sobre aquellas colinas y barrancos del Rif, a los
que un día despidieron y que nunca más volvieron a ver.
—Recuerdo que estando en Annual salió ese día 22 de
julio, el general Silvestre, al centro del campamento de improviso, ante una
gran expectación de los soldados que allí estábamos en ese momento haciendo
aspavientos de la situación que nos rodeaba, dirigiéndose a sus ayudantes con
una voz sonora y resolutiva. Un hombre que parecía portador de una gran cólera
borrascosa en aquel momento.
—Observé cómo su cara se turbó haciendo una mueca
contenida de rabia y humillación—apuntaba Mariano.
—Le vi por casualidad y me parapeté detrás de una
tienda para observar de cerca lo que allí se dilucidaba. Hablaban— él y su
Estado mayor— de la situación tan dura del momento.
—Observé cómo el general Silvestre, oyendo lo que le
transmitía al coronel Morales se atusaba el bigote, ese mostacho soldadesco, lo
retorcía, tratándolo con ademán nervioso. Ambos fallecerían ese trágico 22 de julio precisamente en este lugar.
En sus decires y ademanes manifestaba ser comúnmente
un hombre superior en todo. Era irrefutable en sus manifestaciones, enérgico y
devorado de ambición, cubierto de un desmesurado y sanguíneo poder temerario.
¿Fue
realmente el general Silvestre el responsable de ese fracaso estratégico y esa
gran matanza de soldados? Su muerte en Annual prolongó esta incógnita para
siempre. El magnífico y aclaratorio Expediente Picasso, excelente trabajo
realizado por este general de división (tío del pintor Pablo Picasso) trató de
esclarecer esta gran incógnita pero no lo consiguió. Su trabajo se diluyó entre
los poderes públicos.
—Aquel día, al máximo Jefe Militar de Melilla, se
le podía imputar por sus ademanes, que
era portador de un gran enfado que se traducía en él como si tuviera brasas en
los ojos.
Posiblemente se había dado cuenta ya tarde que no
tuvo en consideración una gran realidad: además de furia y valor, los rifeños tenían un líder frío,
tenaz y capacitado, Abd- el-krim- al que Silvestre conocía personalmente- que
logró aglutinar los odios de las cabilas levantiscas y guerreras contra los
españoles.
—La tensión en Annual, ese famoso día, era muy
fuerte—apuntaMariano. Lucrecio llegó a la tienda y me dijo que el general
Silvestre estaba con la pistola en la
mano, junto al coronel Gabriel Morales, ambos
al lado del parapeto, indicaban a voces que “cada uno vigilara su propia
vida y luchara por su propia salvación”.
Salimos juntos fuera para ver aquel enorme alboroto
y estruendo humano desbocado, que nos desorientaba y nublaba el pensamiento,
sin saber qué hacer en aquella gran confusión.
Tuvimos que abandonar a toda prisa el campamento
porque llegaban los moros disparando y degollando a todo el que encontraban a
su paso. Estaban ya en las puertas. Yo me armé de dos machetes y una pistola
Mars del calibre 9 mm para la que tenía solo el cargador puesto
sin balas de repuesto.
No sé cómo Lucrecio, que había espabilado mucho por
las circunstancias tan adversas que vivíamos, consiguió una pistola Campogiro
modelo 1912 también del calibre 9
milímetros.
Práxedes estaba muy nervioso, con un miedo atroz
metido en el cuerpo, como los demás. Hacía todo un esfuerzo sobrehumano para
realizar una reacción adaptativa para actuar ante el peligro que corríamos. Su
interés por no perder el bloc de notas donde apuntaba todo lo que veía era
insólito. El compromiso y deber que había adquirido como corresponsal de guerra
parecía que era superior a su miedo ante las circunstancias que estábamos
viviendo.
En fin, un ejército desecho, sumido en el pánico,
desmoralizado, sin ninguna disciplina, agobiado por el miedo y la cobardía que
alimentaron conductas infames.
—Cuatro compañías de zapadores que protegíamos la
vanguardia fuimos prácticamente aniquiladas, muriendo muchos compañeros. En
concreto la cuarta perdió los dos tercios de sus componentes. La avalancha de
soldados, asediada por el pánico, era cada vez mayor, produciéndose una
hemorragia de deserciones.
Todo aquel dolor, aquella inquina acumulada por la
muerte de miles de soldados españoles, rompió a tal nivel el alma de la
sociedad española que, se hizo lo imposible por buscar un culpable al que
señalar con el dedo.
Muchas madres enlutaron el corazón para el resto de
sus días, con sus infinitas amarguras que acabaron también con la paz de muchas
familias sustituida permanentemente por la zozobra y la intranquilidad
aflorando al mismo tiempo los odios enconados hacia Marruecos y los rifeños.
Patria, guerra y dolor eran tres eslabones importantes de esa nefasta
coyuntura.
¡Seguid familias pidiendo la terminación de la
guerra, exigiendo que os devuelvan a
vuestros hijos, los herederos de vuestra sangre, que habéis criado con tanto
amor para que sirvan a otros fines más nobles y beneficiosos que los de matar o
ser matados!—escribía Práxedes.
Alejandro Lerroux, líder del Partido Republicano
Radical, caracterizado por su lenguaje populista, agitador y manipulador,
opinaba que ”España no debía abandonar Marruecos porque debemos considerar ese
territorio como una prolongación de nuestra patria”.
La controversia oposición entre colonialistas y
anticolonialistas era patente. La prensa se hacía eco de ello.
Se publicó en el diario “El Sol” el 30/XI/1921: “todo lo ocurrido en
nuestra zona de Marruecos, no es otra cosa que el reflejo de nuestro estado
social y moral. Allí ha estallado la cloaca que aquí se engendró” (…) En El
Desastre son muchos los causantes. Todos los dirigentes del Estado, han
patentizado .su ineptitud. Es el fracaso del régimen político, social y
económico; son causantes también
aquéllos que por la Constitución están exentes de responsabilidad.
El dolor por los soldados españoles destinados en
Marruecos, que dejaban allí sus vidas, se expandió por las calles de España. El
Rif se estaba convirtiendo en nuestra ruina. La violencia se generalizó y
culminó con la muerte en el mes de marzo del presidente Eduardo Dato. Se
realizaron todo tipo de iniciativas para recaudar fondos a través de instituciones, familiares y
allegados destinados a ayudar a los heridos y enfermos de la guerra.
Todo el país quedó conmovido por los sucesos que
ocurrían en el Rif. Un fervor patriótico extraordinario se apoderó de una gran
parte de la sociedad española.
Lo que sucedió desde las primeras horas del 22 de
julio fue infernal. En cuestión de horas, el repliegue de unos tres mil
soldados españoles desde Annual, se convirtió, primero, en franca retirada, y
después, en desbandada general. Fue entonces cuando comenzó El Desastre y el
pánico se generalizó entre los soldados. Aquel día tuvo lugar una masacre. Los
rifeños no tardaron en acceder al campamento, conquistarlo, y asesinar a
cuantos enemigos hallaron en su interior.
Se acusó al general Silvestre de ser uno de los
máximos responsables de esta situación pero no el único culpable, también tuvo
sus responsabilidades el general Dámaso Berenguer, y cómo no, los políticos y
sus paupérrimas ayudas al ejército de Marruecos, aunque en cierta ocasión Luis
Marichalar y Monreal político
conservador español, vizconde de Eza y ministro de Guerra en esos momentos dijo que el ejército de África tenía cuanto
necesitaba.
El presupuesto para aquellas veleidades de guerra
era muy pobre. Los políticos asimismo fueron responsables por abandonar
económicamente las posibilidades de aquellos hombres, sin tomar conciencia de
su situación, a los que se les exigió demasiado a cambio de su sufrimiento y de
su muerte.
Al final la opinión pública cargó contra
Silvestre por su obsesión por avanzar a
marchas forzadas sobre el Rif cuando sabía que contaba con soldados de
reemplazo , con una preparación escasa.
El horrendo panorama también afectó , no solo a
Annual, sino a los “blocaos”, separados
varios kilómetros unos de otros. El general Silvestre los colocó en posiciones
que dominaban los valles. Hay que decir que su ubicación era probablemente
perfecta a nivel militar, pero no contó con la realidad de que no había agua en
lo alto de aquellos montes, sino en los valles. Fue un fallo logístico.
En muchos entornos olía a pólvora, hedor de animales
y personas sin enterrar y cómo no, los olores a humanidad añeja y
“consolidada”, a mugre por la falta de
higiene de los soldados. No había agua para paliar estas situaciones que muchas
veces desembarcaban en enfermedades incurables.
La retirada hacia Melilla la dirigió entonces el
general Navarro, que decidió no resistir al ataque rifeño con el permiso del
general Berenguer. Desde el 22 al 29 de
julio recorrimos los 60 km que separaban
Annual de la posición de Monte Arruit, donde llegó la columna de
supervivientes, tras una trágica persecución que en algunos momentos se
convirtió en una cacería sin paliativos, y un pánico que acuciaba por todas
partes.
Por el barranco y desfiladero de Izummar — hacía
referencia Mariano—nos retiramos unos cinco mil hombres en dos columnas
encajonados y bajo el fuego de los nativos rifeños .Se cayó en una auténtica
desbandada de la muerte, porque nos
disparaban a su antojo desde las alturas. Sus fusiles echaban humo. No
daban abasto a la ansiedad de sus dueños
por liquidarnos. El periplo de la retirada fue horrorosa.
Miguel Cerceño y Serafín Taboada trajeron junto a
nosotros a un compañero herido en una pierna, esperando poder introducirle en
algún camión o subirle a alguna acémila porque no podía andar, echaba bastante
sangre y tenía un dolor insólito.
Se trataba de Juan Gabriel Montilla, sevillano, de
profesión descuidero y carterista, según nos dijo, mientras le hacíamos un
vendaje con la manga de mi camisa. Nos contaba que en su ciudad solía entrar a
robar cuando veía alguna vivienda con la puerta abierta o tornada, o, en su
caso, también las abría él atacando al resbalón de la cerradura. Nunca le
habían cogido a pesar de haber robado montones de carteras y domicilios.
Proseguimos en nuestra ruta de evasión. Las alturas
que dominaban el camino de la huida estaban defendidas por la policía indígena.
Nos traicionaron, se insubordinaron y se rebelaron contra nosotros. Asesinaron
a los oficiales españoles y comenzaron a hacer fuego sobre las tropas en
retirada y los heridos mientras los rifeños seguían nuestra persecución.
Comenzó el caos y, sin que nadie cubriera su
retirada, tratamos de ponerse a cubierto de la balas corriendo hacia adelante.
Muchos oficiales abandonaron a su suerte a sus hombres en desbandada. Esa era
la situación por ese valle de la muerte. La gente caía herida o muerta a
decenas por los barrancos. No había manera de salir de esa vaguada de la
desolación, entre aquellas angostas alturas propias de una adusta orografía.
Intentábamos poner a punto nuestro máuser y calamos
las bayonetas en el extremo de los cañones de los fusiles, mientras una fogosa
tensión y un apabullante miedo nos perseguía entre los silbidos peregrinos de
las balas que no sabíamos en que cuerpo se podrían ubicar. Se imponían el
malestar, el agobio, los murmullos espontáneos y los rostros llenos de asombro
e inquietud.
Ese amplio espectro de agresiones de toda índole,
por parte de los rifeños, nos producía los más insólitos trastornos que puede
ocasionar una guerra entre los contendientes.
La presencia fehaciente de ese conflicto en el que
estábamos inmersos, suscitaba la figura de la muerte. Provocó entre todos
nosotros, allí desprotegidos una serie de emociones incontroladas como el miedo
que interiorizábamos a una velocidad vertiginosa. Debido— en este caso— a la
torpeza de los mandos militares que nos dejaron huérfanos e indefensos ante la
crueldad enemiga. Nuestra ignorancia para analizar esas circunstancias era
supina según huíamos.
La atención a
los heridos brillaba por su ausencia. Los gritos, manifestaciones de
dolor y auxilio de los afectados, se perdían en esa despavorida huida hacia
adelante. Todo trastocaba las percepciones de los sentidos y nuestras emociones
que nos perturbaban. Nos movíamos sin saber qué hacer. Nuestra intuición era el
arma verosímil para evitar ser apuñalado degollado o blanco de un tiro.
—Mirábamos
a la cara del terror—indica Mariano—Sentí ese escalofrío que me identificaba
con él. Lloré, sufrí y tuve esperanza de vivir, no había otro remedio. Los
moros siempre degollaban con salvaje
ferocidad y sin piedad a los soldados que cogían vivos o heridos.
—Nos quedábamos sin municiones, nos rodearon en las
cercanías de nuestro camino y se produjo la lucha cuerpo a cuerpo contra esos
salvajes. Huíamos como podíamos de esa barbarie. Estábamos tan aterrados que no
nos enterábamos que, en ocasiones,
pisábamos los cadáveres de nuestros compañeros.
La tenacidad de los rifeños en el combate era
enorme. Nosotros poníamos como escudo un muro de valor y heroísmo que derribaron poco a poco. Se
imponía sobre nosotros la fatiga del combate. Apenas pudimos dormir. Algunos lo
hacían sentados, recostando sus espaldas ente ellos .Las noches eran cada vez
más inseguras e inciertas.
¡Cada cual tenía que atender a su propia salvación!
La sangre de miles de soldados de leva, jefes, oficiales, suboficiales y
cabos, todos sin distinción corríamos
por el desfiladero tiñendo con nuestro sudor, lágrimas y sangre el color marrón
pálido de esas tierras.
Las tensiones musculares y mentales eran evidentes,
intentando buscar locamente un horizonte de salvación que no llegaba para
muchos. Nuestro grupo iba teniendo suerte, no hubo bajas.
Arrinconados
en los barrancos en la huida, o aislados en los pequeños puestos que
quedaban, sin esperanzas de auxilio o
refuerzos, murieron unos 4000 hombres en El Desastre. Las posiciones
españolas caían como fichas de dominó.
En la profundidad de aquel estrecho desfiladero la
noche era fría, y con un viento muy sonoro y un amanecer que enseguida dominó
el sol abrasador. El hedor circundante a sangre humana y animal y a más cosas
que una mente aturdida e irreflexiva no sabía distinguir, penetraba en nuestras
fosas nasales taponando nuestros sentidos.
Por un momento pensé que todos estábamos educados
por la obediencia, la lealtad, el dolor y el sacrificio. Me percaté de que en
cada guerra se mata de una forma distinta. Los compañeros que iban cayendo por
centenares, eran los únicos que realmente veían el final de aquel
enfrentamiento tan cruel. Necesitábamos mucha “baraca”. Práxedes, Lucrecio,
Miguel, Casimiro y yo la teníamos.
—Empuñé mi pistola y noté que algo me injuriaba. Me
temblaban las manos y me faltaba sensibilidad en la yema de los dedos. Eran
experiencias físicas desconocidas por mí hasta ahora.
—Miraba al cielo y sólo veía las penumbras de la
muerte. Estábamos en una situación –como decía Platón-donde era mejor evitar el
combate que vencer en él, aunque el asedio de algún rifeño con ansias de
matarnos a alguno de nosotros estaba
firme en el ambiente.
—Observé a mi derecha y vi cómo dos moros, a unos
cinco metros de mí, pretendían con su gumia segarle el cuello a Práxedes. Me
abalancé sobre ellos sin pensarlo. A uno le pegué un tiro en la nuca y le
atravesé el cráneo; a otro le clave mi machete en el cuello de lado a lado. Mi
amigo ni se había dado cuenta del peligro que corrió—se abalanzó sobre mí y me
dio un fuerte abrazo mientras me decía:
— ¡Mariano, amigo mío me has salvado la vida!
Cada vez corríamos más peligro. La gente no sabía
dónde parapetarse de los disparos y acoso de los rifeños que nos mataban como a
conejos. Se oían constantemente quejidos de dolor y se observaba la pérdida de
movilidad de muchos hombres por las heridas. Aquello era una locura pavorosa.
Vertíamos lágrimas de sufrimiento y de sangre, entre la angostura de unos
valles cerrados por altísimas montañas.
El relente de
la noche nos calaba las ropas, los pies se nos helaban. Era muy duro soportar
las inclemencias de la oscuridad hasta que amanecía, porque al alba parecía que
encontrábamos el sendero de nuestra existencia.
Los fogonazos de los cañones rifeños y las acciones
de su fusilería relampagueaban en la oscuridad marcando la línea de peligro en
las alturas que nos rodeaban. Algunas veces atacaban en cualquier momento y nos
creaban un nerviosismo infernal.
Los rifeños no dormían—o eso parecía— porque también
nos asediaban con sus gritos de guerra que les daba una entidad, que les unía en la lucha y
la acción, a todos ellos.
Intentábamos otear la frontera del peligro, moviendo
los ojos abiertos, muy tensos, con insistencia, de un lado para otro, tragando
saliva. Se quebrantaba paliativamente nuestro estado de ánimo por ese miedo
intenso que nos subía de los pies a la cabeza.
El lenguaje corporal de esa turbación que nos
aterraba, se manifestaba en ciertas micro expresiones faciales comunes a la
mayoría: las cejas ligeramente levantadas, el ceño tenso y la boca
entreabierta, señales inequívocas de que el temor estaba presente en nuestro
interior.
— Ya
estábamos muy mermados, casi aniquilados, al borde de perder la vida. Cada vez más llegaban cientos de rifeños, se
multiplicaban constantemente y las balas de sus fusiles se impregnaban en sus dianas que éramos todos
nosotros.
Considerábamos que era el final para todos
cuando comenzó a actuar en nuestra defensa, abriéndonos caminos de huida el
Regimiento de Cazadores de Alcántara, 14 de Caballería, mandados por el
teniente coronel Primo de Rivera. Nos cubría la retirada hacia El Batel.
Oímos un ruido de fondo, de caballos, toques de
corneta y voces de mando.
Hacia las
10.30 de la mañana estos hombres llegaban desde Dar Drius hasta Izummar para
proteger de forma ordenada el repliegue general, de esa diáspora de soldados
temerosos, de esa masa desperdigada, ingente, cerca de 5.000 hombres que
huíamos desde Annual, que corríamos ya despavoridos por el desfiladero
estructurado por una serie de gargantas y barrancos que descendían desde el
alto.
El resultado fue una carrera horrorizada en la que
nos mezclábamos todos. Hasta los heridos con un mínimo de vida intentaban
escapar como podían en ese confuso tropel.
—Le dije a Lucrecio: ¡a mi lado, a mi lado! No te
separes de mí. Moriremos juntos si hace falta. Ese puede ser nuestro orgullo.
Desde la carretera, Primo de Rivera intentó poner
orden a punta de pistola, tratando de reorganizar la situación e intentando
controlar la desbandada
Observamos que era imposible ejecutar su buena
intención. Toda aquella masa se venía encima de la caballería como un alud una
avalancha que producía, a su vez, muertos y heridos, colapsando asimismo los
pocos medios de transporte que teníamos de mulos y alguna camioneta que otra.
En el camino de huida encontramos moribundo a
Bucéfalo que estaba debajo de su caballo que había caído muerto. Levantó los
brazos hacia mi presencia, la de Práxedes y Lucrecio. Nos miraba en silencio
pidiéndonos auxilio. Eso hicimos. Estaba entre los soldados del Alcántara que
habían sido heridos de muerte. Esos hombres de caballería eran únicos y
excepcionales.
Nos contó balbuceando cómo intervino, como otros
muchos compañeros, contra los rifeños:
—Tensé los músculos de mis brazos y piernas, respiré
con profundidad, enarbolé mi espada, apreté las grupas de mi caballo y me
acerqué a la muerte en el combate. Me
silbaban las balas mientras sostenía el
sonido de sus relinchos y movimientos bruscos, hasta que una ráfaga de tiros de
fusilería, mató al animal y me hirieron a mí.
Me batí corriendo en retirada, como pude, entre
caballos muertos y compañeros heridos
que levantaban los brazos pidiendo ayuda.
Un sargento se acercó a mí con su caballo, subí al
animal y nos marchamos huyendo de todo aquel horror hasta que nos hirieron de
nuevo a los dos. El animal salió despavorido y nos tiró al suelo. Así me habéis
encontrado ¡Mirad ahí está el sargento muerto!
—Ese era su relato de angustia.
—Nosotros habíamos observado cómo el regimiento
Alcántara nos estaba salvando de aquella tragedia gracias a la valentía de sus
hombres y a las múltiples bajas que estaban sufriendo, abriéndonos el camino de
la huida. Su entrega fue absoluta.
FIGURA 7 Ataque del Regimiento Alcántara
Los caballos del Alcántara, ligeros y briosos,
bufaban, relinchando sin sosiego ni descanso. Se ponían en corbeta cuando
atacaban, impresionando a los rifeños. Briosos corceles que caracoleaban
nerviosos A muchos de ellos les corría la sangre por sus tripas y patas debido
a las heridas recibidas. Todos fueron muy disciplinados hasta el final
siguiendo las órdenes de sus jinetes. Aquello era un coro de relinchos que
llamaban la atención y asustaban en algún momento a los rifeños en esa feroz
pelea que atronaba en el ambiente envuelta en esa espesa nube de polvo.
Era durísimo atisbar montones de jóvenes muertos. Su
sangre humilde hacía regueros junto a la de los animales que montaban. Era la
odisea de aquellos hombres que estaban muriendo por la Patria.
Dos sanitarios pasaron con una camilla por nuestro
lado y les pedimos que le llevaran a
Bucéfalo a un lugar más seguro. Se despidió de nosotros llorando. Tenía una
gran herida en el pecho. Nunca más volvimos a vernos.
Mientras tanto la visión del paisaje del Rif seguía
transmitiéndonos un gran temor.
Esa estampida humana, llena de virulencia, que se
movía en una sola dirección sin atenerse al buen orden o las consecuencias para
los demás integrantes del grupo, estaba llena de pánico. La mayoría de veces
los choques humanos y los aplastamientos se producían porque no contábamos con
las suficientes salidas o vías de escape, por unos caminos estrechos
delimitados por barrancos a veces muy peligrosos.
Fue del todo imposible seguir un orden de retirada,
ya que había cundido el pánico y se había perdido todo vestigio de jerarquía
militar. Tras permitir que la marea humana rebasase su posición, los
escuadrones de caballería se fueron desplegando primero por las lomas que
dominaban el paso y después por la carretera que iba a Ben Tieb (donde el fuego
decreció) y Dar Drius, tratando de repeler escalonadamente los continuos
ataques del enemigo. Las columnas habían superado los desfiladeros de Izummar y
los barrancos, y el camino transcurría ya por una llanura que permitía a la
caballería desplegarse por los flancos.
Práxedes, que iba esta vez más adelantado que
nosotros, parapetándose en el interior
de un grupo de compañeros muy compacto, escribiendo sus apuntes de reportero,
tomaba notas de todo lo que veía y oía, como la arenga del Teniente Coronel
Primo de Rivera dirigiéndose a sus soldados:
“¡Soldados! Ha llegado la hora del sacrificio, que
cada cual cumpla con su deber”.
“Si no lo hacéis, vuestras madres, vuestras novias,
todas las mujeres españolas dirán que somos unos cobardes”.
“Vamos a demostrar que no lo somos!”
La caballería, que estaba acampada en Drius, salió
para el combate con un valor increíble, al trote furioso de sus caballos, abría
pasillos de seguridad para que pudiéramos escapar a la mayor velocidad posible,
entre nubes de confusión y polvo: ocupaban las lomas “en orden cerrado”:
formación en línea o columna.
Los rifeños nos seguían atacando sin compasión. Los
nervios de todos los soldados, que estábamos en esa ratonera, se tensaban
hasta el límite y, en muchas ocasiones, llegaban a quebrarse y romperse.
El tiempo y el espacio se convertían entonces en una pesadilla para todos, que
se repetía, una y otra vez.
Nada más pisar las cercanías del río, la columna se
vio obligada a enfrentarse a cientos de tiradores rifeños bien apostados. La
situación era desesperada, así que el general Felipe Navarro ordenó al Regimiento
Alcántara proteger nuestra retirada a toda costa.
La mayoría de las bajas de la columna que salimos de
Annual se produjeron justo en el momento de abandonar el campamento por el
desfiladero de Izummar, cuando íbamos todos en una fuga estrepitosa,
entorpeciéndonos unos a otros en un tumulto de unidades revueltas,
desorientadas y errantes.
Necesitábamos
la ayuda de la caballería del regimiento
Alcántara para abrirnos paso ante el acoso multitudinario, que sufríamos de los
rifeños, quienes caían sobre nosotros como hienas, en esa campaña de
persecución y exterminio donde estaban muriendo centenares de soldados.
—A pesar de los esfuerzos que estaban realizando los
agotados soldados del Alcántara, con sus continuas cargas sobre los rifeños
para proteger nuestra retirada, llegamos al cauce seco del río Igan, donde
estaban atrincherados miles de moros y nos fue de nuevo necesaria su ayuda,
pues los miembros la columna habíamos realizado una retirada desesperada hacia
Batel y Tistutin, y teníamos montones de heridos que suponían un gran problema
para el avance.
Fueron ataques desesperados, casi suicidas, con los rifeños parapetados y
emboscados en los accidentes del terreno, algo que prácticamente acabó con el
Regimiento.
Los disparos del enemigo hicieron estragos en lo que
algunos llamaron “las cargas de la muerte”, y, al final, la columna pudo seguir
retirándose, pero en esas cargas el Regimiento de Caballería Cazadores de
Alcántara 14 quedó deshecho ese 23 de julio de 1921.
Su entrega en la lucha fue total; con obediencia,
pundonor, mostrando un heroísmo más allá de lo razonable. Al grito de “¡Viva
España!”, los 700 jinetes cargaron una decena de veces contra los rifeños
ubicados entre aquellos barrancos y hondonadas, con un único objetivo en la
mente: proteger la retirada de los cientos de soldados que llegábamos desde el
aniquilado campamento de Annual.
En esa tragedia conmovedora el Regimiento perdió un 90% de sus hombres que se dejaron
allí la vida. Ese día se produjo en aquellos parajes una situación dantesca, en
medio de un sol infernal y un entorno de piedras, remolinos de polvo, sangre y
muertos. Se estaba culminando el proceso de El Desastre.
—La prensa en España señalaba:
¡Murieron hasta
los educandos y trompetas del Regimiento Alcántara combatiendo contra el
enemigo rifeño. Eran 13 y todos perecieron heroicamente el 23 de julio. La
mayoría eran casi niños, algunos salidos de la inclusa, con infancias
desgraciadas, pero en valor no cedieron a nadie. (ABC, 25 de julio de 1921)
Práxedes plasmaría en los días siguientes, en la
crónica que enviaba para su periódico,
los hechos que presenció:
“Estábamos totalmente asediados en Izummar e Igan.
La muerte caía sobre nuestras espaldas. Parece que venía del cielo, de los
laterales y no sé de cuántos sitios más. La matanza era horrorosa y la
indefensión total.
El Regimiento Alcántara comenzó a enviar pequeñas
partidas a ocupar las alturas y desalojar al enemigo de ellas por el peligro
que suponían. Una vez pasó la columna de Annual, se continuó haciendo fuego
sobre los rifeños hasta la llegada a Ben Tieb, donde los del Alcántara dejaron
a los soldados heridos que habían transportado en la grupa de los caballos.
La actuación ese día de este Regimiento de caballería fue ejemplar, intentando poner
orden en la retirada con los pocos medios de que disponía, cubriendo los
flancos y la retaguardia de aquella muchedumbre, hasta su llegada a Dar Drius.
“El día siguiente
fue el día más duro para estos soldados. Setecientos jinetes tuvieron
que dar protección a más de 5.000 de sus compañeros hasta llegar a la posición
segura indicada”.
El Teniente Coronel Primo de Rivera salió con los
Escuadrones al galope haciendo varias cargas, llegando al cuerpo a cuerpo y
persiguiendo con fuego al enemigo para aniquilarlo o dispersarlo.
Sin embargo, aunque los soldados nos
replegábamos muchos de nosotros gracias
a este Regimiento valeroso, conseguimos salvarnos del asedio multitudinario
rifeño. La unidad sufrió muchas pérdidas debido al abundante fuego de
fusilería.
Los compañeros que se quedaban rezagados, por
ejemplo, por estar heridos o sufrir alguna enfermedad, era degollados sin
paliativos por los moros.
Primo de Rivera se reunió, con sus oficiales y
dirigiéndose a ellos, esbozó una mueca altiva y
les dijo:
—La situación, como ustedes verán, es crítica. Ha
llegado el momento de sacrificarse por la patria, cumpliendo la sagradísima
misión de nuestra Arma. Que cada uno ocupe su puesto y cumpla con su deber.
Tras conocer
el destino de sus compañeros, los jinetes del Alcántara volvieron a
protagonizar una nueva carga. Cada vez aumentaba más el número de bajas.
Al llegar al cuerpo a cuerpo, la lucha fue
sangrienta e, incluso, los miembros del Alcántara se vieron obligados en alguna
ocasión a retirarse y reagruparse, pero sólo fue para cargar nuevamente contra
el enemigo con mucho más ímpetu. Finalmente, les vencieron y les obligaron a
huir”.
Cabe destacar que, en las últimas cargas, ante lo
menguado de las fuerzas, hasta los oficiales veterinarios (“albéitares”) y los
trompetas, se incorporaron y cayeron junto a sus compañeros.
Al finalizar de esa jornada, el Regimiento de
Alcántara dejó de existir como Unidad.
Días después en Monte Arruit, el 6 de agosto de 1921, falleció el Teniente
Coronel Primo de Rivera a causa de la gangrena producida al amputarle un brazo
tras ser alcanzado por un proyectil de cañón”.
Era un militar muy valioso. Valorado por todos los
hombres que estábamos a su servicio—nos comentaba Isaías Sastre, superviviente
del regimiento de caballería Alcántara Nº 14 quien tenía una considerable
herida en la espalda hecha por un rifeño con su gumia. Era un hombre portador
de una mirada arisca, sagaz y la voz entrecortada. Había vivido momentos
extraordinarios, en su existencia cotidiana, teñidos quizás de imprudencia y
temeridad.
—Mariano plasmaba así estas vivencias en su mente
porque no quería olvidar aquellos hechos insólitos que deseaba guardar en su
cerebro para siempre : “el sacrificio humano y militar de nuestros compañeros
del regimiento Alcántara, fue digno de admiración y agradecimiento. Muchos de
nosotros salvamos nuestras vidas gracias a su entrega y defensa”.
Aturdidos y huidizos pudimos comprobar cómo muchos
jinetes y sus caballos caían en tropel llevándose antes por delante a todos los
rifeños que encontraban y les era posible matarlos. La caballería demostró ser
rápida, muy veloz en sus movimientos, de brava acometida y avance arrollador”.
Eran relatos conmovedores los que
Mariano quería guardar en sus neuronas:
¡Compañeros del Alcántara: os mostrasteis tenazmente
valientes en vuestras cargas donde a
muchos os esperó la muerte que nosotros observábamos espantados, mientras
huíamos al mayor paso posible. Nos apartamos, con la mayor rapidez posible del
estrecho camino, siguiendo las partes más bajas de las lomas, para dejaros paso
a vuestro ímpetu—buscábamos aterrados la libertad ante aquel asedio de muerte!
—“Contemplábamos despavoridos el trote impetuoso de
vuestros caballos y la velocidad que
cogían, algo imponente que podía aturdir
a cualquiera. Parecían que volaban. Nos inculcabais la seguridad necesaria para
escapar de ese infierno y nos abristeis el camino para poder huir de aquel
matadero”.
— ¡Todos
observamos que luchabais como fieras protegiendo nuestra retirada. Os estabais
sacrificándose por todos nosotros. De no ser por vuestra entrega y heroicidad,
a cientos de nosotros nos habrían asesinado a sangre fría los hombres de Abd
el-Krim. Los temíamos considerablemente porque los rifeños daban buena cuenta
de los prisioneros que cogían pasándolos a cuchillo. Era atroz su ensañamiento
contra nosotros. Un odio ancestral de venganza y exterminio interiorizado en
sus venas!
Según Mariano,
ese 23 de julio nos reunieron, cuando llegamos a Dar Drius, a los soldados que sobrevivíamos
de las seis compañías de Ingenieros de la Comandancia; la 1ª, 2ª, 4ª , 5ª y 6ª
procedentes de Annual, donde se hizo cargo de la retaguardia una fuerza de 433
hombres al mando del capitán Aguirre. Habíamos tenido más de cien bajas.
Por orden del general Navarro los ingenieros
atendimos a la fortificación del campamento de Dar Drius, junto a una compañía
de infantería, reforzando la fortificación del campamento.
Fue exterminador. No podíamos más. Estábamos
agotados aunque parecíamos infatigables. Pensábamos que teníamos que resistir
porque el pensar que a los rifeños les encantaba contar las cabezas de los
españoles, decapitarlos, nos insuflaba una energía especial para no
amedrentarnos en el cumplimiento de nuestros difíciles objetivos.
El 23 de julio el general Navarro, dictó una
retahíla de órdenes y se decidió a evacuar
la posición Dar Drius. La columna emprendió la salida, en aparente buen
orden, mientras las compañías del regimiento "San Fernando"
permanecían apostadas en el parapeto y protegían la salida, de forma que al
finalizar ésta, se incorporaron a la misma para convertirse en su retaguardia.
El general, suspiró algo agobiado por la
incertidumbre latente de las circunstancias existentes y optó por la retirada
de las tropas hasta Batel, situado a unos 20 kilómetros, donde pernoctamos. Al día siguiente continuamos
camino hasta Melilla.
—Retrocedimos combatiendo durante seis agotadores
días a partir del día 23, deteniéndonos en Ben Tieb, Dar Drius, El Batel y
Tistutin hasta llegar el día 29 a Monte Arruit. El enemigo ocupaba todo el
terreno entre esta posición y Melilla. El ensañamiento de los rifeños con la
posición, permitió la salvación de Melilla pues las cabilas rebeldes se
centraron en acabar con este foco de resistencia en vez de proceder contra la
indefensa ciudad que realmente corría peligro.
—Apuntaba Práxedes que “de los 2.566 soldados,
aproximadamente, que salimos de Dar Drius tan solo 1.295 llegamos a la posición
de Batel; el resto quedaron muertos,
dispersos o continuaron hacia Monte Arruit y Melilla sin control de sus
oficiales. Muchos se contaron como desaparecidos.
El general Navarro ordenó a nuestro capitán Aguirre,
alojar todas las compañías de Ingenieros en Titsutin a fin de realizar trabajos
de fortificación en la posición y mantener el enlace con la retaguardia. El 29
de julio, iniciamos la marcha de repliegue hacia Monte Arruit, al primer rayo
de sol que apareció por el horizonte, que nos atrajo a todos como un foco de
esperanza.
A medida que
la columna se acercaban a esta posición,
la agitación se apoderó una vez más de todos nosotros acosados por un inmenso y
nuevo ataque enemigo. No nos explicábamos de dónde podrían salir tantos rifeños
fanáticos hostiles y beligerantes dispuestos a todo. Eran muchos más que
nosotros. Una oleada de pánico nos invadió y nuestra naturaleza quedó mermada.
A escasa distancia del fuerte de Monte Arruit se
rompió la disciplina y nos desbordamos a
la carrera, de manera alocada. Comenzó otra vez esa especie de desbandada que llevó a muchos de mis
compañeros a la muerte.
El refugio en
esa posición, se llevó a efecto con enorme precipitación y desconcierto. No se
había programado nada y el desorden era la tónica dominante.
—Me sentía torpe para expresar mis sentimientos y
confuso para diferenciarlos en aquel momento—manifestaba Mariano en uno de sus
acostumbrados soliloquios.
Nos mirábamos unos a otros sin saber qué hacer.
—La 2ª
compañía de ingenieros zapadores realizamos grandes trabajos de defensa, aunque
estábamos agotados por las marchas, el continuo combatir y la falta de agua y
alimentación, me sentía como si me hubieran metido varios dedos en los ojos. Me
costaba, con una desmedida amargura, contemplar ese panorama y sufrir esas
vivencias tan duras.
A las pocas horas de llegar a la posición, ya estaba
totalmente cercada y no se podía seguir la retirada hacia Melilla. El eminente
peligro se ceñía de nuevo sobre
nosotros. Miles de rifeños caían otra vez sobre la multitud de soldados que
allí estábamos. El general Navarro le comunicó al Alto Comisario, general
Berenguer cuál era nuestra situación y la baja moral de los soldados. Le apuntó
que necesitaban urgentemente refuerzos o si no la posición se vendría abajo. Así fue.
El general Berenguer le dio carta blanca para
realizar la rendición en las condiciones que él creyera oportunas pactar. El 9
de agosto la posición se caía por sus cimientos: “agotados todos los recursos
de defensa, extenuada la fuerza, no disponiendo de munición, agua ni víveres
necesarios ni equipamiento. Además era imposible mantener una higiene y unas
condiciones de vida aceptables, lo que provocó enfermedades a mansalva y casi
más bajas que los rifeños.”
Práxedes escribió una crónica sobre lo que estaba sucediendo para
su periódico, la última que conocieron sus compañeros:
“Estaba claro que, si no se podía auxiliar Monte
Arruit, solo quedaba negociar la rendición. El Alto Comisario Berenguer, que
transfirió desde el principio esta responsabilidad al general Navarro, le
sugirió tratar la situación con el caíd Ben Chelal, de la cabila de Benibu
Ifrur.
Además, llegaban noticias de que Abd el-Krim
respetaría escrupulosamente las condiciones de la rendición, y que castigaría
duramente a los que las incumplieran. No fue así ni mucho menos. Se cometió una
ignominia contra los soldados españoles.
Aunque el general Felipe Navarro no estaba
convencido de la conveniencia de negociar con los cabileños, ante la falta de alternativas,
decidió pactar con sus sitiadores, entre los que ya daba cuenta de la presencia
de contingentes de Beni Urriaguel.
Se cerraba el acuerdo: la guarnición,
desarmada, debía dirigirse hacia Melilla; los heridos y enfermos que no
pudieran ser transportados, quedarían en Monte Arruit, junto con médicos y una
escolta de rifeños. Tras formarse el convoy, y mientras los cabileños tomaban
nota del armamento que se iba entregando, una multitud de rifeños cada vez más
numerosa, amenazante cercaba la posición, comenzando entonces una matanza sin
escrúpulos ni consideraciones. Los rifeños cometieron salvajemente montones de
atrocidades contra todos nosotros.
Será difícil saber si la traición fue deliberada o
si la masa, desenfrenada, escapó al control de sus dirigentes. En todo caso, es
más que probable que se ignoraran las instrucciones de Abd el-Krim el cual,
desde el principio, había solicitado que se respetara a prisioneros y heridos.
Los supervivientes tras deponer las armas fueron
asesinados por las tropas rifeñas, quedando prisioneros únicamente algunos
oficiales y soldados de tropa. Fallecieron 3000 miembros
del ejército español, la mayoría soldados, solamente lograron escapar con vida
unos 60 hombres”.
(Práxedes Urquiza, soldado y corresponsal de guerra
del diario Castilla Libre en el Rif)
CAPÍTULO IX
El soldado del Rif gravemente
herido. La vuelta a casa.
La fortificación de Monte Arruit fue asediada desde
el 24 de julio hasta el 9 de agosto en que se produjo nuestra rendición,
La excepción a toda esta matanza la forman alrededor
de quinientos jefes, oficiales y algunos soldados, con el general Navarro a la
cabeza, que fueron hechos prisioneros y
trasladados por orden de Abd el Krim a Axdit (bahía de Alhucemas) como
prisioneros de guerra. El líder rifeño quería cobrar un rescate por ellos como
así sucedió posteriormente.
El Rif había cambiado su fisonomía de control y
poder. En tan solo unas pocas semanas, Abd el Krim, el que había sido un amigo
de España en otros momentos, se hace con el control de gran parte del Rif
oriental y quiere llegar hasta las mismas puertas de Melilla que se convirtió
en una ciudad aterrorizada y asediada. Dos cañones arrebatados al Ejército
español empezaron a bombardearla a su antojo desde el cercano monte del Gurugú.
—Miguel Cerceño apostillaba: “una vez que nos
desarmaron los rifeños en Monte Arruit
comenzaron las vejaciones más severas e inhumanas de los rifeños. Unas
ejecuciones y violaciones contra nuestra. Sí contra la integridad de todos
nosotros soldados de leva, la mayoría muy jóvenes y poco expertos en las
andaduras militares, que combatimos en los escenarios del “Desastre”.
Una serie de atrocidades por parte de los moros que
se convirtieron en verdaderos crímenes de guerra.
—Rufino Cabero, parafraseaba sobre lo vivido
señalando: “hemos sufrimos el terror y el castigo de la muerte, desde nuestra
salida de Annual.”
Cuando comenzó la matanza, Mariano, herido de muerte
en el cuello, el hombro y en una pierna por el alcance de la metralla de una
bomba de mano mora, pudo contemplar— ya casi inconsciente, en estado de suma
gravedad, con la vista llena de penumbras— que le brotaban desde sus rincones
cognitivos más inesperados, cómo la muerte le conducía hacia Dios y le alejaba
de su vida, sus amigos, la familia..., sorteando una situación inequívoca e
imparable.
Miró hacia ese cielo del atardecer y no encontró
respuestas a su incertidumbre. Su percepción visual le condujo hacia un lado y
hacia otro donde percibió múltiples escenas tétricas y dolorosas que se
producían a su alrededor.
Su amigo Lucrecio estaba luchando contra dos rifeños
a los que abatió con la bayoneta de su fúsil. Pero a los pocos minutos, varios
moros le redujeron por la espalda, de los que intentó liberarse con la pericia
de un gato montés, mientras le abrían su abdomen con una gumia y le extraían
los intestinos que caían al suelo, siendo decapitado posteriormente y pateada
su cabeza que fue a parar al lado del cuerpo de
Mariano que permanecía inamovible, dando la sensación virtual de que
estaba realmente muerto.
¡El dolor y la ansiedad encubierta se apoderaron de
él en ese silencio estremecedor que le producía su impotencia e indolencia
producidas por sus heridas!
De pronto notó que alguien intentaba manipular su
cuerpo, era Mohamed Amar Ahmed, un rifeño de la Policía Indígena a quien
conoció en Melilla, realizando juntos el período breve de instrucción. Mohamed
en ese momento era auxiliar para la formación de los nuevos reclutas que como
Mariano habían llegado recientemente y les preparaban con brevedad para
llevarles al frente a luchar contra los rifeños.
Arrastró a Mariano, sorteando a los militares
fallecidos con cierta destreza, hasta un
recóndito lugar, le secó lo que pudo la sangre de sus heridas y se las taponó
en lo posible tras utilizar varias camisas de soldados españoles muertos.
Mariano elevó la vista hacia ese hombre al que
reconoció, que ahora era soldado de Abd- el –Krim porque su familia había sido
amenazada de muerte si no se sumaba a la causa rifeña y desertaba de la Policía
Indígena española. Era miembro de una cabila
no muy guerrera cercana a Melilla, los Beni Sicar, que en otros tiempos
fue amiga y subsidiada de España.
Mohamed cambió de vestimenta a Mariano y le puso las
ropas de un soldado rifeño fallecido. Desde el 9 de agosto que se produjo la
rendición de Monte Arruit hasta el 24 de octubre que se recuperó la posición
por los españoles, le estuvo cuidando camuflado en unas casas cercanas de unos
parientes. El rifeño se quedó con otros muchos compañeros suyos más tiempo en la guarnición de la posición.
A medida que La Legión, los Tabores de Regulares y
otros soldados, iban recuperando las posiciones perdidas, retrocedían los
rifeños.
Cuando éstos acordaron retirarse de Monte Arruit
porque los españoles había atravesado el río Kert y ya estaban cerca, Mohamed
esperó hasta el último día en que pudieron resistir en el fuerte, para poner de
nuevo a Mariano sus ropas de soldado, con su identificación correspondiente,
dejándole entre los muertos para que los soldados españoles se hicieran cargo
de él si todavía podía vivir.
“Se alcanzó Monte Arruit el 24 de
octubre y allí las tropas revivieron el horror: 3000 cuerpos insepultos y medio
momificados, muchos degollados, destripados o lapidados. Los harqueños se
habían afanado incluso en desenterrar a los muertos. En la puerta del fortín,
un grupo de unos cuarenta muertos, unos sobre otros. Todo el recinto
completamente lleno de cadáveres en posturas trágicas. La sanidad trabaja
activamente y los identifica cuando ello es posible. Continuamente salen
camiones repletos de muertos para Melilla,
de cuyo montón salen cabezas manos, pies y otras partes del cuerpo que
están desprendidos.”
Cuando los españoles recuperaron la posición, un
cabo de la Legión llamó a dos de sus hombres para mover a unos muertos y notó
que allí se encontraba un soldado de ingenieros que todavía respiraba. Le
chequearon y vieron su identificación. Se trataba de Mariano Torreblanca
Laredo, natural de Aranjuez (Madrid).
Llamaron a los sanitarios y de inmediato le
evacuaron a Melilla (ciudad situada a unos 37 kms de Monte Arruit) en una
ambulancia, junto a otros compañeros que estaban en una situación similar.
La gran cantidad de heridos que se produjeron a raíz
del Desastre, a lo largo de todas las posiciones, colapsó la estructura
sanitaria que se había extendido, a lo
largo del territorio rifeño, controlado hasta ese momento, desapareciendo los
hospitales de campaña y la estructura sanitaria existente que estaba
establecida, trasladando a Melilla a todos los heridos. Muchos murieron en esa
impetuosa desbandada por no poder recibir las atenciones sanitarias necesarias.
En aquellos momentos los hospitales estaban
completamente llenos, a rebosar de heridos, habilitándose incluso tiendas de
campaña donde los agrupaban, mezclándose en tremenda e inevitable confusión,
heridos y enfermos, obligando a los médicos a un trabajo fuera de toda
medida. La atención debía ser rápida y
solventando una multiplicidad de dificultades.
Se podría observar cómo entraban y salían continuamente soldados que
vivían sus últimos momentos y fallecían.
A Mariano le prestaron las atenciones médicas de urgencia. Tenía bastantes heridas crónicas y también tejidos y músculos dañados.
Tuvo la suerte de poder ser ingresado y operado en
el Hospital Militar de Melilla, conocido como el Docker, por un cirujano
militar del equipo del doctor Mariano Gómez Ulla que se había desplazado desde Berlín al Protectorado donde sería
nombrado “cirujano consultor-director de los servicios de cirugía del ejército
de operaciones de Marruecos y hospitales de evacuación de la península”. Le
operó y cosió todas sus lesiones proponiéndole -dada su gravedad- para ser embarcado,
en un buque- hospital, “el Alicante”, que salía al día siguiente rumbo a Málaga. También fue operado por el doctor
Rogelio Gil de Quiñones, un especialista de gran estima y profesionalidad.
Parecía que
vivía en una sombra que separaba su
cuerpo y la situación vital casi inerte
en la que se encontraba.
Al llegar a Málaga fue ingresado en el hospital
militar, en una habitación con otros dos soldados. Comenzó a hablar despacio y
sentir que era él. Parecía enteramente un cadáver viviente.
Le tenían atado a la cama porque sufría
alucinaciones auditivas y visuales, teniendo terrores nocturnos de alta
intensidad que además le impedían dormir. Gritaba con angustia y estaba muy
asustado y alterado, moviendo las piernas constantemente, parecía que tenía
azogue. La guerra le había producido este estado de derribo demoledor como a
otros muchos soldados.
La comida se le suministraba a través de una sonda.
Estaba entubado, y con suero. Le tuvieron que hacer varias transfusiones de
sangre, inyectándole bastante morfina por los dolores tan fuertes que padecía.
Cuando recuperó su estado de mínima conciencia, tras
haber sufrido un importante daño cerebral— una lesión cerebral traumática
severa—comenzó a presentar evidencia de
actividad cognitiva residual, mostrando conciencia de sí mismos y de su
entorno, comenzando a acordarse de su madre hermanos y hermanas y también de su
ciudad, Aranjuez, su cuna, ciudad a la que tanto amaba. Tenía que seguir
luchando porque a todos les prometió que volvería, incluso a Tasio, su paisano,
para seguir ganando campeonatos de mus.
Mohamed, el rifeño, le había salvado la vida. Como
agradecer esa gran ayuda a un rifeño con
tan buen corazón.
Éste le contó en Melilla a Marian que
era descendiente de una larga familia de sefardíes que vivieron en 1492 en
Toledo, en el barrio judío, cuando fueron expulsados por los Reyes Católicos.
Todavía guardaban la llave de su casa que se fueron pasando a través de los
siglos, entre la familia, y un pequeño croquis escrito a mano, repujado en un
trozo de cuero, indicando donde se encontraba su domicilio ancestral. De hecho
toda la familia habló a través del tiempo el idioma judeoespañol o ladino
propio de esas comunidades y lo seguían haciendo. Toledo era para ellos un
icono de vida, un referente inolvidable del pasado.
Mariano le prometió que, cuando acabara el conflicto— si iba a España—
le acompañaría a Toledo. De ahí surgió su entrañable amistad. La gran ilusión
familiar de Mohamed.
En el hospital de Málaga estuvo compartiendo
habitación con otros dos soldados: Florián Carreño y Breixo Vázquez. El primero
era natural de la localidad de Valdemoro (Madrid) y el otro, de la localidad
gallega de A Veiga.
El madrileño-quien realizó junto a Mariano el mismo
viaje de recluta hasta Melilla pero no se conocieron- tenía un carácter
supersticioso, dicharachero y alegre. Era funcionario de correos. Le habían
amputado un brazo y tenía múltiples heridas.
—Florián comentó a sus compañeros:
—Dicen que estamos sufriendo aquí la guerra contra
los rifeños, defendiendo los intereses de capitalistas españoles que han hecho
grandes inversiones en las minas de hierro como el conde de Romanones. Por
cierto, un hijo suyo, teniente de ingenieros, murió el año pasado luchando en estas tierras, cuya soberanía sobre el
Protectorado firmó su padre en 1912.
—Os voy a leer lo que decía el recorte de prensa de
ese diario que me dieron y que aún conservo:
Muerte del teniente Figueroa y Alonso Martínez:
El teniente de Ingenieros D. José de Figueroa, hijo
de los condes de Romanones, ha muerto en África al frente de las fuerzas que
mandaba, debido a la gravísima herida que recibió en la cabeza, luchando contra
los cabileños de Ajmas. Su cuerpo se encontraba en el campamento de Tefer,
cerca de Tetuán, tras haber sido herido el día 19. Allí se dirigieron los condes de Ramonones, desde Madrid, con la
esperanza de verle vivo, pero ya no fue posible.
Era el número cinco de los hijos de los condes de
Romanones, contaba veintitrés años de edad, pues nació el 24 de diciembre de
1897. Ingresó en la Academia de Ingenieros en septiembre de 1912, y en junio de
1918 salió de primer teniente. Activo e inteligente, deseaba prestar servicio
donde su esfuerzo pudiera ser pronto eficaz. Por esto y por su afición a la
aviación, fue adscrito a la sección de Aeronáutica”.
(La Correspondencia de
España, Jueves 21 de octubre de 1921).
—“Los ricos al parecer también mueren aquí”— indicó
Breixo, descendiente de italianos,
abogado, recién licenciado, muy competente. Él nació en Galicia donde había
vivido toda la vida. Padecía ataques psicóticos. Le repercutió mucho el impacto
que tuvo en su cabeza una bomba de mano
que le tiró un rifeño a poca distancia.
—Yo diría los militares ricos, para ser más
exactos—contestó Florián. Seguro que el teniente José Figueroa era un hombre
valiente e inconformista porque cartas de recomendación no le faltarían para ocupar algún puesto más seguro que donde
estaba, oliendo el peligro de estas tierras.
Mariano miraba y escuchaba atentamente la
conversación, pues iba poco a poco recuperando la actividad cerebral, aunque
sólo podía gesticular levemente. Pensaba en esos momentos en sus compañeros
Miguel y Cipriano a los que no había vuelto a ver más. Tampoco sabía nada de
Práxedes. ¿Habrá muerto? Se preguntaba en ese silencio autónomo de espiración
lenta prolongada en el que se encontraba.
Práxedes sobrevivió en Monte Arruit. Fue hecho
prisionero. Llevaba un letrero en su guerrera que ponía “Prensa”. Cuando se lo
comunicó un jefe rifeño a Abd-el-krim, quien quería estar informado
minuciosamente de todo, dijo que tuviera
el mismo trato que los jefes y oficiales a los que había perdonado la vida como
una inversión para luego pedir dinero por ellos al Estado español, como así
fue.
Además el líder rifeño—por su experiencia como
periodista en el Telegrama del Rif— pensó que Práxedes sería un buen
instrumento a su servicio para enviar crónicas al periódico para el que
trabajaba.
La vida en el hospital de Málaga era agitada, entre
carreras y sustos ocasionados por la cantidad de soldados enfermos en estado
grave y que morían a decenas de un día para otro.
Pasaron dos días más y Breixo tuvo que ser tratado
en Psiquiatría porque tenía disfunciones y trastornos cognitivos muy
acentuados. Presentaba trastornos mentales, principalmente en la memoria y en
la percepción con amnesias y demencias.
Los psiquiatras arreglaban todos estos problemas con fármacos muy fuertes.
Bastantes soldados tenían estos u otros problemas similares y el personal
médico psiquiátrico era poco numeroso.
Identificar y comprender los resultados perniciosos
de la guerra en la psicología de aquellos soldados no era fácil, sobre todo
debido al estrés postraumático provocado
por el miedo y la incertidumbre por la muerte de compañeros, de heridos o
desaparecidos, trastocaban las emociones y perturbaciones de aquellos hombres
hospitalizados. Era el caso de Mariano que tenía siempre en su retina la imagen
impregnada de cómo vio morir a su gran amigo Lucrecio.
— ¡Qué impotencia, Dios mío, que impotencia! No pude
hacer nada por él. Aquellos salvajes le sacrificaron como a un cerdo. Tenía
clavados en su mente los gritos de dolor que emitía Lucrecio hasta que le
segaron la vida con el acero de sus gumías, posteriormente le sacaron los
intestinos, clavándole en esa zona unas estacas. Una crueldad horrorosa,
rotunda, sin paliativos.
A los dos días siguientes, Florián se asomó a la
ventana de la habitación por las voces, carreras y mucho ruido que había en la
calle. Vio a un soldado tumbado boca abajo con los brazos extendidos, empapado
en un amplio charco de sangre. Estaba muerto. Era Breixo, el gallego. Se había
subido a la terraza del edificio, tuvo un brote psicótico, saltó al vacío y se
suicidó. Perdió el contacto con la
realidad, y se le presentaron delirios y alucinaciones posiblemente persecutorias
que le llevaron a ejecutar esa decisión.
Florián muy afectado comenzó a gritar y a llorar.
Mariano se percató del suicidio, e inmóvil, gemía con una fuerza contundente.
Las venas le afloraban en el cuello, le corría un manantial de sudor y los ojos
se le salían de sus órbitas. Gracias a que estaba atado a la cama, con gruesas
correas de cuero, se quedó todo en un
sofoco muy agresivo. Puso en marcha la exagerada vehemencia de su propia
voz y sus gritos envolvieron la habitación acudiendo de inmediato las enfermeras.
En la semana siguiente, Mariano tuvo crisis muy
fuertes. Además no mejoraba satisfactoriamente de sus heridas y se despertaba dando voces por la noche.
Tenía terrores nocturnos y pesadillas con episodios de gritos, miedo intenso y
agitación del cuerpo mientas dormía. Le dolía especialmente su rodilla de la
pierna derecha.
Florián avisaba a la enfermera de guardia quien le
administraba algún calmante y le sedaba. En una de las muchas curas que le
hicieron en los cuidados médicos y la
aplicación de los remedios que podían conducir a la recuperación de la salud,
se le detectó gangrena en la pierna afectada que estuvieron a punto de
amputarle..
Esta enfermedad se le propagó de forma invasiva por
falta de irrigación sanguínea, unido a una infección bacteriana que le afectó a
varios órganos internos: Mariano, el soldado del Rif, estaba a punto de morir.
— ¡Entre tinieblas, notaba que la muerte llegaba a
su lado! Vio esa luz que vislumbran muchas personas en el límite de su vida y a
punto de fallecer: “la puerta de entrada al más allá”. Unas experiencias
cercanas a la muerte" que podrían estar causadas por un aumento repentino
de la actividad eléctrica en el cerebro.
Pero también esa noche tuvo un sueño que le animó a vivir. Se le
apareció su tío Segismundo, quien murió en la Bahía de Santiago de Cuba,
animándole a mantenerse firme ante el acecho de la muerte.
— ¡No puede ser que te rindas a la vida! Tienes que
cumplir el legado familiar que debe ser tu mayor compromiso
— ¡Adelante, vas a vivir!—le decía.
Llegó el alba y las enfermeras que le cuidaban
notaron en él una gran mejoría, parecía otra persona. Mariano saldría adelante
entre dolores y sufrimiento pero impregnado de una fuerza vital inconcebible,
algo milagroso.
¿Qué sabemos
de Práxedes, su gran amigo y compañero? Iba entre los prisioneros cautivos de Abd-el-Krim quien
había conseguido que el dominio militar español de la Comandancia General de
Melilla se viera reducido a los límites de la propia plaza amenazada por unos
quince mil aguerridos rifeños que no se saciaban de verter sangre española en
sus tierras.
Eran numerosas las peticiones de todo tipo que
llegaban hasta al propio rey Alfonso XIII para que interviniera en liberación
de esos cautivos.
Práxedes procedió a redactar un artículo para su
periódico donde señalaba:
“Aunque en un principio los rifeños nos han
alimentado y tratado con una cierta dignidad Ahora nos han encerrado en
habitaciones que son verdaderos calabozos sin ventilación y tan reducidos que
es un verdadero milagro no se hayan registrado casos de asfixia. Una habitación
pequeña que ocupamos 14 personas. Ahora ya no podemos gozar de esas horas de
paseo que nos daban antes, estamos totalmente incomunicados y encerrados.
Tratan de martirizarnos psicológicamente y acabar con nuestra autonomía. Esta
es la situación en la que vivimos: recibimos una alimentación totalmente
precaria, nos obligan a trabajar hasta la
extenuación, se dan muchos casos de desmayos y enorme padecimiento,
enfermedades, como tifus, fallecimientos, somos objeto también de tratos
violentos y apaleamiento por parte de los guardianes rifeños quienes dan
muestras continuamente de ferocidad y salvajismo. Nos someten a todo tipo de
vejaciones inimaginables.
Un soldado trató de escaparse y Avd.-el-Krim ordenó
su fusilamiento. Tiene perfecto conocimiento de todos los horrores que nos
hacen.
Estamos en diciembre, cerca de las Navidades de
1922, llevamos casi año y medio de presidio y cautiverio ¿Qué están haciendo en
España por nosotros? ¿Qué esperanzas tenemos para que se ejecute nuestra
liberación?
¿Qué hace ese nuevo Gobierno de concentración
nacional, que se acaba de formar, por nosotros? Si existen intentos de rescate,
estos estás siendo ineficaces y vacíos de eficacia.
Nos llegan noticias de que se ha formado una
Comisión pro-rescate de varias familias de los que aquí estos cautivos, quienes
ven una única forma eficaz de alcanzar resultados satisfactorios pagando el rescate que pide, Abd-el-Krim.
Es preciso rescatarnos con el dinero y los moros que
aquél pide por la liberación.
Al parecer en una carta que nos han difundido a los
tres miembros de la prensa que estanos aquí cautivos, para hacéroslas llegar a
los periódicos de España, Avd.-El Kim ha hecho esta propuesta:
“Aceptamos negociar el rescate de los prisioneros
sobre la base de las dos condiciones conocidas por vosotros y que son: entrega
de la suma de dinero pedida antes de hoy y la libertad de los detenidos
rifeños.
En cuanto a
la venida del señor Horacio Echevarrieta para consumar estas exigencias, puede
hacerlo en completa seguridad y le damos la
bienvenida a estas tierras y sus costas, pudiendo entrar o salir, de
ellas con entera libertad. Nosotros por nuestra parte le prometemos prestarle
las facilidades necesarias para la mejor marcha de las negociaciones…18 de
enero 1923. Fdo.: Mohamed Ben Abd-elKrim El Jatabi».
No podemos olvidar que el líder rifeño, azote del
ejército español en el Rif, fue uno de los precursores de los movimientos de
liberación nacional.
Al parecer el Gobierno de Santiago Alba ha autorizado a Echevarrieta
para llevar adelante la operación quien viene de camino. Esperemos que sea así
y en ello ponemos toda nuestra confianza.”
(Práxedes Urquiza, soldado, corresponsal de guerra del diario Castiila
Libre)
El 23 de enero de 1923 tuvo lugar el esperado
rescate de los 357 prisioneros que estaban en poder de los rifeños. A cambio se
entregaron cuatro millones de pesetas y 270.000 más que entraban dentro del
capítulo de “atenciones al transporte y otras causas diversas”.
Nos sacaron de esas tierras inolvidables de guerra y
cautiverio en el barco Antonio López de la Compañía Transmediterránea. El
general Navarro fue el último en embarcar—indicaba Práxedes.
Prensa como La Libertad, El Diario Universal,
vinculado estrechamente a Romanones , El Liberal de Bilbao, El Heraldo de
Madrid y el diario Castilla Libre ( para el que trabajaba, Práxedes cuya ventas se duplicaron en ésta
época) se hacían eco de este “éxito”, así como El Socialista y ABC, desde
líneas de izquierda y conservadora más críticas.
El rey también envió un telegrama muy expresivo:
decía en el texto que transmita su
satisfacción por su liberación, a todas y cada una de las familias de los
compatriotas que han sufrido cautiverio
Las derrotas militares en Marruecos, llevaron a
España a un nuevo destino: a la dictadura de Primo de Rivera -para acallar las
voces que pedían responsabilidades tras el 'expediente del general Picasso' que
daba cuenta de la incompetencia de los mandos españoles en el Desastre.
Práxedes Urquiza, soldado de leva, periodista y
corresponsal de guerra de su periódico Castilla Libre fue licenciado del
ejército y se marchó a su tierra, Valladolid. Siguió siendo un hombre de
prensa.
En 1925, volvió a Marruecos, para cubrir los hechos
del desembarco de Alhucemas (8 de
diciembre ) el primero aeronaval de la Historia, realizado conjuntamente entre
tropas españolas y francesas por el ejército y la Armada española y, en menor
medida, un contingente aliado francés, hecho histórico relevante que
propiciaría el fin de la guerra del Rif. El comandante en jefe fue el general
Miguel Primo de Rivera.
Los lugares del desembarco, elegidos fueron la Playa de la Cebadilla y Cala del Quemado,
al oeste de la bahía de Alhucemas. Allí una bala perdida de algún rifeño le
voló la cabeza a Práxedes quien murió abatido cumpliendo sus obligaciones
profesionales, como corresponsal de guerra que tanto le gustaban a este
admirador de Pedro Antonio de Alarcón.
Mariano pasó muchos meses hospitalizado,
sobreviviendo entre intervenciones
quirúrgicas curas y dolores, hasta que salió poco a poco adelante y fue
abandonando sus enfermedades y dolencias. Sufría una cojera permanente en su
pierna derecha que le duraría toda la vida, producto de una bala rifeña, que le impactó en Monte Arruit, y le destrozó
la rodilla, lesión de la que fue operado tres veces.
Un día de otoño de 1923, paseando por
los aledaños ajardinados del hospital, acompañado de una enfermera que le
ayudaba en su movilidad, le comunicaron que a la semana siguiente saldría para
Madrid en un tren-hospital que se había fletado para entregar a los heridos
—muchos, inválidos, mutilados e inhabilitados para seguir en el
Ejército—entregándoles a sus hogares respectivos ubicados en esa ruta.
Recordemos que en este conflicto bélico del Rif,
como en otros, el ferrocarril se encargó de la distribución de tropas,
suministros y armamento, aunque tuvo un papel menos conocido, pero de suma
importancia, en el traslado y la atención de heridos.
Tras un viaje duro, fatigoso y lleno de
incertidumbres, donde se podía observar la situación física y anímica de los
soldados que viajaban hacia sus hogares. Pero ahí estaban, vivían con mayor o
menor calidad.
Mariano traía prendidas en su chaqueta las dos
medallas recibidas por sus actuaciones en el Rif, todo orgulloso, admirado por
muchos compañeros que viajaban con él: “la Medalla Militar Individual de
Marruecos y la Cruz de Plata del Mérito Militar con Distintivo Rojo”. Esas
medallas eran codiciadas, respetadas y admiradas por todos los que luchaban en
esa guerra fatídica en la que se vivieron tantos horrores. Mostraban que ese
soldado había sido recompensado por ciertas acciones, actuaciones o servicios en
el ejército español en Marruecos
Al llegar a Aranjuez, donde se bajaron del tren
algunos soldados, todos heridos, varios de ellos tuvieron que ser colocados en
camillas por sanitarios, familiares o personas que ayudaban desinteresadamente;
otros transportados en sillas de ruedas y los más válidos se sujetaban y
caminaban con muletas, como Mariano.
Toda su familia fue a esperarle. Gregoria, su madre,
sufrió un desmayo ante la emoción de ver de nuevo a su hijo, herido pero a
salvo. Patro, su hermano, cogió a hombros a su hermano y lo llevó hasta un
automóvil que había conseguido su amigo Manolo “el escopetero”.
Tasio también fue a esperarle y le dijo:
— ¡Creí que ibas a arruinar mis ganancias con el
mus—Ahora pagan muy bien los campeonatos. Contigo a mi lado los ganaremos
todos.
Al llegar a su domicilio, Mariano besó la puerta de
su casa y rompió a llorar.
— ¡No me puedo creer que esté aquí!— comentaba. He
visto varias veces las garras de la muerte que me acechaban dispuestas a
apartarme de esta vida!
Todas sus hermanas y hermanos,
impactados emocionalmente por su presencia, lloraban de alegría, abrazándole y
besándole con ansiedad. Muchos vecinos se agolpaban en su hogar para darle la
bienvenida. Era considerado como un héroe viviente.
Mariano tenía su corazón lleno de angustia, unido a
un gran dolor que le había proporcionado esa maldita guerra del Rif donde vio
tantas tristezas y morir a tanta gente. En esos instantes se acordó
especialmente de Práxedes, Lucrecio, Bucéfalo y demás compañeros, llorando
amargamente. Sentía que a esos grandes
hombres, compañeros de armas y amigos no volvería a verlos jamás.
Regresar vivo a casa después de haber estado
luchando contra los rifeños en el Protectorado marroquí, una colonia tan
virulenta y hostil, donde se respiraba un odio cruel contra todo lo que fuera
español. Sabía asimismo que sólo por no regresar muerto de un lugar en guerra,
le convertía en un auténtico héroe, especialmente para sus familiares y
allegados.
Toda su familia recordaba el estupor de la despedida
del último día antes de marcharse a África. Para ellos fue inevitable, dentro
de ese silencio conmovedor, el pensar lo
peor que le pueda ocurrir. Creían fervientemente que podría de ser la última
vez que le iban a ver con vida.
Durante los
meses de ausencia, “mientras ejerció su valioso servicio a la Patria”, todos
sus familiares vivieron—especialmente Gregoria, su madre— la angustia
pertinente que le ahogaba, minuto a minuto, día tras día, sopesando el frágil
equilibrio emocional que le acosaba por la ausencia y las grandes posibilidades
de morir que tenía su hijo. La afluencia de tantas lágrimas por la carencia de
su querido hijo, habían creado en su cara
verdaderos surcos de dolor.
Mariano se sentía más viejo deteriorado, con su corazón cargado
de angustia. Un gran dolor para él fue aquella dolorosa experiencia que supuso
un antes y un después en su vida. Ahora daba gracias a Dios por haber vuelto a
su hogar con su familia y sus amigos, aunque fuera cojo para siempre.
Después de un descanso razonable, Mariano volvió a
su trabajo en el ayuntamiento de Aranjuez, donde fue ascendido a oficial
administrativo. En el transcurso del tiempo, volvió a sus quehaceres de jugador
de mus, ganando junto a Tasio muchos campeonatos por toda España, lo que les
proporcionaba unos buenos de dinero complementarios.
Se casó con Benardina, una sencilla y buena mujer
que cosía para fuera. Formaron su propio hogar y vivían felizmente con los tres
hijos que les había dado la vida.
Llegó 1936 y España se incendió en una guerra civil
cruenta y dolorosa donde se enfrentaron padres y hermanos por las diversidades
políticas e ideológicas. Muchos de los generales africanistas, compañeros en el
Rif, se convirtieron ahora en enemigos. A Franco no le tembló la mano para
eliminar a algunos generales que se opusieron al golpe de Estado del 18 de
julio, que habían sido incluso
superiores suyos en el Protectorado.
Unos 80.000 marroquíes combatieron entre 1936 y 1939
en las filas del ejército nacional liderado por
Franco. Eran voluntarios que buscaban un “ganapán” para sí y sus
familias. Muchos de ellos reclutados de entre las cabilas levantiscas que se enfrentaron a los soldados españoles
en El Desastre de 1921.
Los caídes, siguiendo instrucciones de los mandos
militares españoles, fueron los que
llevaban a cabo una activa propaganda entre los cabileños y su recluta
correspondiente. Fue para ellos una nueva forma de vivir y alimentar a sus
familias, necesaria para estos soldados mercenarios voluntarios, envueltos por
el hambre, la miseria y las malas condiciones de vida que tenían en el Rif.
Su papel en la Guerra Civil de Española fue
relevante, sobre todo en los primeros meses, en los que, imparables, avanzaron
sembrando el terror en pueblos y aldeas y arrasando todo a su paso, con los
métodos propios de la guerra colonial utilizados por las fuerzas de choque en
Marruecos.
La ferocidad de “los moros de Franco” espantó a los
republicanos. Aquellos mercenarios tenían la bendición de sus muy católicos
oficiales españoles para saquear, violar y mutilar en las poblaciones
conquistadas con el mismo ensañamiento que lo habían hecho antes en sus tierras
marroquíes.
Entre las tropas moras de Franco venía el cabo Mohamed Amar Ahmed, quien se había vuelto a
enrolar en el ejército español al finalizar de la guerra del Rif en Marruecos.
Al ocupar los nacionales Aranjuez, él preguntó por los familiares de Mariano y
fue a su domicilio.
Cuando Gregoria vio a un moro con su fusil a la
espalda, en bandolera, a través de cristales de las ventanas delanteras de su
casa, se puso demasiado nerviosa y llamó de inmediato a su hijo Patro que cogió
su escopeta de caza y se camufló detrás de unos cortinones.
Gregoria abrió la puerta, Mohamed le dijo: “Salam aleikum”, haciendo
una genuflexión.
—Vengo a visitar a mi amigo Mariano——Le conocí en
Melilla y luego le salvé la vida en Monte Arruit. — Un gran amigo mío. La
guerra nos separó pero no nuestros
corazones.
—Prometí visitarle, si venía algún día a España.
—Mohamed les contó a la familia,
apiñados junto a él, su historia sefardí— Posteriormente le acompañaron al domicilio de Mariano.
—Ya sabes dónde encontrarnos—le dijo Gregoria—Te
estamos muy agradecidos por todo lo que hiciste por nuestro hijo.
—Si sobrevives en la guerra, ven a visitarnos y
cumpliremos la promesa que él te hizo
Ya en casa de Mariano, éste abrió la puerta a Mohamed, se reconocieron fundiéndose en un
abrazo estremecedor. “El soldado del Rif” le confirmó que atendería su deseo de
ir a Toledo cuando terminara el conflicto de la Guerra Civil Española y le
licenciaran.
Aquel bonito deseo, aquella bella historia no se
pudo llevar a cabo porque Mohamed murió el 14 de noviembre de 1938 combatiendo
en la batalla del Ebro.
Mariano y su familia, estuvieron siempre esperando
que algún día les volviera a visitar aquel buen soldado rifeño que había
salvado la vida a nuestro personaje y fue gran amigo suyo: Los hombres y los
verdaderos amigos también se lloran.
Aquella sangrienta guerra en el Rif tuvo igualmente sus enseñanzas de fraternidad
entre los hombres que lucharon por ideales e intereses distintos.
“¿No es triste considerar que sólo la desgracia hace
a los hombres hermanos?”
(Benito Pérez
Galdós)
Mariano no fue movilizado en esta nueva guerra por
su estado de mutilado. Sí su hermano pequeño Juan—al que estaba muy unido—Fue
militante del Ateneo Libertario de Delicias en Madrid en los años bélicos.
Posteriormente fue represaliado por el franquismo, y murió fusilado el 18 de
octubre de 1939 en el Cementerio del Este de Madrid, a la edad de treinta y
tres años.
Aquel hecho represivo supuso un golpe emocional para
Gregoria, su madre Mariano y toda la familia que supieron de su fusilamiento,
por Demetrio Aguinaga, uno de los enterradores del cementerio , vecino de ellos
en Aranjuez, quien vio morir fusilado a Juan junto a esta “necrópolis del
Este”, en el entorno de sus tapias. Había sido condenado a muerte, junto a treinta republicanos más, el nueve de octubre
tras ser sometidos a juicio por los tribunales franquistas.
“Se emitía de forma rápida una orden de inhumación
que se emitía de manera automática para cada ejecutado para las llamadas tumbas
de “cuarta o de caridad”, esto es, gratuitas.
A los sepultados de esta forma se les adjuntaba en
la tumba una chapa de plomo donde figuraba el número identificador apuntado en
la orden de inhumación correspondiente- permanecían en estas tumbas de cuarta
hasta diez años, tiempo durante el cual podían ser reclamados para ser
exhumados y sepultados de nuevo en una tumba de pago. Al final de ese plazo,
los cadáveres terminaban en el osario o fosa común.
Ya en el cementerio del Este, toda la familia de
Mariano fue autorizada a ver el cadáver de Juan, encargándose de su entierro en una sepultura que
dispusieron dentro del cementerio y “sin boato ni ceremonia”, en la más
estricta intimidad, como se recogía en un oficio donde constaban las órdenes
oportunas
—Gregoria, al
recoger el cadáver de su hijo Juan, al día siguiente, le besó y abrazándole
dijo: ¡Ay mi hijo querido, mi amor, que se vino vivo a Madrid, a ganarse el
pan, abrazó el anarquismo, y me lo encuentro difunto, lleno de agujeros de
balas— ¡Contigo se ha perdido parte de mi vida. Pero no has muerto porque sólo
muere el que se le olvida. Siempre estarás a mi lado, en mi corazón!
— El dolor ilimitado, el malestar, la sensación de esa pérdida irreparable, se apoderaba de
toda la familia que quedó hundida por mucho tiempo.
—La madre se vistió de negro para el resto de su
vida. Era como la expresión del dolor
más íntimo, como si renunciara al mundo, un ritual de despedida para siempre de
ese ser allegado y querido, Juan. Estaba dominada por una angustia pavorosa de
la que nunca se libró.
Mariano vivió una vida de posguerra feliz con su
familia a la que siempre estuvo muy unido. Fue un hombre bueno, sencillo,
honrado, trabajador, amante de la verdad.
Escribió sus memorias sobre todas las vivencias
tenidas en el Desastre de 1921, siendo muy solicitado en muchos pueblos y
ciudades para que diera conferencias al respecto, dado que había mucha gente
interesada en saber las vicisitudes por las que pasaron sus hijos o familiares
en el Rif que dejaron allí su vida y no volvieron jamás.
Siempre terminaba sus discursos con esta frase “La
paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida.”
Sus abuelos, doña Úrsula y don Leopoldo, sus tíos
Segismundo y Servando, y especialmente su padre José estarán siempre muy
orgullosos de él.